El señor de los anillos - 17. La Comunidad del Anillo 1 - 12 Huyendo hacia el vado
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Cuando Frodo volvió en sí, aún aferraba desesperadamente el Anillo. Estaba tendido junto al fuego, que había sido alimentado y ardía ahora con una luz brillante. Los tres hobbits se inclinaban sobre él.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está el rey pálido? —preguntó Frodo, aturdido.
Los otros estaban tan contentos de oírlo hablar que no le contestaron en seguida y no entendieron qué les preguntaba. Al fin Frodo supo por Sam que no habían visto otra cosa que unas formas confusas y sombrías que venían hacia ellos. De pronto, horrorizado, Sam había advertido la desaparición de Frodo, y en ese momento una sombra negra pasó precipitadamente, muy cerca, y él cayó al suelo. Oía la voz de Frodo, pero parecía venir de muy lejos, o de las profundidades de la tierra, gritando palabras extrañas. No habían visto más, hasta que tropezaron con Frodo, que yacía como muerto, la cara apretada contra la hierba, la espada debajo del cuerpo. Trancos les ordenó que lo levantaran y lo acostaran junto a las llamas y poco después desapareció. Desde entonces había pasado un buen rato.
Sam, evidentemente, comenzaba a tener nuevas dudas a propósito de Trancos, pero mientras hablaba el montaraz reapareció de pronto, saliendo de las sombras. Los hobbits se sobresaltaron y Sam desenvainó la espada y cubrió a Frodo, pero Trancos se agachó rápidamente junto a él.
—No soy un Jinete Negro, Sam —dijo gentilmente—, ni estoy ligado a ellos. He estado tratando de descubrir dónde se han metido, pero sin resultado alguno. No alcanzo a entender por qué se han ido y no han vuelto a atacarnos. Pero no hay señales de que anden cerca.
Cuando oyó lo que Frodo tenía que decirle, se mostró de veras preocupado, y movió la cabeza y suspiró. Luego les ordenó a Pippin y Merry que calentaran la mayor cantidad de agua que fuera posible en las pequeñas marmitas y que le lavaran la herida.
—¡Mantened el fuego encendido y cuidad de que Frodo no se enfríe! —dijo. Luego se incorporó y se alejó, llamando a Sam—. Creo que ahora entiendo mejor —dijo en voz baja—. Parece que los enemigos eran sólo cinco. Por qué no estaban todos aquí, no lo sé, pero no creo que esperaran encontrar resistencia. Por el momento se han retirado, aunque temo que no muy lejos. Regresarán otra noche, si no logramos huir. Ahora se contentan con esperar, pues piensan que ya casi han conseguido lo que desean y que el Anillo no podrá escapárseles. Me temo, Sam, que imaginan que tu amo ha recibido una herida mortal, que lo someterá a lo que ellos decidan. ¡Ya veremos!
Sam sintió que el llanto lo sofocaba.
—¡No desesperes! —dijo Trancos—. Confía en mí ahora. Tu Frodo es de una pasta más firme de lo que yo pensaba, aunque Gandalf ya me lo había insinuado. No está muerto y creo que resistirá el poder maligno de la herida mucho más de lo que sus enemigos suponen. Haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarlo y curarlo. ¡Cuídalo bien en mi ausencia! Se volvió rápidamente desapareciendo de nuevo entre las sombras.
Frodo dormitaba, aunque el dolor que le causaba la herida no dejaba de aumentar y un frío mortal se le extendía desde el hombro hasta el brazo y el costado. Los tres hobbits lo cuidaban, calentándolo y lavándole la herida. La noche pasó lenta y tediosa. El alba crecía en el cielo y una luz gris invadía la cañada, cuando Trancos volvió al fin.
—¡Mirad! —gritó, e inclinándose levantó del suelo una túnica negra que había quedado allí oculta en la oscuridad. Había un desgarrón en la tela, un poco por encima del borde inferior—. La marca de la espada de Frodo —dijo—. El único daño que le causó al enemigo, temo, pues es invulnerable y las espadas que traspasan a ese rey terrible caen destruidas. Más mortal para él fue el nombre de Elbereth. ¡Y más mortal para Frodo fue esto!
Se agachó de nuevo y tomó un cuchillo largo y delgado. La hoja tenía un brillo frío. Cuando Trancos lo levantó vieron que el borde del extremo estaba mellado y la punta rota. Pero mientras aún lo sostenía a la luz creciente, observaron asombrados que la hoja parecía fundirse y que se desvanecía en el aire como una humareda, no dejando más que la empuñadura en la mano de Trancos.
—¡Ay! —gritó—. Fue este maldito puñal el que ha infligido la herida. Pocos tienen ahora el poder de curar el daño causado por armas tan maléficas. Pero haré todo lo que esté a mi alcance.
Se sentó en el suelo y tomando la empuñadura del arma se la puso en las rodillas y le cantó una lenta canción en una lengua extraña. En seguida, poniéndola a un lado, se volvió a Frodo y pronunció en voz baja unas palabras que los otros no llegaron a entender. Del saco pequeño que llevaba a la cintura extrajo las hojas largas de una planta.
—Estas hojas —dijo— caminé mucho para encontrarlas, pues la planta no crece en las lomas desnudas, sino entre los matorrales de allá lejos al sur del camino; las encontré en la oscuridad por el olor. —Estrujó entre los dedos una hoja, que difundió una fragancia dulce y fuerte—. Fue una suerte que la haya encontrado, pues es una planta medicinal que los Hombres del Oeste trajeron a la Tierra Media. Athelas la llamaron y ahora sólo crece en los sitios donde ellos acamparon o vivieron hace tiempo; y no se la conoce en el norte excepto por aquellos que frecuentan las tierras salvajes. Tiene grandes virtudes curativas, pero en una herida semejante quizá sean insuficientes.
Trancos echó las hojas en el agua hirviente y le lavó el hombro a Frodo. El aroma del vapor era refrescante y los otros tres hobbits sintieron que les calmaba y aclaraba las mentes. La hierba actuaba además sobre la herida, pues Frodo notó que le disminuía el dolor y también aquella sensación de frío que tenía en el costado; pero el brazo continuaba como sin vida y no podía alzar la mano o mover los dedos. Lamentaba amargamente su propia necedad y se reprochaba no haberse mostrado más firme pues comprendía ahora que al ponerse el Anillo no había obedecido a sus propios deseos sino a las órdenes imperiosas de los enemigos. Se preguntaba si no quedaría lisiado para siempre y cómo se las arreglarían para proseguir el viaje. Se sentía tan débil que ni siquiera podía ponerse de pie.
Los otros discutían este mismo problema. Decidieron rápidamente dejar la Cima de los Vientos tan pronto como fuera posible.
—Pienso ahora —dijo Trancos— que el enemigo ha estado vigilando este sitio desde hace varios días. Si Gandalf vino por aquí, tiene que haberse visto obligado a escapar y no volverá. De todos modos y luego del ataque de anoche, correrías grave peligro aquí si nos quedamos después que oscurezca y la situación no podría ser peor para nosotros en cualquier otro sitio.
Tan pronto como se hizo de día se prepararon una comida frugal y empacaron. Como Frodo no podía caminar, dividieron la mayor parte del equipaje entre los cuatro y montaron a Frodo en el poney. En los últimos pocos días la pobre bestia había mejorado de modo notable; ya parecía más gorda y fuerte y había comenzado a mostrar afecto a sus nuevos dueños, sobre todo a Sam. El tratamiento que había recibido de Bill Helechal tenía que haber sido muy duro para que un viaje por tierras salvajes le pareciera mucho mejor que la vida anterior.
Partieron en dirección sur. Esto significaba cruzar el camino, pero era el modo más rápido de llegar a regiones arboladas. Y necesitaban combustible, pues Trancos decía que Frodo tenía que estar abrigado, especialmente de noche, y además el fuego serviría para protegerlos a todos. Planeaban también abreviar el trayecto cortando a través de otra vuelta del camino; al este, más allá de la Cima de los Vientos, la ruta cambiaba de curso describiendo una amplia curva hacia el norte.
Marcharon lenta y precavidamente bordeando las faldas del sudoeste de la colina y no tardaron en llegar al borde del camino. No había señales de los Jinetes. Pero en el mismo momento en que cruzaban de prisa alcanzaron a oír dos gritos lejanos: una voz fría que llamaba y una voz fría que respondía. Temblando se precipitaron hacia los matorrales que crecían del otro lado. El terreno descendía allí en pendiente hacia el sur, salvaje y sin ninguna senda; unos arbustos y árboles raquíticos crecían en grupos apretados en medio de amplios espacios desnudos. La hierba era escasa, dura y gris; y los matorrales perdían las hojas secas. Era una tierra desolada y el viaje se hacía lento y triste. Marchaban penosamente y hablaban poco. Frodo observaba acongojado cómo caminaban junto a él, cabizbajos, inclinados bajo el peso de los bultos. Hasta el mismo Trancos parecía cansado y abatido. Antes que terminara la primera jornada el dolor de Frodo se acrecentó de nuevo, pero él tardó en quejarse. Pasaron cuatro días y ni el terreno ni el escenario cambiaron mucho, aunque detrás de ellos la Cima de los Vientos bajaba lentamente y delante de ellos subían las montañas lejanas. Pero luego de aquellos gritos distantes no habían visto ni oído nada que indicara que el enemigo anduviese cerca, o estuviera siguiéndolos. Temían las horas de oscuridad y montaban guardia en parejas, esperando ver en cualquier momento unas sombras negras que se adelantaban en la noche gris, débilmente iluminada por la luna velada de nubes; pero no veían nada y no oían otro sonido que el de las hojas secas y la hierba. Ni una sola vez tuvieron aquella impresión de peligro inminente que los había asaltado en la cañada antes del ataque. No se atrevían a suponer que los Jinetes les hubiesen perdido de nuevo el rastro. ¿Esperarían quizá tenderles una emboscada en algún sitio estrecho?
Al fin del quinto día el terreno comenzó una vez más a elevarse lentamente, saliendo del valle bajo y amplio al que habían descendido. Trancos los guió de nuevo hacia el nordeste y en el sexto día llegaron a lo alto de una loma larga y vieron a la distancia un grupo de colinas boscosas. Allá abajo el camino bordeaba el pie de las colinas y a la derecha un río gris brillaba pálidamente a la débil luz del sol. A lo lejos corría otro río por un valle pedregoso cubierto de jirones de bruma.
—Temo que ahora tengamos que volver un rato al camino —dijo Trancos—. Hemos llegado al Río Fontegrís, que los elfos llaman Mitheithel. Desciende de las Landas de Etten, los páramos de los trolls al norte de Rivendel y en el sur allá lejos se une al Sonorona. De ahí en adelante algunos lo llaman Aguada Gris. Es una gran extensión de agua antes de llegar al mar. No hay otro modo de cruzarlo desde que nace en las Landas de Etten que el Puente Ultimo sobre el camino.
—¿Cuál es aquel otro río allá a lo lejos? —preguntó Merry.
—El Sonorona, el Bruinen de Rivendel —respondió Trancos—. El camino lo bordea durante varias leguas, hasta el vado. Aún no he pensado cómo lo cruzaremos. ¡Un río por vez! Tendremos bastante suerte en verdad si no encontramos algún obstáculo en el Puente Ultimo.
Al otro día, temprano de mañana, descendieron de nuevo al camino. Sam y Trancos fueron adelante, pero no encontraron señales de viajeros o Jinetes. Aquí, a la sombra de las colinas, había llovido bastante. Trancos opinó que el agua había caído dos días atrás, borrando todas las huellas. Desde entonces no había pasado ningún jinete, o así parecía al menos.
Avanzaron rápidamente y luego de una milla o dos vieron ante ellos el Puente Ultimo, al pie de una cuesta empinada y breve. Bajaron temiendo que unas sombras negras los esperasen allí, pero no vieron nada. Trancos hizo que se ocultaran detrás de unos matorrales a la vera del camino y se adelantó a explorar.
No mucho después volvió apresuradamente.
—Ningún enemigo a la vista —dijo—, y no entiendo por qué. Pero descubrí algo muy extraño.
Tendió la mano y mostró una piedra de color verde pálido.
—La encontré en el barro, en medio del puente —dijo—. Es un berilo, una piedra élfica. No podría decir si la pusieron allí, o si alguien la perdió, pero me da cierta esperanza. Diría que es un signo de que podemos cruzar el puente, pero no me atrevería a seguir por el camino sin otra indicación más clara.
Partieron de nuevo en seguida. Atravesaron el puente sanos y salvos, sin oír otro sonido que el de las aguas arremolinadas bajo los tres grandes arcos. Una milla más allá llegaron a una hondonada estrecha que llevaba al norte cruzando las tierras escarpadas a la izquierda del camino. Aquí Trancos dobló a un lado y casi en seguida se encontraron en una región sombría de árboles oscuros que serpenteaban al pie de unas lomas adustas.
Los hobbits se alegraron de dejar atrás las tierras desoladas y los peligros del camino, pero esta nueva región parecía amenazadora e inamistosa. Las colinas iban creciendo ante ellos. Aquí y allá, sobre alturas y crestas, vislumbraban unos antiguos muros de piedra y ruinas de torres de ominoso aspecto. Frodo, que no caminaba, tenía tiempo de mirar adelante y pensar. Recordaba los relatos de Bilbo y las torres amenazadoras que se alzaban en los montes al norte del camino, en las proximidades del Bosque de los Trolls donde se le había presentado el primer incidente serio del viaje. Frodo adivinó que se encontraban ahora en la misma región y se preguntó si no pasarían casualmente por el mismo sitio.
—¿Quién vive en estas tierras? —preguntó—. ¿Y quién edificó esas torres? ¿Es este el país de los trolls?
—No —dijo Trancos—. Los trolls no construyen. Nadie vive aquí. En otro tiempo moraron hombres, pero hoy no queda ninguno. Fueron gente mala, así dice la leyenda, pues cayeron bajo la sombra de Angmar. Pero todos murieron en la guerra que acabó con el Reino del Norte. Hace ya tanto tiempo que las colinas han olvidado, aunque una sombra se extiende aún sobre el país.
—¿Dónde aprendiste esas historias si toda la región está desierta y olvidada? —preguntó Peregrin—. Los pájaros y las bestias no cuentan historias de esa especie.
—Los herederos de Elendil no olvidaron el pasado —dijo Trancos—, y sé de otros muchos asuntos que aún se recuerdan en Rivendel.
—¿Has estado a menudo en Rivendel? —dijo Frodo.
—Sí —respondió Trancos—, viví allí un tiempo y vuelvo siempre que puedo. Mi corazón está allí, pero mi destino no es vivir en paz, ni siquiera en la hermosa casa de Elrond.
Las colinas comenzaron a cercarlos. El camino retrocedía de nuevo hacia el río, pero ahora ya no lo veían. Al fin entraron en un valle largo, estrecho, profundo, sombrío y silencioso. Unos árboles de viejas y retorcidas raíces colgaban de los riscos y se amontonaban detrás en laderas de pinos.
Los hobbits estaban muy cansados y avanzaban lentamente, abriéndose paso entre rocas y árboles caídos. Trataban de evitar todo lo posible los terrenos escarpados, en beneficio de Frodo, y era en verdad difícil encontrar un camino que los ayudara a escalar las paredes de los valles. Llevaban dos días caminando por esta región cuando empezó a llover. El viento sopló del oeste vertiendo el agua de los mares lejanos sobre las cabezas oscuras de las lomas en una penetrante llovizna. Cuando llegó la noche estaban calados hasta los huesos y no les sirvió de mucho acampar, pues no pudieron encender ningún fuego. Al día siguiente los montes se hicieron todavía más altos y escarpados obligándolos a desviarse de la ruta y doblar hacia el norte. Trancos parecía cada vez más inquieto; habían pasado diez días desde que dejaran atrás la Cima de los Vientos y las provisiones comenzaban a escasear. La lluvia no amainaba.
Aquella noche acamparon en una estribación rocosa; una gruta poco profunda, un simple agujero, se abría en el muro de piedra. La herida le dolía más que nunca a Frodo, a causa del frío y la humedad, y sentía el cuerpo helado y no podía dormir. Se volvía acostado a un lado y a otro, escuchando medrosamente los furtivos ruidos nocturnos: el viento en las grietas de las rocas, el agua que goteaba, un crujido, una piedra suelta que rodaba por la pendiente.
Sintió que unas formas negras se le acercaban queriendo sofocarlo, pero cuando se sentó no vio sino la espalda de Trancos, sentado, con las piernas recogidas, fumando en pipa y vigilando. Se acostó de nuevo y se deslizó en un sueño intranquilo y soñó que se paseaba por el césped del jardín de la Comarca, pero el jardín era borroso e indistinto, menos nítido que las sombras altas y oscuras que lo miraban por encima del seto.
Cuando despertó a la mañana, había dejado de llover. Las nubes eran todavía espesas, pero estaban abriéndose, descubriendo pálidas franjas de azul. El viento cambiaba de nuevo. No partieron en seguida. Luego del desayuno frío y escaso, Trancos se alejó solo, diciéndoles a los otros que lo esperaran al abrigo del acantilado. Trataría de llegar arriba, si le era posible, para observar la configuración del territorio.
Regresó bastante desanimado.
—Nos hemos alejado demasiado hacia el norte —dijo— y tenemos que encontrar un modo de volver al sur. Si seguimos en esta dirección llegaremos a los Valles de Etten, muy al norte de Rivendel. Esta es una región de trolls, que conozco poco. Quizás encontráramos un modo de atravesarla y de alcanzar Rivendel desde el norte; pero nos llevaría demasiado tiempo, pues no conozco el país y se nos acabarían las provisiones. De un modo o de otro tenemos que encontrar el Vado del Bruinen.
Pasaron el resto del día arrastrándose sobre pies y manos por un terreno rocoso. Al fin, luego de cruzar un pasaje estrecho entre dos lomas, encontraron un valle que corría hacia el sudeste, la dirección que deseaban tomar; pero cuando el día ya terminaba vieron que una cadena de tierras altas les cerraba de nuevo el paso: el borde oscuro se recortaba contra el cielo como los dientes mellados de una sierra. Tenían que elegir entre volverse o escalar la cadena de lomas.
Decidieron intentar la ascensión, lo que fue demasiado difícil. Frodo no tardó en tener que desmontar y seguir a pie. Aun así pensaron a menudo que no conseguirían que el poney subiera, o que ellos mismos encontraran algo parecido a un sendero, cargados como estaban. Casi no había luz y se sentían agotados cuando al fin llegaron arriba. Estaban ahora en un paso estrecho entre dos elevaciones y poco más allá el terreno descendía de nuevo abruptamente. Frodo se arrojó al suelo y allí se quedó temblando de pies a cabeza. No podía mover el brazo izquierdo y tenía la impresión de que unas garras de hielo le apretaban el costado y el hombro. Los árboles y rocas de alrededor parecían sombríos e indistintos.
—No podemos seguir así —le dijo Merry a Trancos—. Temo que el esfuerzo haya sido excesivo para Frodo. Me inquieta de veras. ¿Qué vamos a hacer? ¿Piensas que podrían curarlo en Rivendel, si es que llegamos allí?
—Quizá —respondió Trancos—. No hay nada más que yo pueda hacer en el desierto y es esa herida precisamente lo que me impulsa a que forcemos la marcha. Pero reconozco que esta noche no podemos ir más lejos.
—¿Qué le ocurre a mi amo? —preguntó Sam en voz baja, mirando a Trancos con aire suplicante—. La herida es pequeña y está casi cerrada. No se le ve más que una cicatriz blanca y fría en el hombro.
—Frodo ha sido alcanzado por las armas del enemigo —dijo Trancos—, y hay algún veneno o mal que está actuando en él y que mi arte no alcanza a eliminar. ¡Pero no pierdas las esperanzas, Sam!
La noche era fría en lo alto de la loma. Encendieron un fuego pequeño bajo las raíces nudosas de un viejo pino que pendía sobre una cavidad poco profunda; parecía como si en un tiempo hubiera habido allí una cantera de piedra. Se sentaron apretándose unos contra otros. El viento helado soplaba en el paso y se oían los gemidos y suspiros de los árboles de la pendiente.
Frodo dormitaba acostado, imaginando que unas interminables alas negras barrían el aire sobre él y que en esas alas cabalgaban unos perseguidores que lo buscaban en todos los huecos de las colinas.
La mañana se levantó brillante y hermosa; el aire era puro y la luz pálida y limpia en un cielo lavado por la lluvia. Se sentían más animados ahora, pero esperaron con impaciencia a que el sol viniera a calentarles los miembros fríos y agarrotados. Tan pronto como hubo luz, Trancos se llevó a Merry consigo y fueron a examinar la región desde la altura que dominaba el este del paso. El sol estaba alto y brillaba cuando volvieron con mejores noticias. Iban ya casi en la dirección adecuada. Si descendían ahora por la otra pendiente tendrían las montañas a la izquierda. A alguna distancia, allá delante, Trancos había divisado de nuevo el Sonorona y sabía que aunque no se le veía desde allí, el Camino del Vado no estaba lejos del río y corría de este lado del agua.
—Tendremos que retomar el camino —dijo—. No podemos esperar que haya algún sendero entre estas colinas. Cualquiera que sea el peligro que nos aceche, el camino es nuestra única vía para llegar al vado.
Comieron y partieron en seguida otra vez. Bajaron lentamente por el lado sur de la estribación, pero el camino les pareció mucho más fácil, pues la ladera caía menos a pique de este lado y al cabo de un momento Frodo pudo montar de nuevo el poney. El pobre y viejo animal de Bill Helechal estaba desarrollando un talento inesperado para elegir el camino y evitar a su jinete todas las sacudidas posibles. El grupo recobró el ánimo y aun Frodo se sintió mejor a la luz de la mañana, aunque de cuando en cuando una niebla parecía oscurecerle la vista y se pasaba las manos por los ojos.
Pippin iba un poco adelante. De improviso se volvió y los llamó.
—¡Aquí hay un sendero! —gritó.
Cuando llegaron junto a él, vieron que no se había equivocado: allí comenzaba borrosamente un sendero tortuoso que subía desde los bosques y se perdía detrás en la cima de la montaña. En algunos sitios era casi invisible y estaba cubierto de malezas y obstruido por piedras y árboles caídos, pero parecía haber sido muy transitado en otro tiempo. Quienes habían abierto el sendero eran de brazos fuertes y pies pesados. Aquí y allá habían cortado o derribado viejos árboles, hendiendo las rocas mayores o apartándolas a un lado para que no interrumpieran el paso.
Siguieron la senda un tiempo, pues era el camino más fácil para bajar, pero se adelantaban con precaución y a medida que se internaban en los bosques oscuros y la senda se hacía ancha y llana, iban sintiéndose más y más intranquilos. De pronto, saliendo de un cinturón de alisos, vieron que el sendero trepaba por una ladera empinada y se volvía en ángulo recto hacia la izquierda contorneando una estribación rocosa. Luego corría por terreno llano, al pie de un acantilado sobre el que asomaban unos árboles. En la pared de piedra había una puerta entreabierta que colgaba torcidamente de una bisagra. Se detuvieron frente a la puerta. Detrás se abría una cueva o una cámara de roca, pero no se alcanzaba a ver nada en la oscuridad. Trancos, Sam y Merry empujaron con todas sus fuerzas y alcanzaron a abrir la puerta un poco más y luego Trancos y Merry entraron en la cueva. No fueron muy lejos, pues en el suelo se veían muchas viejas osamentas y no había otra cosa cerca de la entrada que grandes jarras vacías y ollas rotas.
—¡Una cueva de trolls, seguro, si es que la hubo alguna vez! —gritó Pippin—. Salid, vosotros dos y huyamos. Sabemos ahora quién hizo el sendero y será mejor que nos alejemos en seguida.
—No es necesario, me parece —dijo Trancos, saliendo—. Es ciertamente una cueva de trolls, pero parece abandonada hace mucho. No hay por qué asustarse, creo. Pero descendamos con cuidado y ya veremos qué se presenta.
La senda continuaba desde la puerta y doblando a la derecha cruzaba otra vez el terreno llano y se hundía en una ladera boscosa. Pippin, no queriendo mostrarle a Trancos que estaba todavía asustado, iba delante con Merry. Sam y Trancos marchaban detrás, uno a cada lado del poney, pues la senda era ahora bastante ancha como para que cuatro o cinco hobbits caminaran de frente codo con codo. Pero no habían ido muy lejos cuando Pippin volvió corriendo, seguido por Merry. Los dos parecían aterrorizados.
—¡Hay trolls! —jadeó Pippin—. En un claro del bosque un poco más abajo.
Alcanzamos a verlos mirando entre los troncos. ¡Son muy grandes!
—Vamos a echarles un vistazo —dijo Trancos, recogiendo un palo. Frodo no dijo nada, pero Sam tenía cara de espanto.
El sol estaba alto ahora, y relucía entre las ramas otoñales de los árboles, iluminando el claro con brillantes parches de luz. Se detuvieron al borde del claro y espiaron entre los troncos conteniendo el aliento. Allí estaban los trolls: tres trolls de considerables dimensiones. Uno de ellos estaba inclinado y los otros dos lo observaban.
Trancos se adelantó como al descuido.
—¡Levántate, vieja piedra! —dijo y rompió el palo en el lomo del troll inclinado.
No ocurrió nada. Un jadeo de asombro entre los hobbits y luego el mismo Frodo se echó a reír.
—¡Bueno! —dijo—. ¡Estamos olvidando la historia de la familia! Estos han de ser los tres que atrapó Gandalf, cuando discutían sobre la mejor manera de cocinar trece enanos y un hobbit.
—¡No tenía idea de que estuviésemos tan cerca del sitio! —dijo Pippin, que conocía bien la historia, pues Bilbo y Frodo se la habían contado a menudo; aunque en verdad él nunca la había creído sino a medias. Aun ahora miraba los trolls de piedra con aire de sospecha, preguntándose si alguna fórmula mágica no podría devolverlos de pronto a la vida.
—No sólo olvidáis la historia de la familia, sino también todo lo que sabemos de los trolls —dijo Trancos—. Es pleno día, brilla el sol y volvéis tratando de asustarme con el cuento de unos trolls vivos que nos esperan en el claro. De todos modos, hubieseis podido notar que uno de ellos tiene un viejo nido de pájaro detrás de la oreja. ¡Un adorno de veras insólito en un troll vivo!
Todos rieron. Frodo se sintió reanimado: el recuerdo de la primera aventura afortunada de Bilbo era alentador. El sol, también, calentaba y confortaba y la niebla que tenía ante los ojos parecía estar levantándose. Descansaron un tiempo en el claro y almorzaron a la sombra de las grandes piernas de los trolls.
—¿No cantaría alguien una canción, mientras el sol está todavía alto? —preguntó Merry, cuando terminaron de comer—. No hemos oído una canción o una historia desde hace días.
—Desde la Cima de los Vientos —dijo Frodo. Los otros lo miraron—. ¡No os preocupéis por mí! —continuó—. Me siento mucho mejor, pero no creo que pueda cantar. Quizá Sam recuerde algo.
—¡Vamos, Sam! —dijo Merry—. Hay muchas cosas que guardas en la cabeza y que no muestras nunca.
—No lo sé —dijo Sam—, ¿pero qué les parece esto? No es lo que yo llamaría poesía, si se me entiende, es sólo una colección de disparates. Me vino a la memoria mirando estas viejas estatuas.
Se incorporó y con las manos a la espalda, como si estuviese en la escuela, se puso a cantar una vieja canción.
El troll estaba sentado en un asiento de piedra, mordiendo y masticando un viejo hueso desnudo; había estado royéndolo durante años y años, pues un pedazo de carne era difícil de encontrar. Vivía solo en una caverna de las colinas y un pedazo de carne era difícil de encontrar. Llegó Tom calzado con grandes botas y le dijo al troll—.«¿Qué es eso, por favor?
pues se parece a la tibia de mi tío Tim, que tendría que estar en el cementerio. Hace ya muchos años que Tim se nos ha ido y aún tendría que estar en el cementerio.» «Compañero», dijo el troll, «es un hueso robado, ¿pero de qué sirve un hueso en un agujero? Tu tío estaba muerto como un lingote de plomo mucho antes que yo encontrara esta tibia. Puede darle una parte a un pobre viejo troll pues él no necesita esta tibia».
«No entiendo por qué las gentes como tú», dijo Tom, «han de servirse libremente la canilla o la tibia de mi tío,
¡Pásame entonces ese viejo hueso!. Aunque esté muerto, aún le pertenece; ¡Pásame entonces ese viejo hueso!».
«Un poco más», dijo el troll sonriendo,
«y a ti también te comeré y roeré las tibias.
¡Un bocado de carne fresca me caerá bien!
Te clavaré los dientes ahora mismo.
Estoy cansado de roer viejos huesos y cueros.
Tengo ganas de comerte ahora mismo». Pensando aún que se había asegurado la cena descubrió que no tenía nada en las manos, pues Tom por detrás se había deslizado lanzándole un puntapié como buena lección, «un puntapié en las asentaderas», pensó Tom, «será el modo de darle una buena lección». Más duros que la piedra son la carne y el hueso de un troll que está sentado a solas en la loma; tanto valdría patear la raíz de la montaña, pues las asentaderas de un troll son insensibles.
El viejo troll rió oyendo que Tom gruñía.
Y supo que el pie de Tom era sensible. Tom regresó a su casa arrastrando la pierna y el pie le quedó estropeado mucho tiempo, pero al Troll no le importa y está siempre allí con el hueso que le birló al propietario.
Las asentaderas del troll son siempre las mismas, ¡y también el hueso que le birló al propietario!
—¡Bueno, hay ahí una advertencia para todos nosotros! —rió Merry—. ¡Es una suerte que hayas usado un palo y no la mano, Trancos!
—¿Dónde aprendiste eso, Sam? —preguntó Pippin—. Nunca lo había oído antes.
Sam murmuró algo inaudible.
—Lo sacó de la cabeza, por supuesto —dijo Frodo—. Estoy aprendiendo mucho sobre Sam Gamyi en este viaje. Primero fue un conspirador y ahora es un juglar. Terminará por ser un mago… ¡o un guerrero!
—Espero que no —dijo Sam—. Ni lo uno ni lo otro.
A la tarde continuaron descendiendo por la espesura. Seguían quizás aquella misma senda que Gandalf, Bilbo y los enanos habían utilizado muchos años antes. Luego de unas pocas millas llegaron a la cima de una loma que dominaba el camino. Aquí la calzada había dejado atrás el angosto valle del río y ahora se abrazaba a las colinas, bajando y subiendo entre los bosques y las laderas cubiertas de maleza hacia el vado y las montañas. No lejos de la loma Trancos señaló una piedra que asomaba entre el pasto. Toscamente talladas y ahora muy erosionadas podían verse aún en la piedra unas runas de enanos y marcas secretas.
—¡Sí! —dijo Merry—. Esta ha de ser la piedra que señala dónde estaba escondido el oro de los enanos. ¿Cuánto queda de la parte de Bilbo, me pregunto, Frodo?
Frodo miró la piedra y deseó que Bilbo no hubiera traído de vuelta un tesoro más peligroso y más difícil de compartir.
Nada —dijo—. Bilbo lo regaló todo. Me dijo que no creía que le perteneciera, pues provenía de ladrones.
El camino se extendía bajo las sombras alargadas del atardecer, apacible y desierto. No había otra ruta posible, de modo que bajaron por la barranca y torciendo a la izquierda marcharon a paso vivo. Pronto la estribación de una loma interceptó la luz del sol que declinaba rápidamente.
Un viento frío venía hacia ellos desde las montañas que sobresalían allá adelante.
Empezaban a buscar un sitio fuera del camino donde pudieran acampar esa noche, cuando oyeron un sonido que los atemorizó de nuevo: unos cascos de caballo que resonaban detrás. Volvieron la cabeza, pero no alcanzaron a ver muy lejos a causa de las idas y venidas del camino. Dejaron de prisa la calzada y subieron internándose entre los profundos matorrales de brezos y arándanos que cubrían las laderas, hasta que al fin llegaron a un monte de castaños frondosos. Espiando entre las malezas podían ver el camino, débil y gris a la luz crepuscular allá abajo, a unos treinta pies. El sonido de los cascos se acercaba. Los caballos galopaban, con un leve tiquititac tiquititac. Luego, débilmente, como si la brisa se lo llevara, creyeron oír un repique apagado, como un tintineo de campanillas.
—¡Eso no suena como el caballo de un jinete Negro! —dijo Frodo, que escuchaba con atención.
Los otros hobbits convinieron en que así era, esperanzados, aunque con cierta desconfianza. Desde hacía tiempo marchaban temiendo que los persiguieran y todo sonido que viniera de atrás les parecía amenazador y hostil. Pero Trancos se inclinaba ahora hacia adelante, casi tocando el suelo, la mano en la oreja y una expresión de alegría en la cara.
La luz disminuía y las hojas de los arbustos susurraban levemente. Más claras y más próximas las campanillas tintineaban y tiquitac venía el sonido de un trote rápido. De pronto apareció allá abajo un caballo blanco, resplandeciente en las sombras, que se movía con rapidez. El freno y las bridas centelleaban y fulguraban a la luz del crepúsculo, como tachonados de piedras preciosas que parecían estrellas vivientes. El manto flotaba detrás y el caballero llevaba quitado el capuchón; los cabellos dorados volaban al viento. Frodo tuvo la impresión de que una luz blanca brillaba a través de la forma y las vestiduras del jinete, como a través de un velo tenue.
Trancos dejó de pronto el escondite y se precipitó hacia el camino, gritando y saltando entre los brezos, pero aun antes que se moviera o llamara, el jinete ya había tirado de las riendas y se había detenido levantando los ojos a los matorrales donde ellos estaban. Cuando vio a Trancos, saltó a tierra y corrió hacia él gritando: Ai na vedui Dúnadan! Maegovannen! La lengua y la voz clara y timbrada no dejaban ninguna duda: el jinete era de la raza de los elfos. Ningún otro de los que vivían en el ancho mundo tenía una voz tan hermosa. Pero había como una nota de prisa o temor en la llamada y los hobbits vieron que hablaba rápida y urgentemente con Trancos.
Pronto Trancos les hizo señas y los hobbits dejaron los matorrales y bajaron corriendo al camino.
—Este es Glorfindel, que habita en la casa de Elrond —dijo Trancos.
¡Hola y feliz encuentro al fin! —le dijo Glorfindel a Frodo—. Me enviaron de Rivendel en tu busca. Temíamos que corrieras peligro en el camino.
—¿Entonces Gandalf llegó a Rivendel? —gritó Frodo alegremente.
—No. No cuando yo partí, pero eso fue hace nueve días —respondió Glorfindel—. Llegaron algunas noticias, que perturbaron a Elrond. Gentes de mi pueblo, viajando por tus tierras más allá del Baranduin, oyeron decir que las cosas no andaban bien y enviaron mensajes tan pronto como pudieron. Decían que los Nueve habían salido y que tú te habías extraviado llevando una carga muy pesada y sin ningún auxilio, pues Gandalf no había vuelto. Hay pocos en Rivendel que puedan enfrentar abiertamente a los Nueve, pero a esos pocos Elrond los envió al norte, al oeste y al sur. Se decía que tú harías un rodeo para evitar que te persiguieran y que te perderías en las tierras desiertas.
»Me tocó a mí seguir el camino y llegué al Puente de Mitheithel y dejé una señal allí, hace siete días. Tres de los sirvientes de Sauron llegaron hasta el puente, pero se retiraron y los perseguí hacia el oeste. Tropecé con otros dos, que se volvieron alejándose hacia el sur. Desde entonces he estado buscando tus huellas. Las descubrí hace dos días y las seguí cruzando el puente y hoy advertí que habías bajado otra vez de las lomas. ¡Pero, vamos! No hay tiempo para más noticias. Ya que estás aquí, hemos de arriesgarnos a los peligros del camino y marchar adelante. Hay cinco detrás de nosotros y cuando descubran tus huellas en el camino, nos perseguirán veloces como el viento. Y ellos no son todos. Dónde están los otros cuatro, no lo sé. Temo descubrir que el vado ya está defendido contra nosotros.
Mientras Glorfindel hablaba, las sombras de la noche se hicieron más densas. Frodo sintió que el cansancio lo dominaba. Desde que el sol había empezado a bajar, la niebla que tenía ante los ojos se le había oscurecido y sentía que una sombra estaba interponiéndose entre él y las caras de los otros. Ahora tenía un ataque de dolor y mucho frío. Se tambaleó y se apoyó en el brazo de Sam.
—Mi amo está enfermo y herido —dijo Sam airadamente—. No podría viajar durante la noche. Necesita descanso.
Glorfindel alcanzó a Frodo en el momento en que el hobbit caía al suelo y tomándolo gentilmente en brazos le miró la cara con grave ansiedad.
Trancos le habló entonces brevemente del ataque al campamento en la Cima de los Vientos y del cuchillo mortal. Sacó la empuñadura, que había conservado, y se la pasó al elfo. Glorfindel se estremeció al tocarla, pero la miró con atención.
—Hay cosas malas escritas en esta empuñadura —dijo— aunque quizá tus ojos no puedan verlas. ¡Guárdala, Aragorn, hasta que lleguemos a la Casa de Elrond! Pero ten cuidado y tócala lo menos posible. Ay, las heridas causadas por este arma están más allá de mis poderes de curación. Haré lo que pueda, pero ahora más que nunca os recomiendo que continuéis sin tomar descanso.
Buscó con los dedos la herida en el hombro de Frodo y la cara se le hizo más grave, como si lo que estaba descubriendo lo inquietara todavía más. Pero Frodo sintió que el frío del costado y el brazo le disminuía; un leve calor le bajó del hombro hasta la mano y el dolor se hizo más soportable. La oscuridad del crepúsculo le pareció más leve alrededor, como si hubieran apartado una nube. Veía ahora las caras de los amigos más claramente y sintió que recobraba de algún modo la esperanza y la fuerza.
Montarás en mi caballo —le dijo Glorfindel—. Recogeré los estribos hasta los bordes de la silla y tendrás que sentarte lo más firmemente que puedas. Pero no te preocupes; mi caballo no dejará caer a ningún jinete que yo le encomiende. Tiene el paso leve y fácil y si el peligro apremia, te llevará con una rapidez que ni siquiera las bestias negras del enemigo pueden imitar.
—¡No, no será así! —dijo Frodo—. No lo montaré, si va a llevarme a Rivendel o alguna otra parte dejando atrás a mis amigos en peligro.
Glorfindel sonrió.
—Dudo mucho —dijo— que tus amigos corran peligro si tú no estás con ellos. Los perseguidores te seguirían a ti y nos dejarían a nosotros en paz, me parece. Eres tú, Frodo, y lo que tú llevas lo que nos pone a todos en peligro.
Frodo no encontró respuesta y tuvo que montar el caballo blanco de Glorfindel. El poney en cambio fue cargado con una gran parte de los fardos de los otros, de modo que ahora pudieron marchar más aliviados y durante un tiempo con notable rapidez; pero los hobbits pronto descubrieron que les era difícil seguir el paso rápido e infatigable del elfo. Allá iba, adelante, adentrándose en la boca de la oscuridad y todavía más adelante hacia la noche profunda y nublada. No había luna ni estrellas. Hasta que asomó el gris del alba no les permitió que se detuviesen. Pippin, Merry y Sam estaban ya por ese entonces casi dormidos, sosteniéndose apenas sobre unas piernas entumecidas y hasta el mismo Trancos encorvaba la espalda como si se sintiera fatigado. Frodo, a caballo, iba envuelto en un sueño oscuro.
Se echaron al suelo entre las malezas a unos pocos metros del camino y cayeron dormidos en seguida. Les pareció que habían cerrado apenas los ojos cuando Glorfindel, que se había quedado vigilando mientras los otros dormían, los despertó de nuevo. La mañana estaba ya bastante avanzada y las nubes y nieblas de la noche habían desaparecido.
—¡Bebed esto! —les dijo Glorfindel, sirviéndoles uno a uno un poco del licor que llevaba en la bota de cuero adornada de plata. La bebida era clara como agua de manantial y no tenía sabor y no era ni fresca ni tibia en la boca, pero les pareció mientras bebían que recobraban la fuerza y el vigor. Luego unos pocos bocados de pan rancio y de fruta seca (pues ya no les quedaba ninguna otra cosa) les calmaron el hambre mejor que muchos buenos desayunos de la Comarca.
Habían descansado bastante menos de cinco horas cuando retornaron el camino. Glorfindel insistía en la necesidad de no detenerse y sólo les permitió dos breves descansos en toda la jornada. Cubrieron así más de veinte millas antes de la caída de la noche y llegaron al punto en que el camino doblaba a la derecha y descendía abruptamente al fondo del valle, acercándose una vez más al río. Hasta ahora no había habido ninguna señal o sonido de persecución que los hobbits pudieran ver u oír. Pero a menudo, si los otros habían quedado atrás, Glorfindel se detenía y escuchaba y una nube de preocupación le ensombrecía el rostro. Una vez o dos le habló a Trancos en lengua élfica.
Pero por inquietos que se sintieran los guías, era evidente que los hobbits no podrían ir más lejos esa noche. Caminaban tambaleándose, como borrachos de cansancio, e incapaces de pensar en otra cosa que en los pies y las piernas. El sufrimiento de Frodo se había duplicado y las cosas de alrededor se le desvanecían durante el día en sombras de un gris
espectral. Le alegraba casi la llegada de la noche, pues el mundo parecía entonces menos pálido y vacío.
Los hobbits se sentían todavía extenuados, cuando de nuevo partieron temprano a la mañana siguiente. Había que recorrer aún muchas millas para llegar al vado y marcharon de prisa, trastabillando.
—El peligro aumentará justo poco antes de llegar al río —dijo Glorfindel—, pues el corazón me dice que los perseguidores vienen ahora a toda prisa detrás de nosotros y otro peligro puede estar esperándonos cerca del vado.
El camino corría aún regularmente ladera abajo y ahora a veces había mucha hierba a los lados y los hobbits caminaban por allí cuando podían, para aliviarse los pies. A la caída de la tarde llegaron a un lugar donde el camino se metía de pronto entre las sombras oscuras de unos pinos, precipitándose luego en un desfiladero de paredes de piedra roja, escarpadas y húmedas. Unos ecos resonaron mientras se adelantaban de prisa y pareció oírse el sonido de muchos pasos, que venían detrás. De pronto, el camino desembocó otra vez en terreno despejado, saliendo del túnel como por una puerta de luz. Allí, al pie de una ladera muy inclinada, se extendía una llanura de una milla de largo, y luego el Vado de Rivendel. En el otro lado había una loma escarpada, de color ocre, recorrida por un sinuoso sendero y más allá se superponían unas montañas altas, estribación sobre estribación y cima sobre cima, en el cielo pálido.
Más atrás se oía todavía un eco, como si unos pasos vinieran siguiéndolos por el desfiladero; un sonido impetuoso, como si un viento soplara derramándose entre las ramas de los pinos. Glorfindel se volvió un momento a escuchar y en seguida dio un salto, gritando:
—¡Huid! ¡Huid! ¡El enemigo está sobre nosotros!
El caballo blanco se precipitó hacia adelante. Los hobbits bajaron corriendo por la pendiente. Glorfindel y Trancos los siguieron como retaguardia. No habían cruzado aún la mitad del llano, cuando se oyó un galope de caballos. Saliendo del túnel de árboles que acababan de dejar apareció un Jinete Negro. Tiró de las riendas y se detuvo, balanceándose en la silla. Otro lo siguió y luego otro y en seguida otros dos.
—¡Corre! ¡Corre! —le gritó Glorfindel a Frodo.
Frodo no obedeció inmediatamente, como dominado por una extraña indecisión. Llevando el caballo al paso, se volvió para mirar atrás. Los Jinetes parecían alzarse sobre las grandes sillas como estatuas amenazadoras en lo alto de un cerro negro y macizo, mientras que todos los bosques y tierras de alrededor se desvanecían como en una niebla. De pronto el corazón le dijo a Frodo que los jinetes estaban ordenándole en silencio que esperara. En seguida y a la vez, el miedo y el odio despertaron en él. Soltó las riendas y echando mano a la empuñadura de la espada, la desenvainó con un relámpago rojo.
—¡Corre! ¡Corre! —gritó Glorfindel y en seguida llamó al caballo con voz alta y clara en la lengua de los Elfos: noro lim, noro lim, Asfaloth!
Inmediatamente, el caballo blanco se precipitó hacia adelante y corrió como el viento por la última vuelta del camino. Al mismo tiempo los caballos negros se lanzaron colina abajo persiguiéndolo y se oyó el grito terrible de los Jinetes, semejante a aquel que Frodo había oído alguna vez en la lejana Cuaderna del Este, como un horror que venía de los bosques.
Otros gritos respondieron y ante la desesperación de Frodo y sus amigos, cuatro Jinetes más asomaron rápidamente entre los árboles y rocas que se veían a la izquierda a lo lejos. Dos fueron hacia Frodo; dos galoparon como enloquecidos hacia el vado, para cerrarle el paso. Le parecía a Frodo que corrían como el viento y que cambiaban rápidamente haciéndose más grandes y oscuros a medida que los distintos cursos convergían hacia él.
Frodo miró un instante por encima del hombro. Ya no veía a sus amigos. Los Jinetes que venían detrás perdían terreno. Ni siquiera aquellas grandes cabalgaduras podían rivalizar en velocidad con el caballo élfico de Glorfindel. Miró otra vez adelante y perdió toda esperanza. No parecía tener ninguna posibilidad de llegar al vado antes que los jinetes emboscados le salieran al encuentro. Podía verlos claramente ahora; se habían quitado las capuchas y los mantos negros y estaban vestidos de blanco y gris. Las manos pálidas esgrimían espadas desnudas y llevaban yelmos en las cabezas. Los ojos fríos relampagueaban y unas voces terribles increpaban a Frodo.
El miedo dominaba ahora enteramente a Frodo. No pensó más en su espada. No lanzó ningún grito. Cerró los ojos y se aferró a las crines del caballo. El viento le silbaba en los oídos y las campanillas del arnés se sacudían en un agudo repiqueteo. Un aliento helado lo traspasó como una espada, cuando en un último esfuerzo, como un relámpago de fuego blanco, volando como si tuviera alas, el caballo élfico pasó de largo ante la cara del jinete más adelantado.
Frodo oyó el chapoteo del agua, que batía espumosa alrededor. Sintió cómo el caballo empujaba subiendo rápidamente, dejando el río y escalando el sendero pedregoso. Trepaba ahora por la orilla escarpada. Había cruzado el vado.
Pero los perseguidores venían cerca. En lo alto de la barranca, el caballo se detuvo y dio media vuelta relinchando furiosamente. Había nueve Jinetes allí abajo, junto al agua, y Frodo se sintió desfallecer ante la amenaza de aquellas caras levantadas. No sabía de nada que pudiera impedirles cruzar también el vado y entendió que era inútil tratar de escapar por el largo e incierto camino que llevaba a los lindes de Rivendel, una vez que los Jinetes hubiesen vadeado el agua. De todos modos sintió que le habían ordenado perentoriamente que se detuviera. La cólera lo dominó otra vez, pero ya no tenía fuerzas para resistirse.
De pronto el jinete que iba delante espoleó el caballo, que llegó al agua y se encabritó retrocediendo. Haciendo un gran esfuerzo Frodo se irguió en la silla y esgrimió la espada.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Volved a la Tierra de Mordor y no me sigáis! —llamó con una voz que a él mismo le pareció débil y chillona.
Frodo no tenía los poderes de Bombadil. Los Jinetes se detuvieron, pero le replicaron con una risa dura y escalofriante.
—¡Vuelve! ¡Vuelve! —gritaron—. ¡A Mordor te llevaremos!
—¡Atrás! —murmuró Frodo.
—¡El Anillo! ¡El Anillo! —gritaron los Jinetes con voces implacables, e inmediatamente el cabecilla forzó al caballo a entrar en el agua, seguido de cerca por otros dos Jinetes.
—¡Por Elbereth y Lúthien la Bella —dijo Frodo con un último esfuerzo y esgrimiendo la espada—, no tendréis el Anillo ni me tendréis a mí!
Entonces el cabecilla que estaba ya en medio del vado se enderezó amenazante sobre los estribos y alzó la mano. Frodo sintió que había perdido la voz. Tenía la lengua pegada al paladar y el corazón le golpeaba con furia. La espada se le quebró y se le desprendió de la mano temblorosa. El caballo élfico se encabritó resoplando. El primero de los caballos negros ya estaba pisando la orilla.
En ese momento se oyó un rugido y un estruendo: un ruido de aguas turbulentas que venía arrastrando piedras. Frodo vio confusamente que el río se elevaba y que una caballería de olas empenachadas se acercaba aguas abajo. Unas llamas blancas parecían moverse en las cimas de las crestas y hasta creyó ver en el agua unos Jinetes blancos que cabalgaban caballos blancos con crines de espuma. Los tres Jinetes que estaban todavía en medio del vado desaparecieron de pronto bajo las aguas espumosas. Los que venían detrás retrocedieron espantados.
Exhausto, Frodo oyó gritos y creyó ver, más allá de los Jinetes que titubeaban en la orilla, una figura brillante de luz blanca y atrás unas pequeñas formas sombrías que corrían llevando fuegos, y las llamas rojizas refulgían en la niebla gris que estaba cubriendo el mundo.
Los caballos negros enloquecieron y dominados por el terror saltaron hacia adelante arrojando a los Jinetes a las aguas impetuosas. Los gritos penetrantes se perdieron en el rugido del río, que arrastró a los Jinetes. Frodo sintió entonces que caía y le pareció que el estruendo y la confusión crecían y lo envolvían llevándoselo junto con sus enemigos. No oyó ni vio nada más.