El señor de los anillos - 7. La Comunidad del Anillo 1 - 2 La sombra del pasado
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La charla no decreció ni en nueve ni en noventa y nueve días. La segunda desaparición del señor Bilbo Bolsón se discutió en Hobbiton y en verdad en toda la Comarca durante un año y un día y se recordó todavía mucho más. Llegó a ser uno de esos cuentos que cuentan los abuelos para los niños hobbits. Y al fin, el loco Bolsón, que tenía la costumbre de desaparecer con una detonación y un relámpago para reaparecer con una detonación y un relámpago para reaparecer con sacos repletos de oro y alhajas, se convirtió en un personaje legendario que continuó viviendo cuando ya los hechos verdaderos se habían olvidado del todo.
Pero entretanto, la opinión general en la vecindad era que Bilbo (conocido ya como un poco chiflado) se había vuelto al fin completamente loco, y había escapado al mundo desconocido. Allí, sin duda habría caído en un estanque o en un río, encontrando un fin trágico, aunque nada prematuro. La culpa recayó casi toda sobre Gandalf.
«Si por lo menos ese maldito mago lo dejara tranquilo, quizás el joven Frodo se enderezara, llegando a tener un poco de buen sentido hobbit», decían. Y aparentemente el mago lo dejó tranquilo y el joven Frodo se enderezó, pero el desarrollo del sentido hobbit no era demasiado visible. En efecto, pronto se ganó fama de extravagante, como Bilbo. Rehusó guardar duelo y al año siguiente dio una fiesta en honor del centésimo decimosegundo cumpleaños de Bilbo, que llamó la fiesta de ciento doce libras de peso. Estuvieron lejos de ese número; sólo veinte invitados y varios banquetes, en los que llovió bebida y nevó comida, como dicen los hobbits.
Algunos se escandalizaron bastante, pero Frodo siguió celebrando el cumpleaños de Bilbo, año tras año, hasta que al fin todos se acostumbraron. Frodo decía que no creía que Bilbo hubiera muerto. Cuando le preguntaban: «¿Dónde está entonces?», se encogía de hombros.
Vivía solo, como había vivido Bilbo; pero tenía muchos buenos amigos, especialmente entre los hobbits más jóvenes (casi todos descendientes del viejo Tuk), que de niños habían simpatizado con Bilbo, dentro y fuera de Bolsón Cerrado. Entre ellos estaban Folco Boffin y Fredegar Bolger, pero sus amigos íntimos eran Peregrin Tuk (llamado comúnmente Pippin) y Merry Brandigamo, cuyo nombre verdadero, muy poco recordado, era Meriadoc. Frodo correteaba con ellos por la Comarca, pero más a menudo vagabundeaba solo, asombrando a la gente razonable, pues lo vieron muchas veces lejos de la casa, caminando por las lomas y los bosques, a la luz de las estrellas. Merry y Pippin sospechaban que visitaba de vez en cuando a los Elfos, continuando la costumbre de Bilbo.
A medida que el tiempo pasaba, la gente comenzó a notar que también Frodo se «conservaba» bien. Exteriormente tenía la apariencia de un hobbit robusto y enérgico que apenas había sobrepasado la «veintena». «Algunos tienen suerte en todo», decían; pero cuando Frodo se acercó a los cincuenta años, edad comúnmente más sobria, la cosa empezó a parecerles rara.
El mismo Frodo, pasada la primera conmoción, encontró bastante agradable ser su propio amo y el señor Bolsón de Bolsón Cerrado. Durante algunos años fue feliz y no se preocupó mucho por el futuro. Pero el remordimiento no del todo consciente de no haber seguido a Bilbo, continuaba creciendo en él. Se descubrió a veces, especialmente en el otoño, pensando en tierras salvajes, y unas montañas extrañas que nunca había visto se le aparecieron en sueños.
«Quizás algún día cruzaré el río», comenzó a decirse; a lo que la otra mitad de la mente le respondía siempre: «Todavía no.»
Así continuó hasta que pasó los cuarenta y se acercó a su quincuagésimo cumpleaños. Cincuenta era un número algo significativo (o temible); en todo caso, a esa edad le había ocurrido a Bilbo aquella aventura. Frodo comenzó a sentirse intranquilo y los viejos caminos le parecían ahora demasiado trillados. Estudiaba los mapas y pensaba en lo que habría más allá; los mapas hechos en la Comarca mostraban en su mayoría espacios blancos fuera de las fronteras. Frodo se acostumbró a vagabundear por campos lejanos, casi siempre solo, por lo que Merry y otros amigos lo observaban con inquietud. A menudo se le veía paseando y hablando con extraños caminantes que en ese tiempo comenzaban a aparecer en la Comarca.
Había rumores de cosas extrañas que ocurrían en el mundo exterior y como Gandalf no había aparecido, ni había enviado ningún mensaje desde hacía años, Frodo andaba siempre en busca de noticias. Los Elfos, a quienes se veía muy raramente en la Comarca, cruzaban los bosques hacia el oeste, al atardecer; pasaban y no volvían; abandonaban la Tierra Media y ya no les interesaban aquellos problemas. Había, en cambio, un número insólito de enanos. El antiguo camino Este-Oeste atravesaba la Comarca hasta los Puertos Grises, y los enanos habían tomado siempre esa ruta para llegar a las minas de las Montañas Azules. Eran la principal fuente de noticias de los hobbits acerca de las regiones distantes, si querían tener alguna noticia; por lo general los viajeros decían poco y los hobbits no preguntaban mucho. Pero ahora Frodo se encontraba a menudo con enanos de distintas clases, que venían de las tierras del sur. Estaban preocupados, y algunos hablaban en voz baja del Enemigo y de la Tierra de Mordor.
Los hobbits sólo conocían ese nombre por leyendas del oscuro pasado, como una sombra recordada apenas, aunque ominosa e inquietante. Parecía que el poder maléfico había desaparecido del Bosque Negro gracias a la intervención del Concilio, pero sólo para reaparecer con poder todavía mayor en las viejas fortificaciones de Mordor. Se decía que la Torre Oscura había sido reedificada. Desde allí se extendía el poder, a lo largo y a lo ancho y en el lejano este y en el sur había guerras y crecía el temor. Los orcos se multiplicaban de nuevo en las montañas. Los trolls estaban en todas partes; ya no eran tontos, sino astutos y traían armas terribles. Y también se hablaba de criaturas todavía más espantosas, pero que no tenían nombre.
Poco de esto llegó a oídos de los hobbits comunes, como es natural, pero hasta los más sordos y los más sedentarios comenzaron a oír cuentos extraños y aquellos cuyas ocupaciones los llevaban a las fronteras del país veían cosas curiosas. Las conversaciones en El Dragón Verde, en Delagua, una tarde de primavera, en el quincuagésimo año de Frodo, demostraron que esos rumores habían llegado al corazón mismo de la Comarca, aunque la mayoría de los hobbits se los tomaran a risa.
Sam Gamyi estaba sentado en un rincón, cerca del fuego, de frente a Ted Arenas, el hijo del molinero, y varios rústicos jóvenes escuchaban la conversación.
—Se oyen cosas extrañas en estos días —dijo Sam.
—Ah —dijo Ted—, las oyes, si escuchas. Pero para escuchar cuentos de vieja y leyendas infantiles, me quedo en mi casa.
—Sin duda —replicó Sam—, y te diré que en algunos de esos cuentos hay más verdad de lo que crees. De cualquier modo, ¿quién inventó las historias? Toma el caso de los dragones.
—No, gracias —dijo Ted—. No lo haré. Oí hablar en otro tiempo cuando era más joven, pero no hay razón para creer en dragones ahora. Hay un solo dragón en Delagua y es El Dragón Verde —concluyó, y todos se rieron.
—Bien —dijo Sam riéndose con los demás—. ¿Pero qué me cuentas de esos hombresárboles, esos gigantes, como quizá los llames? Dicen que vieron a uno mayor que un árbol más allá de los páramos del norte no hace mucho tiempo.
—¿Quiénes lo vieron?
—Mi primo Hal, por ejemplo. Trabajaba para el señor Boffin en Sobremonte y subió a la Cuaderna del Norte a cazar. Él vio uno.
—Dice que lo vio, quizá. Tu Hal siempre dice que ve cosas y quizá vea lo que no hay.
—Pero éste era del tamaño de un olmo y caminaba dando zancadas de siete yardas como si fuese una pulgada.
—Entonces te apuesto a que no era una pulgada. Lo que vio era un olmo, lo más probable.
—Pero éste caminaba y no hay olmos en los páramos del norte.
—Entonces no vio ninguno —dijo Ted.
Se oyeron risas y aplausos; la audiencia parecía pensar que Ted se había apuntado un tanto.
—De cualquier modo —replicó Sam—, no puedes negar que otros además de Hal han visto a gentes extrañas cruzando la Comarca. Cruzando, sí, no lo olvides; hay muchos que fueron detenidos en la frontera. Los fronteros no estuvieron nunca tan activos.
—He oído decir que los elfos se mudan al oeste. Dicen que van hacía los puertos, más allá de Torres Blancas.
Sam hizo un vago ademán con el brazo; ni él ni ningún otro sabía a qué distancia se encontraba el mar, más allá de los límites occidentales de la Comarca, pasando las viejas torres, pero una antigua tradición decía que en esa dirección, muy lejos, estaban los Puertos Grises, donde a veces los barcos de los elfos se hacían a la mar, para no volver.
—Navegan, navegan, navegan por el Mar; se van al oeste y nos abandonan dijo Sam, canturreando las palabras, sacudiendo la cabeza triste y solemnemente.
Pero Ted rió.
—Bueno, eso no es nuevo, si crees en las viejas fábulas. No veo qué pueda importarnos. ¡Déjalos que naveguen! Pero te aseguro que tú nunca los viste navegar, ni ningún otro de la Comarca.
—Bueno, no sé —dijo Sam pensativo. Creía haber visto una vez un elfo en los bosques y todavía esperaba que algún día vería más. De todas las leyendas que había oído en sus primeros años, algunos fragmentos de cuentos y relatos recordados a medias que contaban los hobbits sobre los Elfos siempre lo habían impresionado profundamente—. Hay algunos, aun en aquellos lugares, que conocen a la Hermosa Gente, de quienes obtienen noticias —dijo—. Además, ahí está el señor Bolsón, para quien yo trabajo. Me contó que los Elfos salían a navegar y él algo sabe sobre Elfos y el viejo señor Bilbo sabía más aún; son muchas las charlas que tuve con él cuando era chico.
—Oh, los dos están chiflados —dijo Ted—. Al menos el viejo Bilbo estaba chiflado y Frodo va en camino de estarlo. Si ésa es la fuente de tus noticias, no llegarás muy lejos. Bien, amigos, me voy a casa. ¡A vuestra salud! —Apuró el vaso y se fue ruidosamente.
Sam se quedó sentado y no dijo nada más. Tenía tantas cosas en que pensar. Por una parte, había muchísimo que hacer en el jardín de Bolsón Cerrado; al día siguiente tendría una jornada de mucho trabajo, si el tiempo mejoraba. La hierba crecía rápidamente. Pero no era el cuidado del jardín lo que preocupaba a Sam. Al cabo de un rato suspiró, se levantó y se fue.
Era a comienzos de abril y el cielo aclaraba ahora, luego de un copioso chaparrón. El sol se había puesto y la tarde fría y pálida desaparecía fundiéndose en la noche. Sam regresó bajo las primeras estrellas; cruzó Hobbiton y fue colina arriba, silbando suave y pensativamente.
Gandalf reapareció justamente entonces, al cabo de una larga ausencia. Había estado fuera tres años, luego del banquete; después visitó brevemente a Frodo y partió una vez más. Durante uno o dos años había vuelto bastante a menudo; llegaba inesperadamente de noche y partía sin aviso antes del alba. No hablaba de sus viajes y ocupaciones y le interesaban sobre todo los pequeños acontecimientos relacionados con la salud y las actividades de Frodo.
De pronto las visitas se interrumpieron y hacía ya casi nueve años que Frodo no veía ni oía a Gandalf. Comenzaba a pensar que el mago no volvería y que habría perdido todo interés por los hobbits. Pero aquella tarde, mientras Sam regresaba caminando y la luz del crepúsculo se apagaba poco a poco, Frodo oyó en la ventana del estudio un golpe familiar.
Sorprendido y encantado, dio la bienvenida al viejo amigo. Se observaron un instante.
—¿Todo bien, no? —preguntó Gandalf—. ¡Estás siempre igual, Frodo!
—Lo mismo que tú —replicó Frodo, aunque le parecía que Gandalf estaba más viejo y agobiado.
Le pidió noticias de él mismo y el ancho mundo y pronto estuvieron metidos en una conversación que se prolongó hasta altas horas de la noche.
A la mañana siguiente, luego de un desayuno tardío, el mago se sentó junto a la ventana abierta del estudio. Un fuego brillante ardía en el hogar, aunque el sol era cálido y el viento soplaba del sur. Todo parecía fresco: el verde nuevo de la primavera asomaba en los campos y en las yemas de los árboles.
Gandalf recordaba otra primavera, unos ochenta años atrás, cuando Bilbo había partido de Bolsón Cerrado sin llevarse ni siquiera un pañuelo. El mago tenía el cabello más blanco ahora y la barba y las cejas quizá más largas y la cara más marcada por las preocupaciones y la experiencia, pero los ojos le brillaban como siempre y fumaba haciendo anillos de humo con el vigor y el placer de antaño.
Fumaba ahora en silencio y Frodo estaba allí sentado y muy quieto, ensimismado. Aun a la luz de la mañana sentía la sombra oscura de las noticias que Gandalf había traído. Al fin quebró el silencio.
—Gandalf, anoche empezaste a contarme cosas extrañas sobre mi Anillo —dijo—, y en seguida callaste diciendo que tales asuntos era mejor ventilarlos a la luz del día. ¿No piensas que sería mejor terminar la conversación ahora? Me has dicho que el Anillo es peligroso; mucho más peligroso de lo que creo. ¿En qué sentido?
—En muchos sentidos —respondió el mago—. Es mucho más poderoso de lo que me atreví a pensar en un comienzo, tan poderoso que al fin puede llegar a dominar a cualquier mortal que lo posea. El Anillo lo poseería a él.
»En tiempos remotos fueron fabricados en Eregion muchos anillos de elfos, anillos mágicos como vosotros los llamáis; eran, por supuesto, de varias clases, algunos más poderosos y otros menos. Los menos poderosos fueron sólo ensayos, anteriores al perfeccionamiento de este arte: bagatelas para los herreros de los elfos, aunque a mi entender peligrosos para los mortales. Pero los realmente peligrosos eran los Grandes Anillos, los Anillos de Poder.
»Un mortal que conserve uno de los Grandes Anillos no muere, pero no crece ni adquiere más vida. Simplemente continúa hasta que al fin cada minuto es un agobio. Y si lo emplea a menudo para volverse invisible, se desvanecerá, se transformará al fin en un ser perpetuamente invisible que se paseará en el crepúsculo bajo la mirada del Poder Oscuro, que rige los Anillos. Sí, tarde o temprano (tarde, si es fuerte y honesto, pero ni la fortaleza ni los buenos propósitos duran siempre), tarde o temprano el Poder Oscuro lo devorará.
—¡Qué aterrador! —dijo Frodo.
Hubo otro largo silencio. Sam Gamyi cortaba el césped en el jardín y el sonido subía hasta el estudio.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó Frodo por último—. ¿Cuánto sabía Bilbo?
—Bilbo no sabía más de lo que te dijo; estoy seguro —respondió Gandalf—. Ciertamente, nunca te habría dejado algo si hubiera pensado que podía hacerte daño, aunque yo le prometiera cuidarte. Pensaba que el Anillo era muy hermoso y útil en caso de necesidad, y que si había allí algo raro o que andaba mal era él mismo. Dijo que el Anillo le ocupaba cada vez más la mente, cosa que lo inquietaba; pero no sospechaba que el Anillo fuera el único culpable, aunque había descubierto que necesitaba que lo vigilaran, pues no siempre parecía tener el mismo tamaño y el mismo peso; se encogía o crecía de manera curiosa y de pronto podía deslizarse fuera del dedo.
—Sí, me lo recomendó en su última carta —dijo Frodo—; por eso no lo saco de la cadena.
—Muy prudente —dijo Gandalf—. Pero en cuanto a su larga vida, Bilbo nunca la relacionó con el Anillo; se atribuyó todo el mérito y estaba muy orgulloso, aunque cada vez más inquieto y molesto. Delgado y estirado, decía. Señal de que el Anillo lo estaba dominando.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? preguntó Frodo de nuevo.
—¿Saber? He sabido muchas cosas que sólo saben los sabios, Frodo. Pero si te refieres a lo que sé de este Anillo en particular, bueno, todavía no sé, podría decir. Me falta una última prueba. Pero ya no pongo en duda mis sospechas.
»¿Cuándo empecé a sospechar? —musitó Gandalf, recordando—. Espera… fue el año en que el Concilio Blanco expulsó al Poder Oscuro del Bosque Negro, poco antes de la batalla de los Cinco Ejércitos, cuando Bilbo encontró el Anillo. El corazón se me ensombreció entonces, aunque sin saber todavía cuáles eran mis verdaderos temores. Me preguntaba a menudo cómo Gollum había obtenido un Gran Anillo, de un modo tan simple… Esto fue claro desde el principio. Después oí la extraña historia de Bilbo acerca de cómo lo había «ganado», y no pude creerlo. Cuando al fin le saqué la verdad, entendí en seguida que había estado defendiendo sus derechos al Anillo. Algo parecido a la explicación de Gollum: «un regalo de cumpleaños». Las mentiras eran demasiado semejantes, a mi juicio, y al fin entendí: el Anillo tenía un poder nocivo que actuaba inmediatamente sobre su dueño. Fue para mí el primer aviso de que las cosas no andaban bien. A menudo le dije a Bilbo que era mejor no usar esos Anillos. Pero se ofendió y no tardó en enojarse. No había muchas otras cosas que yo pudiera hacer. Era imposible quitárselo sin causarle un daño mayor y yo tampoco tenía derecho a hacerlo, de todos modos. Sólo me restaba esperar y observar. Quizá debía haber consultado a Saruman el Blanco, pero algo me detenía siempre.
—¿Quién es? —preguntó Frodo—. Nunca lo oí nombrar.
—Quizá no —respondió Gandalf—. Nunca tuvo ninguna relación con los hobbits. Aunque es un grande entre los Sabios, el jefe de mi orden, el principal del Concilio. Tiene profundos conocimientos y un orgullo que ha crecido a la par y se toma a mal cualquier intrusión. Ha estudiado mucho la ciencia de los Anillos de los elfos y ha buscado largo tiempo los secretos perdidos de la fabricación de los Anillos; pero cuando se debatió el asunto en el Concilio lo que accedió a revelarnos casi borró del todo mis temores. Mis dudas se echaron a dormir, pero con un sueño intranquilo. Continué observando y esperando.
»Todo parecía desarrollarse normalmente con Bilbo; los años pasaron; sí, pasaron y parecía que no lo tocaban. Bilbo no mostraba signos de vejez; la sombra cayó sobre mí nuevamente, pero me dije: «Al fin y al cabo desciende por línea materna de una familia de longevos; hay tiempo aún. ¡Espera!»
»Y esperé hasta la noche en que Bilbo dejó esta casa. Bilbo dijo e hizo cosas entonces que me llenaron de un temor que ni las palabras de Saruman hubiesen podido calmar. Supe así que algo oscuro y mortal estaba operando y me he pasado la mayoría de estos años tratando de descubrir la verdad.
—No hubo ningún daño permanente, espero —inquirió Frodo con ansiedad—. Se pondrá bien con el tiempo, ¿no es así? Quiero decir, podrá descansar en paz, ¿no es cierto?
—Se sintió mejor inmediatamente —contestó Gandalf—. Pero hay un Poder en este mundo que lo sabe todo acerca de los Anillos y sus efectos y no hay poder conocido que lo sepa todo respecto de los hobbits. Entre los Sabios soy el único que estudia la ciencia hobbit: una oscura rama del conocimiento, pero colmada de raras sorpresas. Hay hobbits blandos como manteca, y otros resistentes como viejas raíces de árbol. Creo sinceramente que algunos podrían resistir a los Anillos mucho más de lo que la mayoría de los Sabios supone. No te preocupes por Bilbo.
»Por supuesto, tuvo el Anillo muchos años y lo usó; la influencia tardará entonces algún tiempo en desaparecer, antes que pueda verlo de nuevo sin que le haga daño, por ejemplo. Hubiera podido seguir viviendo así largos años y muy feliz; la influencia se detuvo cuando se libró del Anillo; y él mismo decidió dejarlo, no lo olvides. No, ya no me inquieto por el querido Bilbo, que resolvió terminar con el Anillo. Eres tú quien me hace sentir responsable. Desde la partida de Bilbo me he interesado profundamente en ti y en todos estos encantadores, absurdos y desvalidos hobbits. Si el Poder Oscuro se apoderase de la Comarca, sería un doloroso golpe para el mundo; si vuestros amables, alegres, estúpidos Bolger, Corneta, Boffin, Ciñatiesa y los demás, sin mencionar a los ridículos Bolsón, fuesen esclavizados…
—¿Pero por qué nos esclavizaría? —preguntó Frodo estremeciéndose—. ¿Y para qué querría esos esclavos?
—Te diré la verdad —replicó Gandalf—; creo que hasta ahora, «hasta ahora», grábalo en tu mente, el Poder Oscuro ha pasado por alto la existencia de los hobbits. Tendríais que estar agradecidos, pero vuestra seguridad es ya cosa del pasado. El Poder no os necesita: tiene sirvientes mucho más útiles, pero ya no olvidará a los hobbits. Le agradaría más verlos como esclavos miserables, que felices y libres. ¡En todo esto hay maldad y venganza!
—¡Venganza! ¿Venganza de qué? Todavía no entiendo qué tiene que ver todo esto con Bilbo, conmigo y con nuestro Anillo.
—Todo tiene que ver —dijo Gandalf—. Todavía no sabes en qué peligro te encuentras. Yo tampoco estaba seguro la última vez que vine, pero ha llegado la hora de hablar. Dame el Anillo un momento.
Frodo lo sacó del bolsillo del pantalón, donde lo guardaba enganchado a una cadena que le colgaba del cinturón. Lo soltó y se lo alcanzó lentamente al mago. El Anillo se hizo de pronto muy pesado, como si él mismo o Frodo no quisiesen que Gandalf lo tocara.
Gandalf lo sostuvo. Parecía de oro puro y sólido.
—¿Puedes ver alguna inscripción? —preguntó a Frodo.
—No —dijo Frodo—, no hay ninguna. Es completamente liso y no tiene rayas ni señales de uso.
—Bien, ¡entonces mira!
Ante la sorpresa y zozobra de Frodo el mago arrojó el Anillo al fuego. Frodo gritó y buscó las tenazas, pero Gandalf lo retuvo.
—¡Espera! —le ordenó con voz autoritaria, echando a Frodo una rápida mirada desde debajo de unas erizadas cejas.
No hubo en el Anillo ningún cambio aparente. Un momento después Gandalf se levantó, cerró los postigos y corrió las cortinas. La habitación se oscureció, se hizo un silencio y se oyó el ruido de las tijeras de Sam, ahora cerca de la ventana. El mago se quedó unos minutos mirando el fuego; luego se inclinó, sacó el Anillo con las tenazas, poniéndolo sobre la chimenea y en seguida lo tomó con los dedos. Frodo ahogó un grito.
—Está completamente frío —dijo Gandalf—. ¡Tómalo!
Frodo lo recibió con mano temblorosa; parecía más pesado y macizo que nunca.
—¡Álzalo! —ordenó Gandalf—, y míralo muy de cerca.
Frodo lo alzó y miró y vio líneas finas, más finas que los más finos rasgos de pluma y que corrían a lo largo del Anillo, en el interior y el exterior: líneas de fuego, como los caracteres de una fluida escritura. Brillaban con una penetrante intensidad, pero con una luz remota, que parecía venir de unas profundidades abismales.
—No puedo leer las letras ígneas —dijo Frodo con voz trémula.
—No —dijo Gandalf—, pero yo sí; son antiguos caracteres élficos. El idioma es el de Mordor, que no pronunciaré aquí. Esto es lo que dice en la lengua común, en una traducción bastante fiel.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.
»Sólo dos versos de una estrofa muy conocida en la tradición élfica: Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo
Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra.
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir. Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras. Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Gandalf hizo una pausa y luego dijo lentamente, con voz profunda:
—Este es el Dueño de los Anillos, el Anillo Único que los gobierna. Este es el Anillo Único que el Señor Oscuro perdió en tiempos remotos, junto con parte de su poder. Lo desea terriblemente, pero es necesario que no lo consiga.
Frodo se sentó en silencio, inmóvil: el miedo parecía extender una mano enorme, como una vasta nube oscura que se levantaba en oriente y que ya iba a devorarlo.
—¡Este anillo! —farfulló—. ¿Cómo rayos vino a mí?
—¡Ah! —dijo Gandalf—. Es una historia muy larga. Sólo los maestros de la tradición la recuerdan, pues comienza en los Años Negros. Si tuviera que contártelo todo, nos quedaríamos aquí sentados hasta que acabe el invierno y empiece la primavera.
»Ayer te hablé de Sauron el Grande, el Señor Oscuro. Los rumores que has oído son ciertos. En efecto, ha aparecido nuevamente y luego de abandonar sus dominios en el Bosque Negro, ha vuelto a la antigua fortaleza en la Torre Oscura de Mordor. Hasta vosotros, los hobbits, habéis oído el nombre, como una sombra que merodea en las viejas historias. Siempre después de una derrota y una tregua, la Sombra toma una nueva forma y crece otra vez.
—Espero que no suceda en mi época —dijo Frodo.
—También yo lo espero —dijo Gandalf—, lo mismo que todos los que viven en este tiempo. Pero no depende de nosotros. Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron. Y ya, Frodo, nuestro tiempo ha comenzado a oscurecerse. El enemigo se fortalece rápidamente y hace planes todavía no maduros, pero que están madurando. Tenemos mucho que hacer. Tendremos mucho que hacer aun cuando no mediara ese riesgo espantoso.
»Al enemigo todavía le falta algo que le dé poder y conocimientos suficientes para vencer toda resistencia, derribar las últimas defensas y cubrir todas las tierras con una segunda oscuridad: la posesión del Anillo Único.
»Los Señores elfos le ocultaron los Tres Anillos, los más perfectos de todos y él nunca los tocó o los mancilló. Los Reyes Enanos poseían siete, de los cuales pudo recuperar tres; los otros los devoraron los dragones. Les dio nueve a los Hombres Mortales, orgullosos y espléndidos: así los engañó. Hace tiempo fueron dominados por el Único y se volvieron Espectros del Anillo, sombras bajo la gran Sombra, los sirvientes más terribles. Hace tiempo. Pasaron años desde que los Nueve se fueron lejos y sin embargo, ¿quién sabe? La Sombra crece otra vez y ellos pueden volver, y volverán. Pero no hablaremos de esas cosas ni siquiera en una mañana de la Comarca.
»En resumen: ha conseguido reunir los Nueve. También los Siete, a menos que hayan sido destruidos. Los Tres permanecen todavía ocultos, pero eso ya no le interesa. Sólo necesita el Único, pues lo fabricó él mismo, es suyo y en él dejó gran parte del poder que tenía anteriormente, cuando gobernaba a todos los otros. Si lo recupera los dominará otra vez, donde se encuentren y hasta los Tres y todo aquello que se haya hecho con estos Anillos desaparecerá del todo y él será más fuerte que nunca.
»Este es el terrible peligro, Frodo. Creyó que el Único había sido destruido, que los elfos lo habían destruido, como tendría que haber sucedido en realidad. Ahora sabe que no fue así y que lo encontraron hace un tiempo. Así que no hace otra cosa que buscarlo y buscarlo, incesantemente. Vive de esa esperanza y esa esperanza es nuestro temor.
—¿Por qué, por qué no lo destruyeron? —exclamó Frodo—. ¿Cómo el enemigo pudo perderlo, si era tan poderoso y tan valioso para él? —Apretó el Anillo en la mano, como si ya viera unos dedos oscuros que se alargaban para robárselo.
—Se lo quitaron —respondió Gandalf—. El poder de resistencia de los Elfos era mayor mucho tiempo atrás; y no todos los Hombres se habían apartado de ellos. Los Hombres de Oesternesse acudieron entonces a ayudarlos. Este es un capítulo de historia antigua que sería bueno recordar, pues en aquella época había también aflicción y oscuridad crecientes pero había asimismo mucho valor y grandes hazañas que no fueron totalmente vanas. Quizás algún día te contaré toda la historia o la oirás por boca de alguien que la conozca mejor.
»Por el momento, pues, necesitas saber sobre todo cómo el Anillo llegó aquí, lo que es bastante, no diré más. Fueron Gil-Galad, el Rey de los Elfos, y Elendil, de Oesternesse, quienes derrocaron a Sauron, aunque murieron en la lucha. El hijo de Elendil, Isildur, cortó el Anillo de la mano de Sauron y se quedó con él. Sauron fue vencido; el espíritu desapareció, ocultándose por muchos años, hasta que la Sombra tomó nueva forma en el Bosque Negro.
»Pero el Anillo se había perdido. Cayó a las aguas del Río Grande, el Anduin. Desapareció cuando Isildur, que iba hacia el norte siguiendo la margen este del río, fue asaltado por los Orcos de la Montaña, cerca de los Campos Gladios. Los Orcos de la Montaña mataron a casi toda su gente. Isildur se zambulló en las aguas, el Anillo se le salió del dedo mientras nadaba, y los enemigos lo vieron, y lo mataron a flechazos.
Gandalf hizo una pausa.
—Allí, en los lagos oscuros, en medio de los Campos Gladios —continuó—, el Anillo murió para la tradición y la leyenda. Ahora sólo unos pocos conocen la historia, y el mismo Concilio de los Sabios no pudo descubrir más, pero al fin sé cómo continúa.
—Mucho después, pero aún en un pasado remoto, vivía junto a las márgenes del Río Grande, en los límites de las Tierras Ásperas, una gente pequeña, sedentaria y diestra. Creo que eran de raza hobbit emparentados con los padres de los padres de los Fuertes, pues amaban el río y a menudo nadaban en él, o construían pequeños botes de juncos. Había entre ellos una familia de gran reputación, por ser más numerosa y más rica que la mayoría, encabezada por una abuela austera y docta en cuestiones tradicionales. El más preguntón y curioso de esa familia se llamaba Sméagol. Se interesaba en las raíces y orígenes subterráneos; se zambullía en lagos profundos, cavaba bajo los árboles y plantas y abría túneles en los montículos verdes. Un día dejó de mirar hacia arriba, a la cima de las montañas, las hojas de los árboles o las flores que se elevaban en el aire; llevaba la cabeza y los ojos vueltos siempre hacia abajo.
»Sméagol tenía un amigo, Déagol, muy parecido, aunque de mirada más aguda y no tan fuerte y rápido. En una ocasión tomaron un bote y fueron a los Campos Gladios donde crecían matorrales de lirios y junquillos. Una vez allí, Sméagol comenzó a curiosear por las márgenes, mientras Déagol permanecía sentado en el bote, pescando. De repente un pez grande picó el anzuelo y antes de darse cuenta de lo que ocurría, Déagol se vio arrastrado al agua, hasta el fondo. Se dejó llevar, porque creyó ver algo brillante allá en el fondo del río y conteniendo la respiración extendió la mano y lo alcanzó. Luego salió a la superficie, chorreando, con hierbas en los cabellos y un puñado de barro y nadó hacia la orilla. Se quitó el barro de la mano y, oh qué era aquello, un hermoso anillo de oro que brillaba y centelleaba a la luz y le alegraba el corazón. Sméagol había estado observándolo desde detrás de un árbol y mientras Déagol se deleitaba mirando el anillo, se le acercó en silencio.
»»Dámelo, Déagol, mi querido», dijo Sméagol por sobre el hombro de su amigo.
»»¿Por qué?»
»»Porque es mi cumpleaños, querido, y lo quiero para mí», respondió Sméagol.
»»No me importa», contestó Déagol. «Ya te di un regalo; más de lo que estaba a mi alcance. El anillo lo encontré yo y me lo guardaré.»
»»¿De veras, querido?», dijo Sméagol y tomó a Déagol por la garganta y lo estranguló, pues el oro era brillante y hermoso. Luego se puso el Anillo en el dedo.
»Nadie pudo descubrir qué había sido de Déagol. Había sido asesinado lejos de la casa y el cadáver estaba bien escondido. Sméagol volvió solo y descubrió que la familia no podía verlo, cuando tenía puesto el Anillo. El hallazgo lo entusiasmó y ocultó el Anillo empleándolo para descubrir secretos y poniendo este conocimiento al servicio de fines torcidos y maliciosos. Alcanzó a tener ojo avizor y oído alerta para todo lo que fuera dañino. El Anillo le había dado poder, de acuerdo con su talla moral. Se hizo muy impopular y los parientes se mantenían apartados (cuando él era visible). Lo pateaban y él les mordía los pies. Se acostumbró a robar y andar de aquí para allá, murmurando entre dientes y gorgoteando y por eso lo llamaron Gollum. Lo maldijeron y le ordenaron que se fuera lejos. La abuela, deseando tener paz, lo expulsó de la familia y lo echó de la cueva.
»Gollum anduvo vagabundo y a solas, lloriqueando por la crueldad del mundo; remontó el río hasta un arroyo que fluía de las montañas y siguió esa dirección. Pescó en lagos profundos con dedos invisibles y se comió los pescados crudos. Un día de mucho calor, estando agachado junto a un lago sintió que algo le quemaba la nuca y que una luz deslumbrante que venía del agua le lastimaba los ojos húmedos. Se preguntó qué sería eso, pues casi se había olvidado del sol. Por última vez miró hacia arriba y lo amenazó con el puño.
»Cuando bajó los ojos, vio en la lejanía las cimas de las Montañas Nubladas de donde nacía el arroyo, y pensó de pronto: «Bajo aquellas montañas habrá fresco y sombra. El sol no podrá mirarme allí. Las raíces de esas montañas tienen que ser verdaderas raíces. Hay allí sin duda grandes secretos enterrados que nadie ha descubierto todavía.»
»Gollum viajó pues durante la noche hacia las Tierras Altas y allí encontró una pequeña caverna de la que salía el arroyo sombrío. Fue abriéndose paso como un gusano hacia el corazón de las colinas y desapareció para el mundo. El Anillo bajó con él a las sombras y ni siquiera aquel que lo había fabricado, cuando recobró de nuevo el poder, pudo averiguar qué había ocurrido.
—¡Gollum! —exclamó Frodo—; ¿Gollum? ¿Quieres decir que es el mismo Gollum que Bilbo encontró? ¡Qué espanto!
—Me parece que es una historia triste —dijo el mago—, que podría haberle sucedido a otros, aun a algunos hobbits que he conocido.
—No puedo creer que Gollum estuviera emparentado con los hobbits, ni de lejos —dijo Frodo acalorado—. ¡Qué abominable idea!
—De todos modos es verdad —replicó Gandalf—. Sobre los orígenes de los hobbits, al menos, creo saber más que ellos mismos. Hasta la historia de Bilbo sugiere de algún modo ese parentesco; en el fondo de los pensamientos y la memoria tenían muchas cosas parecidas y se entendían de modo notable; mucho mejor de lo que un hobbit podía entenderse, por ejemplo, con un enano, con un orco, o hasta con un elfo. Piensa para empezar en los enigmas que los dos conocían.
—Sí —dijo Frodo—, aunque otros pueblos además de los hobbits tienen enigmas semejantes y los hobbits no trampean. Gollum trampeaba siempre, trataba de sorprender descuidado al pobre Bilbo y no me cabe duda de que se regocijaba en su maldad proponiendo un juego que terminaría dejándole una víctima fácil y que en caso de derrota no le haría ningún daño.
—Me temo que sea demasiado cierto —dijo Gandalf—, pero pienso que en todo esto había algo más que tú todavía no ves y es que Gollum no estaba totalmente perdido. Había demostrado tener una resistencia que nadie hubiera adivinado, ni siquiera los sabios; como podía tenerla un hobbit. En la mente de Gollum había un rinconcito que aún le pertenecía y en el que penetraba la luz como por un resquicio en las tinieblas: la luz que venía del pasado. Era realmente agradable, me parece, escuchar de nuevo una verdadera voz, que despertaba recuerdos del viento, de los árboles, del sol sobre los pastos y otras cosas olvidadas.
»Claro está, todo esto irritaría todavía más en última instancia la parte malvada de Gollum; a menos que alguien pueda dominarla, a menos que alguien lo cure. —Gandalf suspiró—: ¡Ay! Le doy pocas esperanzas. Aunque no ninguna esperanza. No, aunque haya tenido el Anillo tanto tiempo que él mismo ya no recuerda desde cuándo. Pues no lo usaba desde hacía mucho; no lo necesitaba en la impenetrable oscuridad. Por cierto, no se ha «desvanecido». Es delgado y fuerte todavía, pero aquella cosa estaba carcomiéndose la mente y el tormento se había vuelto casi insoportable.
»Todos los «grandes secretos» escondidos en las montañas sólo habían sido noche vacía; no había nada más que descubrir, nada que valiera la pena, salvo sórdidas comidas furtivas y recuerdos de agravios. Se sentía completamente desdichado, odiaba la oscuridad y más aún la luz; odiaba todo, pero lo que más odiaba era el Anillo.
—¿Qué quieres decir? —dijo Frodo—. ¿No era su tesoro y lo único que le importaba de veras? Y si lo odiaba ¿por qué no se deshacía de él, o se iba, dejándolo allí?
—Tendrás que empezar a entender, Frodo, después de todo lo que has oído —respondió Gandalf—. Lo odiaba y lo amaba, como se odiaba y se amaba a sí mismo. No podía deshacerse de él, pues no era ya cuestión de voluntad.
»Un Anillo de Poder se cuida solo, Frodo. Puede deslizarse traidoramente fuera del dedo, pero el dueño no lo dejará nunca. Tendrá alguna vez la idea de pasárselo a otro, pero esto sólo al principio, cuando el poder comienza a manifestarse. Pero, que yo sepa, en toda la historia del Anillo sólo Bilbo fue capaz de ir más allá de la idea y llevarla a cabo. Necesitó de toda mi ayuda. Y aun así, nunca hubiese dejado el Anillo, nunca se hubiera librado de él. No fue Gollum, Frodo, sino el Anillo mismo el que decidió. El Anillo abandonó a Gollum.
—Justo para encontrarse con Bilbo —dijo Frodo—. ¿Un orco no le hubiera convenido más?
—No es asunto de risa —dijo Gandalf—. No para ti. Fue el acontecimiento más extraño en toda la historia del Anillo: la llegada de Bilbo en ese momento y que pusiera la mano sobre él, ciegamente, en la oscuridad.
»Había más de un poder actuando allí, Frodo. El Anillo trataba de volver a su dueño. Se había escapado de la mano de Isildur, traicionándolo; cuando tuvo la oportunidad se apoderó del pobre Déagol, que fue asesinado y después de Gollum, a quien devoró. Ya no podía utilizar más a Gollum, demasiado pequeño y vil, y mientras tuviera el Anillo no dejaría nunca aquellas aguas profundas. Ahora que el dueño despertaba una vez más y transmitía oscuros pensamientos desde el Bosque Negro, el Anillo abandonó a Gollum; para caer en manos de la persona más inverosímil: Bilbo de la Comarca.
»Detrás de todo esto había algo más en juego, y que escapaba a los propósitos del hacedor del Anillo: no puedo explicarlo más claramente sino diciendo que Bilbo estaba destinado a encontrar el Anillo, y no por voluntad del hacedor. En tal caso, tú también estarías destinado a tenerlo. Quizá la idea te ayude un poco.
—No —dijo Frodo—, aunque no estoy seguro de entenderte. Pero ¿cómo has sabido todo esto sobre el Anillo y sobre Gollum? ¿Lo sabes realmente o te lo imaginas?
Gandalf miró a Frodo, y le brillaron los ojos.
—Sabía mucho y he aprendido más, pero no te daré cuenta a ti de todo lo que hago. Los Sabios conocen bien la historia de Elendil, Isildur y el Anillo Único. Tu Anillo ha demostrado ser el Único por la inscripción en letras de fuego, aparte de toda otra evidencia.
—¿Cuándo lo descubriste? —interrumpió Frodo.
—Justo ahora, en esta habitación —respondió el mago con brusquedad—. Esperaba descubrirlo. He vuelto de viajes tenebrosos y largas búsquedas para hacer esta prueba final. Es la última y ahora todo está demasiado claro. Descifrar la parte de Gollum y meterla en la historia me exigió cierto esfuerzo. Puede, en un principio, haber comenzado con suposiciones sobre Gollum, pero ya no supongo más. Lo sé, pues lo he visto.
—¿Has visto a Gollum? —exclamó Frodo asombrado.
—Sí. No había otra cosa que hacer, evidentemente, y sólo faltaba saber si era posible. Lo busqué mucho y al fin lo encontré.
—Entonces ¿qué ocurrió después de la huida de Bilbo? ¿Lo sabes?
—No tan claramente. Lo que te he contado es lo que conseguí sacarle a Gollum, aunque no fueron las mismas palabras. Gollum es un mentiroso y hay que desbrozar lo que dice. Por ejemplo, llamó al Anillo «regalo de cumpleaños», una y otra vez. Dijo que se lo había dado su abuela, quien tenía montones de cosas hermosas parecidas: una historia absurda. No dudo de que la abuela de Sméagol fuese una matriarca, una gran persona, a su manera; pero es disparatado decir que tenía muchos Anillos de los elfos, y que los regalaba a los parientes. Sin embargo, en esta mentira había un grano de verdad.
»El asesinato de Déagol obsesionaba a Gollum, por lo que inventó una defensa y se la contaba a su «tesoro» una y otra vez, mientras roía huesos en la oscuridad, hasta que casi llegó a creerla. Era su cumpleaños; Déagol tenía que darle el Anillo; había aparecido para ser un regalo; era su regalo de cumpleaños, etcétera.
»Lo soporté tanto como pude, pero la verdad era desesperadamente importante y por fin tuve que mostrarme duro. Puse en él el miedo del fuego y le saqué la verdadera historia, poco a poco, muy a disgusto y entre lloriqueos y rezongos. Gollum se veía a sí mismo como una víctima incomprendida. Pero cuando por último me contó su historia, incluyendo el juego de los enigmas y la huida de Bilbo, no quiso decir nada más, fuera de unas vagas alusiones. Había en él otro temor, más grande que el que yo le inspiraba. Murmuró que recobraría lo que era suyo. Demostraría a la gente que no toleraba que lo trataran a empujones, lo arrastraran a un agujero y luego le robaran. Gollum tenía ahora buenos y poderosos amigos. Lo ayudarían y Bolsón pagaría su culpa. Esta era la obsesión de Gollum; odiaba a Bilbo y maldecía su nombre. Y además sabía de dónde era Bilbo.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Frodo.
—En cuanto al nombre, se lo dijo Bilbo mismo, muy tontamente. Luego no le fue difícil averiguar de qué país venía Bilbo; una vez que salió a la luz. Pues se atrevió a salir. El deseo de recobrar el Anillo era más fuerte que su temor a los orcos y a la luz. Pasó un año o dos y dejó las montañas. Como ves, aunque dominado por el deseo del Anillo, ya no pensaba que lo devoraban; comenzó a revivir un poco. Se sentía viejo, muy viejo, aunque menos tímido y con mucha hambre. Seguía y seguirá temiendo la luz del sol y de la luna; pero era astuto y supo esconderse de la luz del día y del fulgor de la luna y abrirse camino veloz y calladamente en lo profundo de la noche con pálidos ojos fríos para atrapar a pequeñas criaturas asustadizas o incautas. La nueva alimentación y el nuevo aire le dieron fuerza y audacia. Se encaminó hacia el Bosque Negro, como podía esperarse.
—¿Es allí donde lo encontraste? —preguntó Frodo.
—Sí, lo vi allí —respondió Gandalf—, pero antes Gollum había andado mucho, siguiendo el rastro de Bilbo. Era muy difícil enterarse de algo por boca de Gollum, pues se interrumpía constantemente con maldiciones y amenazas. «¿Qué tenía en los bolsillos?», repetía. «Yo no podía decírselo, no, mi tesoro. Fue un engaño y no una pregunta limpia. Sí, me engañó desde el principio. Quebrantó las reglas. Teníamos que haberle roto los huesos allí mismo. Sí, mi tesoro. ¡Y lo haremos, mi tesoro!»
»Esta es una muestra de su charla; supongo que no querrás más. Lo oí durante días enteros. Pero a través de ciertas alusiones que dejó escapar entre gruñidos, saqué en limpio que sus fatigados pies lo habían llevado por fin a Esgarot y hasta las calles del valle, donde observó y escuchó en secreto. La noticia de los grandes acontecimientos había corrido por todas las Tierras Ásperas, donde muchos conocían el nombre de Bilbo y sabían de dónde había venido. No habían guardado en secreto nuestro viaje de regreso al oeste; los agudos oídos de Gollum pronto oyeron lo que querían oír.
—Entonces, ¿por qué no siguió persiguiendo a Bilbo? —preguntó Frodo—. ¿Por qué no llegó a la Comarca?
—Ah —respondió Gandalf—, ese es el punto. Creo que Gollum lo intentó; partió y volvió al oeste, hasta Río Grande, pero se desvió. Estoy seguro de que no lo acobardó la distancia. No, algo distinto lo llevó a otra parte. Así piensan los amigos a quienes les pedí que lo siguieran.
»Los elfos de los bosques fueron los primeros en rastrearlo; tarea fácil para ellos, pues las huellas de Gollum estaban todavía frescas. Atravesaron el Bosque Negro y volvieron, pero nunca lo alcanzaron. En el bosque corrían muchos rumores sobre él, historias terribles, aun entre los pájaros y las bestias. Los Hombres del Bosque hablaban de un nuevo terror, un fantasma que bebía sangre, que se subía a los árboles en busca de nidos, que se arrastraba por las cuevas en busca de niños, que se deslizaba por las ventanas en busca de cunas.
»En el límite occidental del Bosque Negro las huellas se desviaban. Iban hacia el sur y se perdían fuera del dominio de los elfos. Y entonces cometí un gran error. Sí, Frodo; y no el primero, aunque me temo que el peor de todos. Abandoné el asunto; lo dejé ir a Gollum, pues tenía otras cosas en que pensar y confiaba todavía en la sabiduría de Saruman.
»Bueno, esto sucedió hace muchos años. Desde entonces he pagado mi error con días oscuros y peligrosos. El rastro se había borrado hacía mucho cuando lo retomé, después de la partida de Bilbo. Y mi búsqueda habría sido en vano si no hubiese contado con la ayuda de un amigo, Aragorn, el más grande viajero y cazador del mundo en esta época. Buscamos juntos a Gollum por toda la extensión de las Tierras Ásperas sin esperanza y sin éxito. Por último, cuando yo ya había abandonado la persecución y me había ido a otras regiones, encontramos a Gollum. Mi amigo regresó luego de haber pasado grandes peligros, trayendo consigo a la miserable criatura.
»Gollum no me dijo en qué había estado ocupado. No hacía más que llorar, llamándonos crueles, entre gorgoritos; y cuando lo presionábamos gemía y temblaba, restregándose las largas manos y lamiéndose los dedos, como si le dolieran o como si recordase alguna vieja tortura. Pero temo que no hay ninguna duda: Gollum había ido arrastrándose paso a paso, milla a milla, lentamente y al fin había llegado a la Tierra de Mordor.
Hubo un pesado silencio en el cuarto. Frodo alcanzaba a oír los latidos de su propio corazón. Hasta parecía que fuera todo estaba en silencio. Los tijeretazos de la podadora de Sam habían callado.
—Sí, a Mordor —repitió Gandalf—. ¡Ay! Mordor atrae a todos los seres perversos y el Poder Oscuro pone toda su voluntad en reunirlos allí. El Anillo del enemigo dejaría también su marca, preparando a Gollum para cualquier requerimiento. Todo el mundo hablaba de la nueva Sombra en el Sur y de cómo odiaba al Oeste. Allí estaban sus nuevos amigos, que lo ayudarían a vengarse.
» ¡Tonto infeliz! En aquella tierra aprendería mucho, demasiado para sentirse cómodo. Tarde o temprano, cuando estuviera atisbando y acechando en las fronteras, lo apresarían para interrogarlo. Creo que así fue. Cuando lo descubrieron, hacía tiempo que había estado allí y se preparaba para regresar en alguna misión malévola. Pero eso no nos interesa ahora; el daño principal ya estaba hecho.
» ¡Ay, sí! Por medio de Gollum, el enemigo supo que el Único había sido encontrado de nuevo. El enemigo sabe ahora dónde cayó Isildur. Sabe dónde encontró Gollum el Anillo. Sabe que es un Gran Anillo, pues confiere larga vida. Sabe que no es uno de los Tres, que nunca se perdieron y no soportan la maldad. Sabe que no es uno de los Siete, o de los Nueve, porque se conoce la suerte que tuvieron. Sabe que es el Único. Creo, por último, que ha oído algo acerca de los hobbits y de la Comarca.
»La Comarca, que estará buscando ahora, si ya no la encontró. En efecto, Frodo, temo que hasta el nombre Bolsón, durante mucho tiempo desconocido, se haya vuelto importante.
—¡Es terrible! —exclamó Frodo—. Mucho peor de lo que imaginé, luego de tus insinuaciones y advertencias. Gandalf, mi mejor amigo, ¿qué debo hacer? Porque ahora estoy realmente asustado. ¿Qué debo hacer? ¡Qué lástima que Bilbo no haya matado a esa vil criatura cuando tuvo la oportunidad!
—¿Lástima? Sí, fue lástima lo que detuvo la mano de Bilbo. Lástima y misericordia: no matar sin necesidad. Y ha sido bien recompensado, Frodo; puedes estar seguro: la maldad lo rozó apenas y al fin pudo escapar por el modo en que tomó posesión del Anillo, con lástima.
—Lo lamento —dijo Frodo—; estoy asustado y no siento ninguna lástima por Gollum.
—No lo has visto —interrumpió Gandalf.
—No, y no quiero verlo —replicó Frodo—. No puedo entenderte. ¿Quieres decir que tú y los elfos habéis dejado que siguiera viviendo después de todas esas horribles hazañas? Ahora, de cualquier modo, es tan malo como un orco y además un enemigo. Merece la muerte.
—La merece, sin duda. Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos. No hay muchas esperanzas de que Gollum tenga cura antes de morir, pero creo que aún podría salvarse: está ligado al destino del Anillo. El corazón me dice que todavía tiene un papel que desempeñar, para bien o para mal, antes del fin y cuando éste llegue, la misericordia de Bilbo puede determinar el destino de muchos, no menos que el tuyo. De cualquier modo no lo hemos matado; es muy anciano y muy infeliz. Los elfos de los bosques lo tienen prisionero, pero lo tratan con toda la benevolencia que es posible esperar de esos prudentes corazones.
—De todos modos —dijo Frodo—, aunque Bilbo no haya matado a Gollum, yo hubiese preferido que no se quedara con el Anillo. Desearía que nunca lo hubiese encontrado y querría no tenerlo ahora. ¿Por qué permites que lo conserve? ¿Por qué no me obligas a que lo tire o que lo destruya?
—¿Permitirte? ¿Obligarte? —respondió el mago—. ¿No has oído todo lo que te dije? No piensas lo que estás diciendo. Tirarlo sería una equivocación. Estos Anillos saben cómo hacerse encontrar. En malas manos podría hacer mucho daño. Y lo peor de todo es que podría caer en poder del enemigo. En efecto, podría, pues es el Único y el enemigo está ejerciendo todo su poder para encontrarlo o atraerlo.
»Por supuesto, mi querido Frodo, tú estabas en peligro, cosa que me trastornó profundamente. Pero había tanto en juego que tuve que arriesgarme, aunque durante mi ausencia no paso un día sin que ojos vigilantes cuidaran la Comarca. Mientras no lo uses, no creo que el Anillo tenga algún efecto negativo sobre ti, o en todo caso no durante un tiempo. Recuerda que hace nueve años, cuando te vi por última vez, yo no sabía mucho.
—Pero… ¿por qué no destruirlo? Tendría que haber sido destruido hace tiempo, dijiste — volvió a exclamar Frodo—. Si me hubieses advertido, o me hubieses enviado un mensaje, yo lo hubiera destruido.
—¿De veras? ¿Cómo? ¿Lo intentaste alguna vez?
—No. Pero supongo que podría deshacerlo a martillazos o fundirlo. —¡Prueba! —dijo Gandalf—. ¡Prueba ahora!
Frodo sacó de nuevo el Anillo y lo miró. Parecía liso y suave, sin ninguna marca visible. El oro era brillante y puro y Frodo admiró la hermosura y vivacidad del color y la perfección de la forma. Era admirable, una verdadera joya. Cuando lo sacó del bolsillo había pensado en arrojarlo lejos, a la parte más caliente del fuego. Comprobó que no podía, que tenía que vencer una enorme resistencia. Sopesó el Anillo en la mano, titubeando y tratando de recordar lo que Gandalf le había dicho y entonces, recurriendo a toda su voluntad, hizo un movimiento para arrojarlo a las llamas, y en seguida advirtió que había vuelto a guardarlo en el bolsillo. Gandalf rió torvamente.
—¿Ves, Frodo? Tampoco tú puedes deshacerte de él ni dañarlo. Y yo no podría obligarte, sino por la fuerza, en cuyo caso te arruinaría la mente. Para acabar con el Anillo, de nada sirve la fuerza. No le harías daño aunque lo golpearas con un martillo pesado. Ni tus manos ni las mías podrían destruirlo.
»Tu pequeño fuego apenas podría fundir el oro común. Este Anillo ha pasado ya por ese fuego y ni siquiera se calentó. No hay forja en la Comarca que pueda cambiarlo en lo más mínimo; aun los hornos y yunques de los enanos no podrían hacerle nada. Se ha dicho que el fuego de los dragones podía fundir y consumir los Anillos de Poder, pero no hay ahora ningún dragón que tenga ese fuego: ni siquiera Ancalagon el Negro podría dañar el Anillo Único, el Anillo Soberano, pues fue fabricado por el mismo Sauron.
»Hay un solo camino: encontrar las Grietas del Destino, en las profundidades de Orodruin, la Montaña de Fuego, y arrojar allí el Anillo. Esto siempre que quieras destruirlo de veras, e impedir que caiga en manos enemigas.
—¡Quiero destruirlo de veras! —exclamó Frodo—. O que lo destruyan. No estoy hecho para empresas peligrosas. Hubiese preferido no haberlo visto nunca. ¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?
—Preguntas que nadie puede responder —dijo Gandalf—. De lo que puedes estar seguro es de que no fue por ningún mérito que otros no tengan. Ni por poder ni por sabiduría, a lo menos. Pero has sido elegido y necesitarás de todos tus recursos: fuerza, ánimo, inteligencia.
—¡Tengo tan poco de esas cosas! Tú eres sabio y poderoso. ¿No quieres el Anillo?
—¡No, no! —exclamó Gandalf, incorporándose—. Mi poder sería entonces demasiado grande y terrible. Conmigo el Anillo adquiriría un poder todavía mayor y más mortal. —Los ojos de Gandalf relampaguearon y la cara se le iluminó como con un fuego interior—. ¡No me tientes! Pues no quiero convertirme en algo semejante al Señor Oscuro. Todo mi interés por el Anillo se basa en la misericordia, misericordia por los débiles y deseo de poder hacer el bien. ¡No me tientes! No me atrevo a tomarlo, ni siquiera para esconderlo y que nadie lo use. La tentación de recurrir al Anillo sería para mí demasiado fuerte. ¡Tal vez lo necesitara! Me acechan grandes peligros.
Gandalf fue hacia la ventana, descorrió las cortinas y abrió los postigos. El sol entró nuevamente en la habitación; Sam pasaba silbando por el sendero.
—Y ahora —dijo el mago volviéndose hacia Frodo—, la decisión depende de ti. Pero no olvides que puedes contar siempre conmigo. —Puso una mano sobre el hombro de Frodo— .Te ayudaré a soportar esta carga todo el tiempo que sea necesario. Pero tenemos que hacer algo rápido. El enemigo no se está quieto.
Hubo un largo silencio. Gandalf volvió a sentarse; fumaba la pipa como perdido en sus pensamientos. Parecía tener los ojos cerrados, pero observaba a Frodo con atención, entornando los párpados. Frodo miraba fijamente las enrojecidas ascuas del hogar, hasta que creyó estar hundiendo los ojos en unos pozos profundos y llameantes. Pensaba en las fabulosas Grietas del Destino y en el terror de la Montaña de Fuego.
—Bien —dijo Gandalf por último—. ¿En qué piensas? ¿Has tomado una decisión?
—No —respondió Frodo volviendo en sí desde las tinieblas, viendo por la ventana el jardín soleado, y sorprendiéndose de que no fuera todavía de noche—. O quizá sí. De acuerdo con lo que entendí de tus palabras supongo que he de conservar el Anillo, al menos por ahora, me haga lo que me haga.
—Cualquier cosa que te haga, será muy lentamente, si lo guardas con ese propósito — dijo Gandalf.
—Así lo espero —respondió Frodo—; pero también espero que encuentres un guardián mejor que yo y pronto. Por el momento parece que soy un peligro para mis vecinos. No puedo conservar el Anillo y quedarme aquí. Tengo que salir de Bolsón Cerrado, abandonar la Comarca, abandonarlo todo e irme. —Suspiró—.Me gustaría salvar la Comarca, si pudiera, aunque alguna vez pensé que los habitantes eran tan estúpidos que un terremoto o una invasión de dragones les vendría bien. No siento lo mismo ahora. Siento que mientras la Comarca continúe a salvo, en paz y tranquila, mis peregrinajes serán más soportables; sabré que en alguna parte hay suelo firme, aunque yo nunca vuelva a pisarlo.
»Por supuesto, muchas veces pensé en irme, pero lo imaginaba como una especie de vacaciones, como una serie de aventuras semejantes a las de Bilbo, o mejores, con un final feliz. Esto, en cambio, significa exiliarse, escapar de un peligro a otro y ellos siempre detrás, mordiéndome los talones. Supongo que he de partir solo si decido irme y salvar la Comarca, pero me siento pequeño, y desarraigado… y desesperado. El enemigo es tan fuerte y terrible.
No se lo dijo a Gandalf, pero mientras hablaba se le había encendido en el corazón el deseo de seguir a Bilbo y de encontrarlo tal vez. Era tan fuerte que se sobrepuso al temor; podría casi haber salido corriendo camino abajo, sin sombrero, como lo había hecho Bilbo tiempo atrás, en una mañana muy similar.
—Mi querido Frodo —exclamó Gandalf—, los hobbits son criaturas realmente sorprendentes, como ya he dicho. Puedes aprender todo lo que se refiere a sus costumbres y modos en un mes y después de cien años aún te sorprenderán. Además no esperaba obtener esa respuesta, ni siquiera de ti; pero Bilbo no se equivocó al elegir el heredero, aunque no pensó demasiado en la importancia que tendría esa elección. Temo que estés en lo cierto. El Anillo no podrá permanecer mucho tiempo oculto en la Comarca; y para tu propio bien, tanto como para el de los demás, convendría que te fueras y dejaras de llamarte Bolsón. Ese nombre no te daría ninguna seguridad fuera de la Comarca ni en las tierras vírgenes. Te daré un seudónimo para tu viaje: serás el señor Sotomonte.
»No creo que necesites partir solo. No si conoces a alguien de confianza que quisiera acompañarte y a quien pudieras exponer a peligros desconocidos. Pero si buscas compañía, ten cuidado en cómo eliges. Y ten aún más cuidado con lo que dices, hasta a tus amigos más íntimos. El enemigo tiene muchos espías y muchas maneras de enterarse.
De pronto Gandalf se detuvo, como si escuchara. Frodo notó que había mucho silencio, adentro y afuera. Gandalf se deslizó hacia un costado de la ventana; en seguida, como una flecha, saltó al antepecho y con un rápido movimiento extendió el largo brazo afuera y abajo. Se oyó un graznido y la mano de Gandalf reapareció sosteniendo por una oreja la ensortijada cabeza de Sam Gamyi.
—Bien, bien, ¡bendita sea mi barba! —exclamó Gandalf—. ¿No se trata de Sam Gamyi? ¿Qué hacías por aquí?
—El cielo bendiga al señor Gandalf —respondió Sam—. ¡Nada! Recortaba el césped bajo la ventana, ¿no ve usted? —Tomó las tijeras y las mostró como una prueba.
—No, no veo —dijo Gandalf ásperamente—. Hace rato que no oigo tus tijeras. ¿Cuánto tiempo estuviste fisgoneando?
—¿Fisgoneando, señor? Perdón, no lo entiendo. No entiendo de qué me habla. No hay nada de eso en Bolsón Cerrado.
Los ojos de Gandalf relampaguearon y las cejas se le erizaron como cerdas.
—No seas tonto. ¿Qué has oído y por qué has escuchado?
—¡Señor Frodo! —gritó Sam, temblando—. No le permita que me haga daño, señor. No le permita que me transforme en un monstruo. Mi viejo padre me rechazaría. ¡No quise hacer nada malo! ¡Se lo juro, señor!
—No te hará daño —respondió Frodo sofocando la risa, aunque asombrado y algo confundido—. Él sabe tan bien como yo que no tenías malas intenciones. Pero levántate y contesta en seguida.
—Bien, señor —dijo Sam, tembloroso—. Oí un montón de cosas incomprensibles sobre un enemigo, anillos, el señor Bilbo, señor, dragones, una montaña de fuego y… elfos, señor. Escuché porque no pude evitarlo, usted me entiende; pero ¡el señor me perdone!, adoro esas historias y creo en ellas, contra todo lo que Ted diga. ¡Elfos, señor! Me encantaría verlos.
¿Podría llevarme con usted a ver a los elfos, señor, cuando usted vaya?
De repente Gandalf se echó a reír.
—¡Entra! —gritó, y sacando los brazos fuera levantó al asombrado Sam junto con la azada, las tijeras de podar y demás y lo metió por la ventana, depositándolo en el suelo—. Que te lleve a ver a los elfos, ¿eh? —dijo Gandalf, observando de cerca a Sam, mientras una sonrisa le bailaba en la cara—. ¿Entonces oíste que el señor Frodo se va?
—Lo oí, señor y por eso me atraganté y usted parece que me oyó. Traté de evitarlo, señor, pero no pude. ¡Estaba tan trastornado!
—No hay nada que hacer, Sam —respondió Frodo tristemente. Entendía de pronto que el dolor de abandonar la Comarca sería mucho mayor que el de despedirse de las comodidades de Bolsón Cerrado—. Tendré que irme, pero si tú me aprecias de verdad —y aquí observó a Sam fijamente—, guardarás absoluto secreto. ¿Entiendes? Si así no lo haces, o si repites una sola palabra de lo que aquí has oído, espero que Gandalf te transforme en un sapo y luego llene de culebras el jardín.
Sam se arrodilló temblando.
—Levántate, Sam —le ordenó Gandalf—. He estado pensando en algo mejor. Algo que te cierre la boca y te castigue por haber escuchado: irás con el señor Frodo.
—¿Yo, señor? —gritó Sam, saltando de alegría, como un perro al que invitan a un paseo—. ¿Yo veré a los elfos y todo? ¡Hurra! —gritó, y de pronto se echó a llorar.