El señor de los anillos - 8. La Comunidad del Anillo 1 - 3 Tres es compañía
Tienes que irte en silencio, y pronto —dijo Gandalf.
Habían pasado dos o tres semanas y Frodo no daba señales de estar listo.
—Lo sé, pero es difícil hacer las dos cosas —objetó—. Si desapareciese como Bilbo, la noticia se difundiría en seguida por toda la Comarca.
—No conviene que desaparezcas, por supuesto —dijo Gandalf—. He dicho pronto, no ahora. Si se te ocurre algún modo de dejar la Comarca sin despertar sospechas, creo que vale la pena esperar. Pero no lo postergues demasiado.
—¿Qué tal en el otoño o después de nuestro cumpleaños? —preguntó Frodo—. Creo que podré arreglar algo para entonces.
A decir verdad, se resistía a la idea de partir, ahora que se había decidido. Bolsón Cerrado le parecía una residencia agradable, mucho más que en el pasado reciente y quería saborear al máximo ese último verano en la Comarca. Sabía que cuando llegara el otoño una parte de su corazón aceptaría mejor la idea de un viaje, como le sucedía siempre en esa estación. Íntimamente ya había decidido partir en su quincuagésimo cumpleaños; el centésimo vigesimoctavo de Bilbo. Le parecía un día apropiado para partir y seguir a Bilbo. Seguir a Bilbo era el objetivo principal y lo único que hacía soportable la idea de la partida. Pensaba lo menos posible en el Anillo y en el fin al que éste podría llevarlo. Pero no le dijo a Gandalf todo lo que pensaba. Lo que el mago adivinaba era siempre difícil de saber.
Gandalf miró a Frodo y sonrió:
—Muy bien —dijo—. Estoy de acuerdo con la fecha, pero no te retrases más. Ya empiezo a inquietarme. En el ínterin, ten cuidado, ¡no dejes escapar ni palabra sobre adónde piensas ir!
Y cuida de que Sam Gamyi no hable. Si habla, lo transformaré de veras en un sapo.
—En cuanto adónde iré —dijo Frodo—, será muy difícil decirlo, pues ni yo lo sé todavía.
—¡No seas absurdo! —exclamó Gandalf—. ¡No te advierto que no dejes tu dirección en la oficina de correos! Pero abandonas la Comarca y eso no ha de saberse hasta que estés muy lejos de aquí. Tienes que ir, o al menos partir, hacia el sur, el norte, el este, o el oeste; y nadie ha de conocer el rumbo.
—He estado tan ocupado con la idea de dejar Bolsón Cerrado y con la despedida que ni siquiera he pensado en el rumbo —dijo Frodo—. Porque, ¿a dónde iré? ¿Qué me guiará? ¿Cuál será mi tarea? Bilbo fue en busca de un tesoro y volvió, pero yo voy a perderlo y no volveré, según veo.
—Pero no ves muy lejos —dijo Gandalf—, ni yo tampoco. Tu tarea puede ser encontrar las Grietas del Destino, pero quizás ese trabajo esté reservado a otros. No lo sé. De cualquier modo, aún no estás preparado para un camino tan largo.
—En efecto, no —dijo Frodo—; pero mientras tanto, ¿qué ruta tengo, que tomar?
—Hacia el peligro, de modo no demasiado directo ni demasiado imprudente —respondió el mago—. Si quieres mi consejo: ve a Rivendel. El viaje no será tan peligroso, aunque el camino es más difícil de lo que era hace un tiempo y será todavía peor cuando el año llegue a su fin.
—¡Rivendel! —dijo Frodo—. Muy bien, iré al este, hacia Rivendel. Llevaré a Sam a ver a los elfos, cosa que le encantará. —Hablaba superficialmente, pero de pronto el corazón le dio un vuelco con el deseo de ver la casa de Elrond el Medio Elfo y respirar el aire de aquel valle profundo donde mucha Hermosa Gente vivía todavía en paz.
Una tarde de verano, una asombrosa noticia llegó a La Mata de Hiedra y El Dragón Verde. Los gigantes y los otros portentos de los límites de la Comarca quedaron relegados a segundo lugar. Había asuntos más importantes. ¡El señor Frodo vendía Bolsón Cerrado! ¡Ya lo había vendido a los Sacovilla-Bolsón! «Por una bagatela», decían algunos. «A precio de ocasión», decían otros, «y así será, si la señora Lobelia es la compradora». (Otho había muerto algunos años antes, a la madura aunque decepcionante edad de ciento dos años.)
La razón por la que el señor Frodo vendía su hermosa cueva se discutía todavía más que el precio. Unos pocos sostenían la teoría, apoyada por las indirectas e insinuaciones del mismo señor Bolsón, de que el dinero se le estaba agotando a Frodo. Abandonaría Hobbiton y viviría en Los Gamos de manera sencilla, entre sus parientes, los Brandigamo, con lo obtenido en la venta de Bolsón Cerrado. «Lo más lejos que pueda de los Sacovilla-Bolsón», agregaban algunos. Estaban tan convencidos de las riquezas inmensas de los Bolsón de Bolsón Cerrado que a la mayoría todo esto le parecía increíble. Mucho más difícil que cualquier otra razón o sinrazón que la imaginación pudiera inventar. Para muchos era un plan sombrío, inconfesable, de Gandalf, quien si bien se mantenía muy tranquilo, y no salía durante el día, era sabido que se «escondía en Bolsón Cerrado». Pero como quiera que el cambio se acomodase o no a los planes del hechicero, algo era indudable: Frodo volvía a Los Gamos.
—Sí, me mudaré este otoño —decía—. Merry Brandigamo me está buscando una pequeña pero hermosa cueva, o quizás una casita.
En realidad, Frodo había elegido y comprado con la ayuda de Merry una casita en Cricava más allá de Gamoburgo. Para todos, excepto Sam, Frodo simuló que se establecería allí permanentemente. La decisión de partir hacia el este le sugirió tal idea, pues Los Gamos se encontraba en el límite oriental de la Comarca y como había pasado allí la niñez, el regreso podía parecer verosímil.
Gandalf permaneció en la Comarca dos meses más. Luego, una tarde, a fines de junio, casi en seguida de que el plan de Frodo quedara establecido de modo definitivo, anunció que partía a la mañana siguiente.
—Sólo por un corto período, espero —dijo—. Iré más allá de la frontera sur para recoger algunas noticias, si es posible. He estado sin hacer nada demasiado tiempo.
Hablaba en un tono ligero, pero a Frodo le pareció que estaba preocupado.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—No. Pero he oído algo que me inquieta y que es imprescindible investigar. Si creo necesario que partas inmediatamente, volveré en seguida, o al menos te enviaré un mensaje. Mientras tanto no te desvíes del plan, pero sé más cuidadoso que nunca, sobre todo con el Anillo. Permíteme que insista: ¡No lo uses!
Gandalf partió al amanecer.
—Volveré un día de éstos —dijo—. Como máximo estaré de vuelta para la fiesta de despedida. Después de todo, quizá necesites que te acompañe.
Al principio, Frodo estuvo muy preocupado y pensaba a menudo en lo que Gandalf podía haber oído; pero al fin se tranquilizó y cuando llegó el buen tiempo olvidó del todo el problema. Pocas veces se había visto en la Comarca un verano más hermoso y un otoño más opulento; los árboles estaban cargados con manzanas, la miel rebosaba en los panales y el grano estaba alto y henchido.
Muy entrado el otoño, la suerte de Gandalf comenzó a inquietar de nuevo a Frodo. Terminaba septiembre y no había noticias del mago. El cumpleaños y la mudanza se acercaban y no había aparecido ni había enviado ningún mensaje. Comenzó el ajetreo en Bolsón Cerrado. Algunos amigos de Frodo llegaron para ayudarlo a embalar: allí estaban Fredegar Bolger, Folco Boffin y los más íntimos: Pippin Tuk y Merry Brandigamo. Entre todos dieron vuelta a la casa.
El veinte de septiembre, dos vehículos cubiertos partieron cargados hacia Los Gamos, a través del Puente del Brandivino, llevando al nuevo hogar los enseres y muebles que Frodo no había vendido. Al día siguiente Frodo estaba realmente inquieto y clavaba los ojos afuera esperando a Gandalf. La mañana del jueves, día de su cumpleaños, amaneció tan clara y brillante como aquella otra, de hacía mucho tiempo, en ocasión de la fiesta de Bilbo. Gandalf no había aparecido aún. En la tarde Frodo dio su fiesta de despedida: una cena muy pequeña, para él y sus cuatro ayudantes, pero estaba preocupado y con poco ánimo para esas cosas. El pensamiento de que pronto tendría que separarse de sus jóvenes amigos le pesaba en el corazón. Se preguntaba cómo lo diría.
Los cuatro jóvenes hobbits estaban muy animados, sin embargo, y la reunión pronto se hizo muy alegre, a pesar de la ausencia de Gandalf. El comedor parecía vacío; tenía sólo una mesa y sillas; pero la comida era buena y el vino excelente. El vino de Frodo no se había incluido en la venta a los Sacovilla-Bolsón.
—Suceda lo que suceda con el resto de mis cosas, cuando los Sacovilla-Bolsón las tomen entre sus garras yo ya habré encontrado un buen destino para esto —dijo Frodo mientras vaciaba el vaso. Era la última gota de los viejos viñedos. Luego de haber cantado muchas canciones y hablado de muchas cosas que habían hecho juntos, brindaron por el cumpleaños de Bilbo y bebieron junto con Frodo a la salud de todos, como era costumbre de Frodo. Luego salieron a respirar un poco de aire, echaron una mirada a las estrellas y se fueron a dormir. Con esto terminó la fiesta de Frodo, y Gandalf no había llegado.
A la mañana siguiente continuaron atareados cargando otro carro con el resto del equipaje. Merry se ocupó de todo esto, y junto con el Gordo (Fredegar Bolger) marcharon hacia el nuevo domicilio de Frodo.
—Alguien tiene que ir allí, Frodo, y entibiar la casa antes que llegues —dijo Merry—. Te veré luego, pasado mañana, si no te quedas dormido en el camino.
Folco volvió a su casa después del almuerzo, pero Pippin se quedó atrás. Frodo estaba inquieto, ansioso, aguardando en vano a Gandalf. Decidió esperar hasta la caída de la noche. Luego, si Gandalf lo necesitaba urgentemente, podría ir a Cricava y hasta quizá llegara antes que él. Frodo iría a pie; el plan, por placer, tanto como por cualquier otra razón, era caminar cómodamente desde Hobbiton hasta Balsadera en Gamoburgo y echar una última mirada a la Comarca.
—Tengo que entrenarme un poco —dijo, mirándose en un espejo polvoriento del vestíbulo casi vacío. No hacía caminatas largas desde mucho tiempo atrás y la imagen, opinó, no daba una impresión de vigor.
Después del almuerzo, aparecieron los Sacovilla-Bolsón, Lobelia y su hijo Lotho, el pelirrojo. Frodo se sintió bastante molesto.
—¡Nuestra al fin! —exclamó Lobelia, al tiempo que entraba.
No era ni cortés ni estrictamente verdadero, pues la venta de Bolsón Cerrado no se realizó hasta la medianoche. Pero se podía perdonar a Lobelia; se había visto obligada a esperar setenta y siete años a que Bolsón Cerrado fuese suyo y ahora tenía cien años. De cualquier modo, había vuelto para cuidar que no faltase nada de lo que había comprado y quería las llaves. Llevó largo rato satisfacerla, pues había traído un inventario completo que verificó punto por punto. Al fin partió con Lotho, la llave de repuesto y la promesa de que podría recoger la otra llave en la casa de Gamyi, en Bolsón de Tirada. Resopló, mostrando claramente que suponía a los Gamyi capaces de meterse de noche en la cueva. Frodo ni siquiera le ofreció una taza de té.
Tomó su propio té en la cocina con Pippin y Sam Gamyi. Se había anunciado oficialmente que Sam iría a Los Gamos «a ayudar al señor Frodo y cuidar el jardincito». Un arreglo que el Tío apoyó, aunque no lo consoló de la perspectiva de tener a Lobelia como vecina.
—¡Nuestra última comida en Bolsón Cerrado! —exclamó Frodo, retirando la silla.
Dejaron a Lobelia el lavado de los platos. Pippin y Sam ataron los tres fardos y los apilaron en el vestíbulo; luego Pippin salió a dar una última vuelta por el jardín. Sam desapareció.
El sol se puso; Bolsón Cerrado parecía triste, melancólico, desmantelado. Frodo vagaba por las habitaciones familiares y vio la luz del crepúsculo que se borraba en las paredes y las sombras que trepaban por los rincones. Adentro oscureció lentamente. Salió de la habitación, descendió hacia la puerta que estaba en el extremo del sendero y anduvo un trecho por el camino de la colina. Tenía cierta esperanza de ver a Gandalf subiendo a grandes zancadas en el crepúsculo.
El cielo estaba claro y las estrellas brillaban cada vez más.
—Será una hermosa noche —dijo en voz alta—. Buen comienzo. Tengo ganas de echar a caminar. No puedo seguir esperando. Partiré y Gandalf tendrá que seguirme.
Volvió sobre sus pasos y se detuvo al oír voces que venían de Bolsón de Tirada. Una voz era sin duda la del Tío, la otra era extraña y en cierto modo desagradable. No pudo entender lo que decía, pero oyó las respuestas del Tío, que eran estridentes. El anciano parecía irritado.
—No, el señor Bolsón se ha ido esta mañana y Sam se fue con él. Al menos todo lo que tenía ha desaparecido. Sí, vendió y se fue, le digo. ¿Por qué? El por qué no es asunto suyo ni mío. ¿Hacia dónde? No es un secreto; se mudó a Gamoburgo o a algún otro lugar así, allá lejos. Sí, es un buen camino. Nunca he llegado tan lejos; es para la gente de Los Gamos. No, no puedo darle ningún mensaje. ¡Buenas noches!
Los pasos descendieron la colina. Frodo se preguntó vagamente por qué el hecho de que no hubiera subido lo había aliviado tanto. «Estoy harto de preguntas y de la curiosidad de la gente sobre mis asuntos», pensó. «¡Qué preguntones son todos ellos!» Tuvo la idea de alcanzar al Tío y averiguar quién había sido el interlocutor, pero pensándolo mejor (o peor) se volvió y fue rápidamente hacia Bolsón Cerrado.
Pippin esperaba sentado sobre su fardo en el vestíbulo. Frodo atravesó la puerta oscura y llamó:
—¡Sam! ¡Sam! ¡Ya es hora!
—¡Voy, señor! —se oyó la respuesta desde adentro, seguida por el mismo Sam que salió secándose la boca.
Había estado despidiéndose del barril de cerveza, en la bodega.
—¿Todo listo, Sam? —preguntó Frodo.
—Sí, señor, tardaré poco ya.
Frodo cerró la puerta con llave y se la dio a Sam.
—¡Corre con ella a tu casa, Sam! —le dijo—. Luego corta a través de Tirada y encuéntranos tan pronto como puedas en la entrada del sendero, más allá de la pradera. No cruzaremos la villa esta noche; hay demasiados oídos y ojos atisbándonos.
Sam partió a toda prisa.
—Bueno, al fin nos vamos —dijo Frodo.
Cargaron los bultos sobre los hombros, tomaron los bastones y doblaron hacia el oeste de Bolsón Cerrado.
—¡Adiós! —dijo Frodo mirando el hueco oscuro y vacío de las ventanas. Agitó la mano y luego se volvió; y (como siguiendo a Bilbo) corrió detrás de Peregrin, sendero abajo. Saltaron por la parte menos elevada del cerco y fueron hacia los campos, entrando en la oscuridad como un susurro en la hierba.
Al pie de la colina, por la ladera del oeste, llegaron a la entrada del estrecho sendero. Se detuvieron y ajustaron las correas de los bultos; en ese momento apareció Sam, trotando de prisa y resoplando; llevaba la carga al hombro y se había puesto en la cabeza un deformado saco de fieltro que llamaba sombrero. En las tinieblas se parecía mucho a un enano.
—Estoy seguro de que me han dado el bulto más pesado —dijo Frodo—. Siempre compadecí a los caracoles y a todo bicho que lleve la casa a cuestas.
—Yo podría cargar mucho más, señor, mi fardo es muy liviano —mintió Sam resueltamente.
—No, Sam —dijo Pippin—. Le hace bien. Sólo lleva lo que nos ordenó empacar. Ha estado flojo últimamente. Sentirá menos la carga cuando camine un rato y pierda un poco de su propio peso.
—¡Sean amables con un pobre y viejo hobbit! —rió Frodo—. Estaré tan delgado como una vara de sauce antes de llegar a Los Gamos. Pero hablaba tonterías. Sospecho que has cargado demasiado, Sam; echaré un vistazo la próxima vez que empaquemos. —Tomó de nuevo el bastón—. Bueno, a todos nos gusta caminar en la oscuridad —dijo—. Nos alejaremos unas millas antes de dormir.
Durante un rato siguieron el sendero hacia el oeste. Luego doblaron a la izquierda, volviendo sigilosamente a los campos. Continuaron en fila bordeando setos y malezas, mientras la noche los envolvía en sombras. Cubiertos con mantos oscuros, eran tan invisibles como si todos tuviesen anillos mágicos. Como eran hobbits, y trataban de andar en silencio, no hacían ningún ruido que alguien pudiera oír, ni aun otros hobbits. Hasta las criaturas salvajes de los campos y los bosques apenas se daban cuenta de que pasaban.
Momentos más tarde cruzaron El Agua, al oeste de Hobbiton, por un angosto puente de tablas. El arroyo no era allí más que una serpenteante cinta negra, bordeada por inclinados alisos. Se encontraban ahora en las Tierras de Tuk y continuaron hacia el sur para llegar, una milla o dos más lejos, al camino principal de Cavada Grande, que llevaba a Delagua y al Puente Brandivino. Torciendo al sudeste, comenzaron a trepar por el País de la Colina Verde, al sur de Hobbiton. Pudieron ver las luces de la villa parpadeando en el agradable Valle del Agua. La escena desapareció pronto entre los pliegues del suelo oscurecido y entonces vieron Delagua, a orillas del lago gris. Cuando la luz de la última granja quedó muy atrás, asomando entre los árboles, Frodo se volvió y agitó la mano en señal de despedida.
—Me pregunto si volveré a ver ese valle otra vez —dijo con calma.
Después de tres horas descansaron. La noche era clara, fresca y estrellada, pero unas nubes de bruma ascendían por las faldas de la loma desde los arroyos y las praderas profundas. Unos abedules de follaje escaso, que la brisa movía allá arriba, eran como una trama negra contra el cielo pálido. Devoraron una cena frugal (para los hobbits) y continuaron la marcha. Pronto encontraron un camino muy angosto, que ascendía y descendía y se perdía luego agrisándose en la oscuridad; era el camino a casa del Bosque y Balsadera de Gamoburgo. Subía desde el camino principal de Valle del Agua y zigzagueaba por las laderas de las Colinas Verdes hacia Bosque Cerrado, una región salvaje de la Cuaderna del Este.
Momentos después se hundían en una senda profunda, abierta entre árboles altos; las hojas secas susurraban en la noche. Al principio hablaban o entonaban una canción a media voz, pues estaban lejos ahora de oídos indiscretos. Luego continuaron en silencio y Pippin comenzó a rezagarse. Al fin, cuando empezaban a subir una cuesta se detuvo y se puso a bostezar.
—Tengo tanto sueño —dijo— que pronto me caeré en el camino. ¿Pensáis dormir de pie? Es casi medianoche.
—Creí que te gustaba caminar en la oscuridad —dijo Frodo—. Pero no corre tanta prisa; Merry nos espera pasado mañana, de modo que tenemos aún cerca de dos días. Nos detendremos en el primer lugar agradable.
—El viento sopla del oeste —dijo Sam—. Si vamos a la ladera opuesta encontraremos un lugar bastante resguardado y cómodo, señor. Más adelante hay un bosque seco de abetos, si mal no recuerdo.
Sam conocía bien la región en veinte millas a la redonda de Hobbiton.
En la cima misma de la loma estaba el sitio de los abetos. Dejando el camino, se metieron en la profunda oscuridad de los árboles que olían a resina y juntaron ramas secas y piñas para hacer fuego. Pronto las llamas crepitaron alegremente al pie de un gran abeto y se sentaron alrededor un rato, hasta que comenzaron a cabecear. Cada uno en un rincón de las raíces del árbol, envueltos en capas y mantas, cayeron en un sueño profundo. Nadie quedó de guardia; ni siquiera Frodo temía algún peligro, pues aún estaban en el corazón de la Comarca. Unas pocas criaturas se acercaron a observarlos luego que el fuego se apagó. Un zorro que pasaba por el bosque, ocupado en sus propios asuntos, se detuvo unos instantes, husmeando.
«¡Hobbits!», pensó. «Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas extrañas de esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie bajo un árbol. ¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto.»
Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.
Llegó la mañana, pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la raíz del árbol se le había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso. «¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré venido en carro?», pensó como lo hacía siempre al comienzo de una expedición. «¡Y todas mis hermosas camas de plumas vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les hubieran venido bien.» Se desperezó.
—¡Arriba, hobbits! —gritó—. Hermosa mañana.
—¿Qué tiene de hermosa? —preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el borde de la manta—. ¡Sam! ¡Prepara el desayuno para las nueve y media! ¿Tienes listo ya el baño caliente?
Sam dio un salto, amodorrado aún.
—No, señor, ¡no todavía! —exclamó.
Frodo arrancó las mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el linde del bosque. En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas espesas que cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales parecían navegar a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la izquierda, el camino descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.
Cuando Frodo regresó, Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego.
—¡Agua! —gritó Pippin—. ¿Dónde está el agua?
—No llevo agua en los bolsillos —dijo Frodo.
—Pensamos que habrías ido a buscarla —dijo Pippin, muy ocupado en sacar los alimentos y las tazas—. Es mejor que vayas ahora.
—Tú también puedes venir —respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.
Había un arroyo al pie de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña marmita en un salto de agua que caía desde unas piedras grises, unos metros más arriba. Estaba helada y se lavaron la cara y las manos sacudiéndose y resoplando.
Cuando terminaron de desayunar y rehicieron los fardos, eran más de las diez de la mañana; el día estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta, cruzaron el arroyo, subieron la cuesta siguiente y subiendo y bajando franquearon otra cresta de las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los alimentos y todo el equipo empezaron a pesarles de veras.
La marcha de ese día prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas millas después, sin embargo, no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía hasta la cima de una empinada colina por una senda zigzagueante y luego descendía una última vez. Vieron frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con pequeños grupos de árboles que en la distancia se confundían en una parda bruma boscosa. Estaban mirando por encima del Bosque Cerrado hacia el río Brandivino. El camino se alargaba como una cinta.
—El camino no tiene fin —dijo Pippin—, pero yo necesito descansar. Es la hora del almuerzo.
Se sentó al borde del camino, mirando hacia el brumoso este: más allá estaba el río y el fin de la Comarca donde había pasado toda la vida. Sam permanecía de pie junto a él; los ojos redondos muy abiertos, pues veía tierras que nunca había visto, un nuevo horizonte.
—¿Hay elfos en esos bosques? —preguntó.
—Que yo sepa, no —respondió Pippin.
Frodo callaba. También él miraba hacia el este a lo largo del camino, como si no lo hubiese visto nunca. De pronto dijo pausadamente y en voz alta, pero como si se hablara a sí mismo:
El Camino sigue y sigue desde la puerta.
El Camino ha ido muy lejos, y si es posible he de seguirlo recorriéndole con pie fatigado hasta llegar a un camino más ancho donde se encuentran senderos y cursos. ¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.
—Me recuerda un poema del viejo Bilbo —dijo Pippin—. ¿Es una de tus imitaciones? No me parece muy alentadora.
—No lo sé —dijo Frodo—. Me llegó como si estuviese inventándola, pero debo de haberla oído hace mucho tiempo. En realidad, me recuerda mucho a Bilbo en los últimos años, antes que partiera. Decía a menudo que sólo había un camino y que era como un río caudaloso; nacía en el umbral de todas las puertas, y todos los senderos eran ríos tributarios. «Es muy peligroso, Frodo, cruzar la puerta», solía decirme. «Vas hacia el camino y si no cuidas tus pasos no sabes hacia dónde te arrastrarán. ¿No entiendes que este camino atraviesa el Bosque Negro, y que si no prestas atención puede llevarte a la Montaña Solitaria, y más lejos aún y a sitios peores?» Acostumbraba decirlo en el sendero que pasaba frente a la puerta principal de Bolsón Cerrado, especialmente después de haber hecho una larga caminata.
—Bien. El camino no me arrastrará a ningún lado, al menos durante una hora —dijo Pippin, descargando el fardo.
Los otros siguieron su ejemplo. Apoyaron los bultos contra el terraplén y extendieron las piernas sobre el camino. Descansaron, almorzaron bien y luego descansaron de nuevo.
El sol declinaba; la luz de la tarde se alargaba sobre la tierra cuando los tres hobbits bajaron por la loma. No habían encontrado ni un alma en el camino; no parecía una vía muy frecuentada, pues no era apta para carros y había poco tránsito hacia Bosque Cerrado. Iban caminando lentamente desde hacía una hora o más, cuando Sam se detuvo un momento como si escuchara. Estaban ahora en una planicie y el camino, después de mucho serpentear, se extendía en línea recta y cruzaba praderas verdes, salpicadas de árboles altos, como centinelas de los próximos bosques.
—Oigo una jaca o un caballo que viene por el camino detrás de nosotros dijo Sam.
Miraron hacia atrás, pero había una curva en el camino y no podían ver muy lejos.
—Me pregunto si no será Gandalf que viene a reunirse con nosotros —dijo Frodo. Al mismo tiempo sintió que no era así y de pronto tuvo el deseo de esconderse, para que el jinete no lo viera—. No es que me importe mucho —dijo disculpándose—, pero preferiría que nadie me viese en el camino; estoy harto de que mis cosas se sepan y discutan. Y si es Gandalf —añadió, como si acabara de ocurrírsele—, le daremos una pequeña sorpresa como pago por su demora. ¡Escondámonos!
Los otros dos corrieron hacia la izquierda, metiéndose en un hoyo, no lejos del camino, y agazapándose. Frodo dudó un segundo; la curiosidad, o algún otro sentimiento, luchaba con el deseo de esconderse. El ruido de cascos se acercaba. Justo a tiempo se arrojó a un lugar de pastos altos, detrás de un árbol que sombreaba el camino. Luego alzó la cabeza y espió con precaución por encima de una de las grandes raíces. En el codo del camino apareció un caballo negro, no un poney hobbit sino un caballo de gran tamaño, y sobre él un hombre corpulento, que parecía echado sobre la montura, envuelto en un gran manto negro y tocado con un capuchón, por lo que sólo se le veían las botas en los altos estribos. La cara era invisible en la sombra.
Cuando llegó al árbol, frente a Frodo, el caballo se detuvo. El jinete permaneció sentado, inmóvil, con la cabeza inclinada, como escuchando. Del interior del capuchón vino un sonido, como si alguien olfateara para atrapar un olor fugaz; la cabeza se volvió hacia uno y otro lado del camino.
Un repentino miedo de ser descubierto se apoderó de Frodo y pensó en el Anillo. Apenas se atrevía a respirar, pero el deseo de sacar el Anillo del bolsillo se hizo tan fuerte que empezó a mover lentamente la mano. Sentía que sólo tenía que deslizárselo en el dedo para sentirse seguro; el consejo de Gandalf le parecía disparatado. Bilbo mismo había usado el Anillo. «Todavía estoy en la Comarca», pensó, al tiempo que tocaba la cadena del Anillo. En ese momento el jinete se enderezó y sacudió las riendas. El caballo echó a andar, lentamente primero y después con un rápido trote. Frodo se arrastró al borde del camino y siguió con la vista al jinete, hasta que desapareció a lo lejos. No podía asegurarlo, pero le pareció que súbitamente, antes de perderse de vista, el caballo había doblado hacia los árboles de la derecha.
—Creo que se trata de algo muy curioso, en realidad inquietante —se dijo Frodo, mientras iba al encuentro de sus compañeros.
Pippin y Sam habían permanecido todo este tiempo tendidos sobre la hierba y no habían visto nada; Frodo les describió el jinete y su extraña conducta.
—No puedo decir por qué, pero sentí que me buscaba o me olfateaba, y tuve la certeza de que yo no quería que me descubriera. Nunca en la Comarca sentí algo parecido.
—¿Pero qué tiene que ver con nosotros uno de la Gente Grande? —preguntó Pippin—. ¿Y qué está haciendo en esta parte del mundo?
—Hay hombres en los alrededores —dijo Frodo—. En la Cuaderna del Sur creo que tuvieron dificultades con la Gente Grande, pero nunca había oído de alguien como este jinete. Me pregunto de dónde viene.
—Perdón, señor —interrumpió Sam de improviso—. Yo sé de dónde viene. De Hobbiton. A menos que haya más de uno. Y sé adónde va.
—¿Qué quieres decir? —dijo Frodo severamente, mirándolo con asombro—. ¿Por qué no lo dijiste antes?
—Acabo de acordarme, señor. Ocurrió así: cuando ayer a la tarde volví a casa con la llave, mi padre me dijo: ¡Hola, Sam! Creí que habías partido con el señor Frodo esta mañana. Vino un personaje extraño preguntando por el señor Bolsón, de Bolsón Cerrado. Se acaba de ir. Lo envié a Gamoburgo. No me gustó el aspecto que tenía. Pareció desconcertado cuando le dije que el señor Bolsón había dejado el viejo hogar para siempre. Silbó entre dientes, sí. Me estremecí. Le pregunté al Tío qué clase de individuo era. No lo sé, me respondió. Pero no era un hobbit. Alto, moreno y se inclinó sobre mí; creo que era uno de la Gente Grande, esos que viven en lugares remotos. Hablaba de modo raro.
»No pude quedarme a escuchar más, señor, pues usted me esperaba; no le hice mucho caso. El Tío está algo ciego y debe de haber sido casi de noche cuando el individuo subió a la colina y lo encontró tomando fresco como de costumbre. Espero que mi padre no le haya causado daño, señor, ni yo.
—No se puede culpar al Tío —dijo Frodo—. Te diré que lo oí hablar con un extranjero. Parecía preguntar por mí y tuve la tentación de acercarme y preguntarle quién era. Lamento no haberlo hecho, o que no me lo hubieses contado antes; me habría cuidado más en el camino.
—Quizá no haya relación entre este jinete y el extranjero del Tío —dijo Pippin—.
Abandonamos Hobbiton bastante en secreto y no sé cómo hubiera podido seguirnos.
—¿Qué me dice del olfateo, señor? —preguntó Sam—. El Tío dijo que era un tipo negro.
—Ojalá hubiese esperado a Gandalf —murmuró Frodo—. Pero quizás habría empeorado las cosas.
—¿Entonces sabes o sospechas algo de ese jinete? —dijo Pippin, que había captado el murmullo.
—No lo sé, y prefiero no sospecharlo —dijo Frodo.
—¡Muy bien, primo Frodo! Puedes guardar el secreto, si quieres pasar por misterioso. Mientras tanto, ¿qué haremos? Me gustaría un bocado y un trago, pero creo que sería mejor salir de aquí. Tu charla sobre Jinetes olfateadores de narices invisibles me ha turbado bastante.
—Sí, creo que nos iremos —dijo Frodo—. Pero no por el camino; pudiera ocurrir que el jinete volviera, o lo siguiese algún otro. Hoy tenemos que hacer un buen trecho. Los Gamos está todavía a muchas millas de aquí.
Cuando partieron, las sombras de los árboles eran largas y finas sobre el pasto. Caminaban ahora por la izquierda del camino, manteniéndose a distancia de tiro de piedra y ocultándose todo lo posible; pero la marcha era así difícil, pues la hierba crecía en matas espesas, el suelo era disparejo y los árboles comenzaban a apretarse en montecillos.
El sol enrojecido se había puesto detrás de las lomas, a espaldas de los viajeros y la noche iba cayendo antes que llegaran al final de la llanura, que el camino atravesaba en línea recta. De allí doblaba a la izquierda y descendía a las tierras bajas de Yale, en dirección a Cepeda; pero un sendero que se abría a la derecha culebreaba entrando en un bosque de viejos robles hacia la casa del bosque.
—Este es nuestro camino —dijo Frodo.
No muy lejos del borde del camino tropezaron con el enorme esqueleto de un árbol; vivía todavía y tenía hojas en las pequeñas ramas que habían brotado alrededor de los muñones rotos; pero estaba hueco, y en el lado opuesto del camino había un agujero por donde se podía entrar. Los hobbits se arrastraron dentro del tronco y se sentaron sobre un piso de vieja hojarasca y madera carcomida. Descansaron y tomaron una ligera merienda, hablando en voz baja y escuchando de vez en cuando.
El crepúsculo los envolvió cuando salieron al camino. El viento del oeste suspiraba en las ramas. Las hojas murmuraban. Pronto el camino empezó a descender suavemente, pero sin pausa, en la oscuridad. Una estrella apareció sobre los árboles, ante ellos, en las crecientes tinieblas del oriente. Para mantener el ánimo marchaban juntos y a paso vivo. Después de un rato, cuando las estrellas se hicieron más brillantes y numerosas, recobraron la calma y ya no prestaron atención a un posible ruido de cascos. Comenzaron a tararear suavemente, como lo hacen los hobbits cuando caminan, sobre todo cuando vuelven a sus casas por la noche. La mayoría canta entonces una canción de cena o de cuna; pero estos hobbits tarareaban una canción de caminantes (aunque con algunas alusiones a la cena y a la cama, por supuesto). Bilbo Bolsón había puesto letra a una tonada tan vieja como las colinas mismas y se la había enseñado a Frodo mientras caminaban por los senderos del Valle del Agua y hablaban de la Aventura.
En el hogar el fuego es rojo, y bajo techo hay una cama; pero los pies no están cansados todavía, y quizás aún encontremos detrás del recodo un árbol repentino o una roca empinada que nadie ha visto sino nosotros. Árbol y flor y brizna y pasto, ¡que pasen, que pasen! Colina y agua bajo el cielo, ¡pasemos, pasemos!
Aun detrás del recodo quizá todavía esperen un camino nuevo o una puerta secreta, y aunque hoy pasemos de largo y tomemos los senderos ocultos que corren
hacia la luna o hacia el sol quizá mañana aquí volvamos. Manzana, espino, nuez y ciruela ¡que se pierdan, se pierdan!
Arena y piedra y estanque y cañada, ¡adiós, adiós!
La casa atrás, delante el mundo, y muchas sendas que recorrer, hacia el filo sombrío del horizonte y la noche estrellada.
Luego el mundo atrás y la casa delante; volvemos a la casa y a la cama. Niebla y crepúsculo, nubes y sombra, se borrarán, se borrarán.
Lámpara y fuego, y pan y carne, ¡y luego a cama, y luego a cama!
La canción terminó.
—¡Y ahora a cama! ¡Ahora a cama! —cantó Pippin en voz alta.
—¡Calla! —interrumpió Frodo—. Creo oír ruido de cascos otra vez.
Se detuvieron y se quedaron escuchando en silencio, como sombras de árboles. Había un ruido de cascos en el camino, detrás, bastante lejos, pero se acercaba lenta y claramente traído por el viento. Los hobbits se deslizaron fuera del camino rápida y quedamente, internándose en la espesura, bajo los robles.
—No nos alejemos demasiado —dijo Frodo—. No quiero que me vean, pero quiero ver si es otro Jinete Negro.
—Muy bien —dijo Pippin—. ¡Pero no olvides el olfateo!
El ruido se aproximó; no tuvieron tiempo de encontrar un escondrijo mejor que aquella oscuridad bajo los árboles.
Sam y Pippin se agacharon detrás de un tronco grueso, mientras que Frodo se arrastraba unas pocas yardas hacia el camino descolorido, una línea de luz agonizante, que atravesaba el bosque. Arriba, las estrellas se apretaban en el cielo oscuro, pero no había luna.
El sonido de cascos se interrumpió. Frodo vio algo oscuro que pasaba entre el claro luminoso de dos árboles y luego se detenía. Parecía la sombra negra de un caballo, llevado por una sombra más pequeña. La sombra se alzó junto al lugar en que habían dejado el camino y se balanceó de un lado a otro; Frodo creyó oír la respiración de alguien que olfateaba. La sombra se inclinó y luego empezó a arrastrarse hacia Frodo.
Una vez más Frodo sintió el deseo de ponerse el Anillo y el deseo era más fuerte que nunca. Tan fuerte era que antes de advertir lo que hacía, ya estaba tanteándose el bolsillo. En ese mismo momento se oyó un sonido de risas y cantos. Unas voces claras se alzaron y se apagaron en la noche estrellada. La sombra negra se enderezó, retirándose de prisa. Montó el caballo oscuro y pareció que se desvanecía en las sombras del otro lado del camino. Frodo recobró el aliento.
—¡Elfos! —exclamó Sam con un murmullo ronco—. ¡Elfos, señor!
Si no lo hubieran retenido, habría saltado fuera de los árboles, para unirse a las voces.
—Sí, son elfos —dijo Frodo—. Se los encuentra a veces en Bosque Cerrado. No viven en la Comarca, pero vagabundean por aquí en primavera y en otoño, lejos de sus propias tierras, más allá de las Colinas de la Torre. Y les agradezco la costumbre. No lo visteis, pero el jinete negro se detuvo justamente aquí y se arrastraba hacia nosotros cuando empezó el canto. Tan pronto oyó las voces, escapó.
—¿Y los elfos? —dijo Sam, demasiado excitado para preocuparse por el jinete—. ¿No podemos ir a verlos?
—Escucha, vienen hacia aquí —dijo Frodo—. Sólo tenemos que esperar junto al camino.
La canción se acercó. Una voz clara se elevaba sobre las otras. Cantaba en la bella lengua de los elfos, de la que Frodo conocía muy poco y los otros nada. Sin embargo, el sonido, combinado con la melodía, parecía tomar forma en la mente de los hobbits con palabras que entendían sólo a medias. Esta era la canción, tal como la oyó Frodo:
¡Blancanieves! ¡Blancanieves! ¡Oh, dama clara!
¡Reina de más allá de los mares del Oeste! ¡Oh Luz para nosotros, peregrinos en un mundo de árboles entrelazados!
¡Gilthoniel! ¡Oh Elbereth!
Es clara tu mirada y brillante tu aliento. ¡Blancanieves! ¡Blancanieves! Te cantamos en una tierra lejana más allá del mar. Oh estrellas que en un año sin sol ella sembró con luminosa mano, en campos borrascosos, ahora brillante y claro vemos tu capullo de plata esparcido en el viento.
¡Oh Elbereth! ¡Gilthoniel!
Recordamos aún, nosotros que habitamos en esta tierra lejana bajo los árboles, tu luz estelar sobre los mares del Oeste.
La canción terminó.
—¡Son Altos Elfos! ¡Han nombrado a Elbereth! —dijo Frodo sorprendido—. No sabía que estas gentes magníficas visitaran la Comarca. No hay muchos ahora en la Tierra Media, al este de las Grandes Aguas. Esta es de veras una muy rara ocasión.
Los hobbits se sentaron junto al camino, entre las sombras. Los elfos no tardaron en bajar por el camino hacia el valle. Pasaron lentamente y los hobbits alcanzaron a ver la luz de las estrellas que centelleaba en los cabellos y los ojos de los elfos. No llevaban luces, pero un resplandor semejante a la luz de la luna poco antes de asomar sobre la cresta de las lomas les envolvía los pies. Marchaban ahora en silencio y el último se volvió en el camino, miró a los hobbits y se rió.
—¡Salud, Frodo! —exclamó—. Es muy tarde para estar fuera. ¿O andas perdido?
Llamó en voz alta a los otros, que se detuvieron y se reunieron en círculo.
—Es realmente maravilloso —dijeron—. Tres hobbits en un bosque, de noche. No hemos visto nada semejante desde que Bilbo se fue. ¿Qué significa?
—Esto sólo significa, Hermosa Gente —dijo. Frodo—, que seguimos el mismo camino que vosotros, parece. Me gusta caminar a la luz de las estrellas y quisiera acompañaros.
—Pero no necesitamos ninguna compañía y además los hobbits son muy aburridos — rieron—. ¿Cómo sabes que vamos en la misma dirección, si no sabes a dónde vamos?
—¿Y cómo sabes tú mi nombre? —preguntó Frodo.
—Sabemos muchas cosas —dijeron los elfos—. Te vimos a menudo con Bilbo, aunque tú no nos vieras.
—¿Quiénes sois? ¿Quién es vuestro señor? —preguntó Frodo.
—Me llamo Gildor —respondió el jefe, el primero que lo había saludado—. Gildor Inglorion de la Casa de Finrod. Somos desterrados; la mayoría de nosotros ha partido hace tiempo y ahora no hacemos otra cosa que demorarnos un poco antes de cruzar las Grandes Aguas. Pero algunos viven aún en paz en Rivendel. Vamos, Frodo, dinos qué haces, pues vemos sobre ti una sombra de miedo.
—¡Oh, gente sabia —interrumpió ansiosamente Pippin—, decidnos algo de los Jinetes Negros!
—¿Jinetes Negros? —murmuraron los elfos—. ¿Por qué esa pregunta?
—Porque dos Jinetes Negros nos dieron alcance hoy mismo, o uno lo hizo dos veces — respondió Pippin—. Desapareció minutos antes que vosotros llegarais.
Los elfos no respondieron en seguida; hablaron entre ellos en voz baja, en su propia lengua, y al fin Gildor se volvió hacia los hobbits.
—No hablaremos de eso aquí —dijo—. Será mejor que vengáis con nosotros; no es nuestra costumbre, pero por esta vez os llevaremos por nuestra ruta y esta noche os alojaréis con nosotros, si así lo deseáis.
—¡Oh, Hermosa Gente! Esto es más de lo que esperábamos —dijo Pippin. Sam se había quedado sin habla.
—Te lo agradezco, Gildor Inglorion —dijo Frodo inclinándose—. Elen sila lúmenn’ omentielmo, una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro —agregó en la lengua alta de los elfos.
—¡Cuidado, amigos! —rió Gildor—. ¡No habléis de cosas secretas! He aquí un conocedor de la lengua antigua. Bilbo era un buen maestro. ¡Salud, amigo de los elfos! —dijo inclinándose ante Frodo—. ¡Ven con tus amigos y únete a nosotros! Es mejor que caminéis en el medio, para que nadie se extravíe. Pienso que os sentiréis cansados antes que hagamos un alto.
—¿Por qué? ¿Hacia dónde vais? —preguntó Frodo.
—Esta noche vamos hacia los bosques de las colinas que dominan la casa del Bosque. Quedan a algunas millas de aquí, pero podéis descansar cuando lleguemos y acortaréis el camino de mañana.
Marcharon todos juntos en silencio, como sombras y luces mortecinas; pues los elfos (aun más que los hobbits) podían caminar sin hacer ruido, si así lo deseaban. Pippin pronto sintió sueño y se tambaleó en una o dos ocasiones, pero cada vez un elfo que marchaba a su lado extendía el brazo, sosteniéndolo. Sam caminaba junto a Frodo como en un sueño y con una expresión mitad de miedo y mitad de maravillada alegría.
Los bosques de ambos lados comenzaron a hacerse más densos; los árboles eran más nuevos y frondosos y a medida que el camino descendía siguiendo un pliegue de las lomas, unos sotos profundos de avellanos se sucedían sobre las dos laderas. Por último los elfos dejaron el camino, internándose por un sendero verde casi oculto en la espesura a la derecha y subieron por unas laderas boscosas hasta llegar a la cima de una loma que se adelantaba hacía las tierras más bajas del valle del río. De pronto, salieron de las sombras de los árboles y se abrió ante ellos un vasto espacio de hierba gris bajo el cielo nocturno; los bosques lo encerraban por tres lados, pero hacia el este el terreno caía a pique y las copas de los árboles sombríos que crecían al pie de las laderas no llegaban a la altura del claro. Más allá, las tierras bajas se extendían oscuras y planas bajo las estrellas. Como al alcance de la mano, unas pocas luces parpadeaban en Casa del Bosque.
Los elfos se sentaron en la hierba hablando juntos en voz baja; parecían haberse olvidado de los hobbits. Frodo y sus amigos se envolvieron en capas y mantas y una pesada somnolencia cayó sobre ellos. La noche avanzó y las luces del valle se apagaron. Pippin se durmió, la cabeza apoyada en un montículo verde.
A lo lejos, alta en oriente, parpadeaba Remirath, la red de estrellas, y lento entre la niebla asomó el rojo Borgil, brillando como una joya de fuego. Luego algún movimiento del aire descorrió el velo de bruma y trepando sobre las crestas del mundo apareció el Espada del Cielo, Menelvagor, y su brillante cinturón. Los elfos rompieron a cantar. De súbito, bajo los árboles, un fuego se alzó difundiendo una luz roja.
—¡Venid! —llamaron los elfos a los hobbits—. ¡Venid! ¡Llegó el momento de la palabra y la alegría!
Pippin se sentó restregándose los ojos y de pronto tuvo frío y se estremeció.
—Hay fuego en la sala y comida para los invitados hambrientos —dijo un elfo, de pie ante él.
En el extremo sur del claro había una abertura. Allí el suelo verde penetraba en el bosque formando un espacio amplio, como una sala techada con ramas de árboles; los grandes troncos se alineaban como pilares a los lados. En el centro había una hoguera y sobre los árboles-pilares ardían las antorchas con luces de oro y plata. Los elfos se sentaron en el pasto o sobre los viejos troncos serruchados, alrededor del fuego. Algunos iban y venían llevando copas y sirviendo bebidas; otros traían alimentos apilados en platos y fuentes.
—Es una comida pobre —dijeron los elfos a los hobbits—, pues estamos acampando en los bosques, lejos de nuestras casas. Allá en nuestros hogares os hubiésemos tratado mejor.
—A mí me parece un banquete de cumpleaños —dijo Frodo.
Pippin apenas recordó después lo que había comido y bebido, pues se pasó la noche mirando la luz que irradiaban las caras de los elfos y escuchando aquellas voces tan variadas y hermosas; todo había sido como un sueño. Pero recordaba que había habido pan, más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto de hambre, y frutas tan dulces como bayas silvestres y más perfumadas que las frutas cultivadas de las huertas y había tomado una bebida fragante, fresca como una fuente clara, dorada como una tarde de verano.
Sam nunca pudo describir con palabras y ni siquiera volver a imaginar lo que había pensado y sentido aquella noche, aunque se le grabó en la memoria como uno de los episodios más importantes de su vida. Lo más que pudo decir fue:
—Bien, señor, si pudiese cultivar esas manzanas, me consideraría entonces un jardinero. Pero lo que más profundamente me conmovió el corazón fueron las canciones, si usted me entiende.
Frodo comió, bebió y habló animadamente, pero prestó atención sobre todo a las palabras de los demás. Conocía algo de la lengua de los elfos y escuchaba ávidamente. De vez en cuando hablaba y agradecía en élfico. Los elfos sonreían y le decían riéndose:
—¡Una joya entre los hobbits!
Al poco tiempo Pippin se durmió y lo alzaron y llevaron a una enramada bajo los árboles; allí durmió el resto de la noche en un lecho blando. Sam no quiso abandonar a su señor. Cuando Pippin se fue, se acercó y se acurrucó a los pies de Frodo y allí cabeceó un rato y al fin cerró los ojos. Frodo se quedó largo tiempo despierto, hablando con Gildor.
Hablaron de muchas cosas, viejas y nuevas y Frodo interrogó repetidamente a Gildor acerca de lo que ocurría en el ancho mundo, fuera de la Comarca. Las noticias eran en su mayoría tristes y ominosas: las tinieblas crecientes, las guerras de los hombres y la huida de los elfos. Al fin Frodo hizo la pregunta que más le tocaba el corazón:
—Dime, Gildor, ¿has visto a Bilbo después que se fue?
Gildor sonrió.
—Sí —dijo—, dos veces. Se despidió de nosotros en este mismo sitio. Pero lo vi otra vez, lejos de aquí.
Gildor no quiso decir nada más acerca de Bilbo, y Frodo calló.
—No preguntas ni dices mucho de lo que a ti concierne, Frodo —dijo Gildor—. Pero sé ya un poco y puedo leer más en tu cara y en el pensamiento que dicta tus preguntas. Dejas la Comarca y todavía no sabes si encontrarás lo que buscas, si cumplirás tu cometido, o si un día volverás. ¿No es así?
—Así es —dijo Frodo—; pero pensaba que mi partida era un secreto que sólo Gandalf y mi fiel Sam conocían. —Miró a Sam que roncaba apaciblemente.
—En lo que toca a nosotros, el secreto no llegará al enemigo —dijo Gildor.
—¿El enemigo? —dijo Frodo—. ¿Entonces sabes por qué dejo la Comarca?
—No sé por qué te persigue el enemigo —respondió Gildor—, pero veo que es así… aunque me parezca muy extraño. Y te prevengo que el peligro está ahora delante y detrás de ti, y a cada lado.
—¿Te refieres a los jinetes? Temí que fueran sirvientes del enemigo. ¿Quiénes son los Jinetes Negros?
—¿Gandalf no te ha dicho nada?
—Nada sobre tales criaturas.
—Entonces creo que no soy quien deba decirte más, pues el temor podría impedir tu viaje. Porque creo que has partido justo a tiempo, si todavía hay tiempo. Ahora tienes que apresurarte, no demorarte ni volver atrás, pues ya no hay protección para ti en la Comarca.
—No puedo imaginar una información más aterradora que tus insinuaciones y advertencias —exclamó Frodo—. Sabía que el peligro acechaba, por supuesto, pero no esperaba encontrarlo tan pronto, en nuestra propia Comarca. ¿Es que un hobbit no puede pasearse tranquilamente desde El Agua al Río?
—No es tu propia Comarca —dijo Gildor—. Otros moraron aquí antes que los hobbits existieran, y otros morarán cuando los hobbits ya no existan. Todo a vuestro alrededor se extiende el ancho mundo. Podéis encerraros, pero no lo mantendréis siempre afuera.
—Lo sé, y sin embargo nunca dejó de parecerme un sitio tan seguro y familiar. ¿Qué puedo hacer? Mi plan era abandonar la Comarca en secreto, camino de Rivendel, pero ya me siguen los pasos, aún antes de llegar a Los Gamos.
—Creo que tendrías que seguir ese plan —dijo Gildor—. No pienso que el camino sea muy difícil para tu coraje, pero si deseas consejos más claros tendrías que pedírselos a Gandalf. No conozco el motivo de tu huida y por eso mismo no sé de qué medios se valdrán tus perseguidores para atacarte. Gandalf lo sabrá, sin duda. Supongo que lo verás antes de dejar la Comarca.
—Así lo espero, pero esto es otra cosa que me inquieta. He esperado a Gandalf muchos días; tendría que haber llegado a Hobbiton hace dos noches cuando mucho, pero no apareció.
Ahora me pregunto qué habrá ocurrido. ¿Crees necesario que lo espere?
Gildor guardó silencio un rato y al fin dijo:
—No me gustan estas noticias. El retraso de Gandalf no presagia nada bueno. Pero está dicho: «No te entremetas en asuntos de magos, pues son astutos y de cólera fácil.» Te corresponde a ti decidir: sigue o espéralo.
—Y también se ha dicho —respondió Frodo—: «No pidas consejo a los elfos, pues te dirán al mismo tiempo que sí y que no.»
—¿De veras? —rió Gildor—. Raras veces los elfos dan consejos indiscretos, pues un consejo es un regalo muy peligroso, aun del sabio al sabio, ya que todos los rumbos pueden terminar mal. ¿Qué pretendes? No me has dicho todo lo que a ti respecta; entonces, ¿cómo podría elegir mejor que tú? Pero si me pides consejo te lo daré por amistad. Pienso que debieras partir inmediatamente, sin dilación y si Gandalf no aparece antes de tu partida, permíteme también aconsejarte que no vayas solo. Lleva contigo amigos de confianza y de buena voluntad. Tendrías que agradecérmelo, pues no te doy este consejo de muy buena gana. Los elfos tienen sus propios trabajos y sus propias penas y no se entremeten en los asuntos de los hobbits o de cualquier otra criatura terrestre. Nuestros caminos rara vez se cruzan con los de ellos, por casualidad o a propósito; quizás este encuentro no sea del todo casual, pero el propósito no me parece claro y temo decir demasiado.
—Te estoy profundamente agradecido —dijo Frodo—. Pero me gustaría que me dijeras con claridad qué son los Jinetes Negros. Si sigo tu consejo, no he de ver a Gandalf durante mucho tiempo y tendría que conocer cuál es el peligro que me persigue.
—¿No es bastante saber que son siervos del enemigo? —respondió Gildor—. ¡Escapa de ellos! ¡No les hables! Son mortíferos. No me preguntes más. Mi corazón me anuncia que antes del fin, tú, Frodo, hijo de Drogo, sabrás más de estas cosas terribles que Gildor Inglorion. ¡Que Elbereth te proteja!
—¿Dónde encontraré coraje? —preguntó Frodo—. Es lo que más necesito.
—El coraje se encuentra en sitios insólitos —dijo Gildor—. Ten fe. ¡Duerme ahora! En la mañana nos habremos ido, pero te enviaremos nuestros mensajes a través de las tierras. Las Compañías Errantes sabrán de tu viaje y aquellos que tienen poder para el bien estarán atentos. ¡Te nombro amigo de los elfos y que las estrellas brillen para ti hasta el fin del camino! Pocas veces nos hemos sentido tan cómodos con gente extraña; es muy agradable oír palabras del idioma antiguo en labios de otros peregrinos del mundo. Frodo sintió que el sueño se apoderaba de él, aún antes que Gildor terminara de hablar.
—Dormiré ahora —dijo y el elfo lo llevó junto a Pippin; y allí Frodo se echó sobre una cama y durmió sin sueños toda la noche.