El señor de los anillos - 9. La Comunidad del Anillo 1 - 4 Un atajo hacia los hongos
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- 9. La Comunidad del Anillo 1 - 4 Un atajo hacia los hongos
A la mañana siguiente Frodo despertó renovado. Estaba acostado bajo una enramada; las ramas de un árbol bajaban entrelazadas hasta el suelo. La cama era de helecho y musgo, suave, profunda y extrañamente fragante. El sol refulgía entre las hojas temblorosas, todavía verdes. Frodo se levantó de un salto y salió.
Sam estaba sentado en la hierba, cerca del linde del bosque. Pippin, de pie, estudiaba el cielo y el tiempo. No había señales de los elfos.
—Nos han dejado fruta, bebidas y pan —dijo Pippin—. Ven a desayunar. El pan es casi tan bueno como anoche. Yo no quería dejarte nada, pero Sam insistió.
Frodo se sentó junto a Sam y empezó a comer. —¿Cuál es el plan de hoy? —preguntó Pippin.
—Caminar hacia Los Gamos tan rápido como sea posible —respondió Frodo, volviendo su atención a la comida.
—¿Crees que volveremos a ver a alguno de los jinetes? —preguntó Pippin alegremente.
Al sol de la mañana, la posibilidad de encontrarse con todo un escuadrón de jinetes no le parecía muy alarmante.
—Sí, quizá —respondió Frodo, no muy a gusto con el recuerdo—. Espero cruzar el río sin que nos vean.
—¿Descubriste algo sobre ellos por lo que te dijo Gildor?
—No mucho, sólo insinuaciones y adivinanzas —dijo Frodo evasivamente.
—¿Le preguntaste por el olfateo?
—No lo discutimos —dijo Frodo, con la boca llena.
—Tendrías que haberlo hecho; estoy seguro de que es muy importante.
—Y yo estoy seguro de que Gildor se hubiera negado a explicármelo —dijo Frodo, bruscamente ahora—. ¡Déjame en paz! No tengo ganas de responder a una sarta de preguntas mientras estoy comiendo. Quiero pensar.
—¡Cielos! —exclamó Pippin—. ¿Durante el desayuno?
Se alejo hacia el borde del prado. La mañana brillante, traidoramente brillante, según Frodo, no había desvanecido el temor de que lo persiguieran, y pensaba ahora en las palabras de Gildor. Oyó la alegre voz de Pippin, que corría por la hierba, cantando.
«No, no podría», se dijo. «Una cosa es llevar a mis jóvenes amigos a recorrer la Comarca hasta sentirnos muertos de hambre y cansancio y añorar la comida y la cama, y otra cosa es llevarlos al exilio donde el hambre y el cansancio no tienen remedio. La herencia es sólo mía.
Ni siquiera creo que deba llevar a Sam.»
Miró a Sam Gamyi y descubrió que él estaba observándolo.
—Bien, Sam —le dijo—, ¿qué sucede? Abandonaré la Comarca tan pronto como pueda. He decidido no esperar ni siquiera un día en Cricava, si puedo evitarlo.
—¡Bien, señor!
—¿Todavía piensas venir conmigo?
—Sí.
—Será muy peligroso, Sam. Ya es peligroso. Quizá no volvamos, ninguno de nosotros.
—Si usted no vuelve, señor, es verdad que yo tampoco volveré —replicó Sam. ¡No lo abandones!, me dijeron. ¡Abandonarlo! Ni siquiera lo pienso. Iré con él, aunque suba a la luna; y si alguno de esos Jinetes Negros trata de detenerlo, tendrá que vérselas con Sam Gamyi, dije. Ellos se echaron a reír.
—¿Quiénes son ellos? ¿Y de qué hablas?
—Los elfos, señor. Tuvimos una conversación anoche. Parecían saber que usted se iba y no vi la necesidad de negarlo. ¡Maravilloso pueblo los elfos, señor! ¡Maravilloso!
—Así es —dijo Frodo—. ¿Te siguen gustando, ahora que los viste más de cerca?
—A decir verdad, parecen estar por encima de mis simpatías o antipatías —respondió Sam lentamente—. Lo que yo pienso no importa mucho. Son bastante diferentes de lo que yo esperaba; tan jóvenes y viejos, tan alegres y tristes, si puede decirse así.
Frodo lo miró bastante confundido, como esperando ver algún signo exterior del extraño cambio que se había producido en Sam. La voz no era la del Sam Gamyi que él creía conocer. No obstante, seguía siendo el de antes, Sam Gamyi, allí sentado, pero tenía una expresión pensativa, lo que en él era insólito.
—¿Sientes aún la necesidad de abandonar la Comarca, ahora que cumpliste tu deseo de ver a los elfos? —le preguntó.
—Sí, señor; no sé cómo decirlo, pero después de anoche me siento diferente. Me parece ver el futuro, en cierto modo. Sé que recorreremos un largo camino hacia la oscuridad; pero también sé que no puedo volverme. No es que quiera ver elfos ahora, o dragones, o montañas… lo que quiero no lo sé exactamente, pero tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí adelante, no en la Comarca. Tengo que buscarlo señor, si usted me entiende.
—No del todo, pero entiendo que Gandalf me eligió un buen compañero.
—Tú dormiste hasta tarde, querrás decir —replicó Pippin—. Me levanté mucho antes que tú y lo único que esperábamos era que terminaras de comer y de pensar.
—Ya he terminado ambas cosas y alcanzaré Balsadera de Gamoburgo tan rápido como sea posible. No haremos ningún rodeo, es decir, no volveré al camino que dejamos anoche; cortaré a través del campo.
—Entonces volarás —dijo Pippin—. No podrás cortar camino a pie por estos campos.
—De cualquier modo el trayecto será más corto —respondió Frodo—. Balsadera está al sudeste de Casa del Bosque, pero el camino tuerce hacia la izquierda; puedes ver allí una parte que va hacia el norte. Bordea a Marjala por el extremo norte y se une a la calzada del puente en Cepeda. Se desvía muchas millas. Podríamos ahorrarnos un cuarto de camino si trazásemos una línea recta de aquí a Balsadera.
—Los atajos cortos traen retrasos largos —arguyó Pippin—. El campo es escabroso por aquí y hay pantanos y toda clase de dificultades en Marjala. Conozco la región. Y si lo que te preocupa son los Jinetes Negros, no creo que sea mejor encontrarlos en un bosque o en el campo que en el camino.
—Es más difícil encontrar gente en bosques y campos —respondió Frodo—. Y si se supone que estás en el camino, es posible que te busquen allí y no fuera.
—Muy bien —dijo Pippin—, te seguiré por pantanos y zanjas. ¡Será muy duro! Había descontado que llegaríamos a La Perca Dorada, en Cepeda, antes de la caída del sol. La mejor cerveza de la Cuaderna del Este, o así era antes. Hace tiempo que no la pruebo.
—¡He aquí la razón! —dijo Frodo—. Los atajos cortos traen retrasos largos; pero las posadas los alargan todavía más. Te mantendremos alejado de La Perca Dorada, a toda costa. Tenemos que llegar a Balsadera antes que anochezca. ¿Qué te parece, Sam?
—Iré con usted, señor Frodo —dijo Sam, a pesar de sus dudas y de lamentar profundamente perder la mejor cerveza de la Cuaderna del Este.
—Bueno, si tenemos que luchar con pantanos y zarzas, partamos en seguida —dijo Pippin.
Hacía casi tanto calor como en la víspera, pero unas nubes comenzaron a levantarse en el oeste. Parecía que iba a llover. Los hobbits descendieron por una verde barranca empinada, ayudándose con pies y manos y se internaron en la espesura de la arboleda. El itinerario que habían elegido dejaba Casa del Bosque a la izquierda y atravesaba oblicuamente los bosques en la falda oriental de la colina hasta las planicies del lado opuesto. Luego podrían seguir en línea recta hasta Balsadera, a campo abierto, aunque cruzando unos pocos alambradas y zanjas. Frodo estimó que tendrían que caminar dieciocho millas en línea recta.
No tardó en comprobar que el matorral era más espeso y enmarañado de lo que parecía. No había sendas en la maleza y no podrían ir muy rápido. Cuando llegaron al fin al pie de la barranca, se encontraron con un arroyo que bajaba de las colinas; el lecho era profundo, los bordes empinados y resbaladizos, cubiertos de zarzas y cortaba de modo muy inoportuno la línea que se habían trazado. No podían saltarlo, ni tampoco cruzarlo sin empaparse las ropas, cubrirse de arañazos y embarrarse de pies a cabeza. Se detuvieron buscando una solución.
—¡Primer inconveniente! —dijo Pippin con una sonrisa torva. Sam Gamyi miró atrás. Entre un claro de los árboles alcanzó a ver la cima de la barranca verde por donde habían bajado.
—¡Mire! —dijo, tomando el brazo de Frodo. Todos miraron y vieron allá arriba, recortándose en la altura, contra el cielo, la silueta de un caballo. Junto a él se inclinaba una figura negra. Abandonaron en seguida toda idea de volver atrás. Guiados por Frodo se escondieron rápidamente entre los arbustos espesos que crecían a orillas del agua.
—¡Cáspita! —le dijo Frodo a Pippin—. ¡Los dos teníamos razón! El atajo no es nada seguro, pero nos salvamos a tiempo. Tienes oídos finos, Sam, ¿oyes si viene algo?
Se quedaron muy quietos, reteniendo el aliento mientras escuchaban; pero no se oía ningún ruido de persecución.
—No creo que intente traer el caballo barranca abajo —dijo Sam—, pero quizá sepa que nosotros bajamos por ahí. Mejor es que sigamos.
Seguir no era nada fácil; tenían que cargar los fardos y los arbustos y las zarzas no los dejaban avanzar. La loma de atrás cerraba el paso al viento y el aire estaba quieto y pesado. Cuando llegaron al fin a un lugar más descubierto, estaban sofocados de calor, cansados, rasguñados y ya no muy seguros de la dirección que seguían. Las márgenes del arroyo se hacían más bajas en la llanura, se separaban y eran menos profundas, desviándose hacia Marjala y el río.
—¡Pero éste es el arroyo Cepeda! —dijo Pippin—. Si queremos retomar nuestro camino, tenemos que cruzarlo en seguida y doblar a la derecha.
Vadearon el arroyo y salieron de prisa a un amplio espacio abierto, cubierto de juncos y sin árboles. Poco más allá había otro cinturón de árboles, en su mayoría robles altos y algunos olmos y fresnos. El suelo era bastante llano, con poca maleza, pero los árboles estaban demasiado juntos y no permitían ver muy lejos. Unas ráfagas súbitas hacían volar las hojas y las primeras gotas comenzaron a caer del cielo plomizo. Luego el viento cesó y la lluvia torrencial se abatió sobre ellos. Caminaban ahora penosamente, tan a prisa como podían, sobre matas de pasto, atravesando montones espesos de hojas muertas y alrededor de ellos la lluvia crepitaba y empapaba el suelo. No hablaban, pero no dejaban de mirar atrás y a los costados.
Media hora más tarde Pippin dijo:
—Espero que no hayamos torcido demasiado hacia el sur y que no estemos cruzando el bosque de punta a punta. No es muy ancho, no más de una milla me parece, y ya tendríamos que estar del otro lado.
—No serviría de nada que comenzáramos a zigzaguear —dijo Frodo—. No arreglaría las cosas. Sigamos como hasta ahora. No estoy seguro de querer salir a campo abierto todavía.
Recorrieron otro par de millas. Luego el sol brilló de nuevo entre desgarrones de nubes y la lluvia decreció. Ya había pasado el mediodía y sintieron que era hora de almorzar. Se detuvieron bajo un olmo de follaje amarillo, pero todavía espeso. El suelo estaba allí seco y abrigado. Cuando empezaron a preparar la comida, advirtieron que los elfos les habían llenado las botellas con una bebida clara, de color dorado pálido; tenía la fragancia de una miel de muchas flores y era maravillosamente refrescante. Pronto comenzaron a reír, burlándose de la lluvia y de los Jinetes Negros. Sentían que pronto dejarían atrás las últimas millas.
Frodo se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos. Sam y Pippin se sentaron cerca y se pusieron a tararear y luego a cantar suavemente:
¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! A la botella acudo para curar el corazón y ahogar las penas. La lluvia puede caer, el viento puede soplar y aún tengo que recorrer muchas millas, pero me acostaré al pie de un árbol alto y dejaré que las nubes naveguen en el cielo.
—¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! —volvieron a cantar, esta vez más fuerte. De pronto se interrumpieron. Frodo se incorporó de un salto. El viento traía un lamento prolongado, como el llanto de una criatura solitaria y diabólica. El grito subió y bajó, terminando en una nota muy aguda. Se quedaron como estaban, sentados o de pie, paralizados de pronto y oyeron otro grito más apagado y lejano, pero no menos estremecedor. Luego hubo un silencio, sólo quebrado por el sonido del viento en las hojas.
—¿Qué crees que fue? —preguntó por fin Pippin, tratando de parecer despreocupado, pero temblando un poco—. Si era un pájaro, no lo oí nunca en la Comarca.
—No era pájaro ni bestia —dijo Frodo—. Era una llamada o una señal, pues en ese grito había palabras que no pude entender. Ningún hobbit tiene una voz semejante.
No dijeron nada más. Todos pensaban en los Jinetes Negros, aunque ninguno los mencionó. No sabían ahora si quedarse o continuar; pero, tarde o temprano, tendrían que cruzar el campo abierto hacia Balsadera. Era preferible hacerlo cuanto antes, a la luz del día. Instantes más tarde ya habían cargado otra vez los bultos y echaban a andar.
Poco después el bosque terminó de pronto. Unas tierras anchas y cubiertas de pastos se extendían ante ellos. Comprobaron entonces que se habían desviado, en efecto, demasiado hacia el sur. A lo lejos, dominando la llanura, podían entrever la colina baja de Gamoburgo, del otro lado del río, que ahora estaba a la izquierda. Se arrastraron con muchas precauciones fuera de la arboleda y atravesaron el claro lo más rápido posible.
Al principio estaban asustados, fuera del abrigo del bosque. Lejos, detrás de ellos, se alzaba el sitio donde habían desayunado. Frodo casi esperaba ver allá arriba la figura pequeña y distante de un jinete, recortada contra el cielo, pero no descubrió nada. El sol, escapando de las nubes desgarradas mientras descendía a las lomas que habían dejado atrás, brillaba de nuevo. Pronto perdieron el miedo, aunque todavía se sentían intranquilos. El paisaje era cada vez más ordenado y doméstico. Llegaron así a praderas y campos bien cuidados, en los que había cercos, portones y zanjas de desagüe. Todo parecía tranquilo y apacible, un rincón de la Comarca como tantos otros. A cada paso iban sintiéndose más animados. La línea del río se acercaba, y los Jinetes Negros comenzaban a parecerles fantasmas de los bosques, muy lejanos ahora.
Bordearon un enorme campo de nabos y llegaron a la puerta de un cercado; más allá, entre setos bien cuidados y de poca altura, corría una senda hacia un distante grupo de árboles. Pippin se detuvo.
—¡Conozco estos campos y esta puerta! —dijo—. Esto es el Habar, las tierras del viejo Maggot. Mirad la granja, allá entre los árboles.
—¡Dificultad tras dificultad! —dijo Frodo; parecía casi tan asustado como si Pippin le hubiese dicho que la senda llevaba a la guarida de un dragón. Los otros lo miraron con sorpresa.
—¿Qué ocurre con el viejo Maggot? —dijo Pippin—. Es un buen amigo de todos los Brandigamo. Por supuesto, es el terror de los intrusos, pues tiene perros feroces. Después de todo, la gente de aquí está muy cerca de la frontera y ha de estar prevenida.
—Lo sé —dijo Frodo y rió avergonzado—, pero lo mismo me aterrorizan él y sus perros. Evité esta granja durante años y años. Cuando yo era joven en Casa Brandi y venía aquí en busca de hongos, me pescó varias veces. La última me castigó, me mostró los perros y les dijo: «Miren, muchachos, la próxima vez que éste pise mis tierras, pueden comérselo; ahora, ¡échenlo!» Me persiguieron hasta Balsadera. Nunca me recobré del miedo, aunque he de decir que esas bestias conocían bien sus obligaciones y ni siquiera me tocaron.
Pippin rió diciendo:
—Bien, es tiempo de saldar cuentas. Especialmente si vas a vivir de nuevo en Los Gamos. El viejo Maggot es realmente un buen tipo, si dejas sus setas en paz. Sigamos la senda y no podrán decir que somos intrusos. Si lo encontramos, yo le hablaré. Es amigo de Merry y yo solía venir aquí con él muy a menudo en otro tiempo.
Siguieron la senda hasta que vieron los techos bardados de una casa grande y los edificios de la granja que asomaban entre los árboles al frente. Los Maggot y los Barroso de Cepeda y la mayoría de los habitantes de Marjala habitaban en casas. La granja estaba sólidamente construida con ladrillos, rodeada por un muro alto. Un portón ancho de madera se abría en el muro sobre el camino.
Se acercaron y unos aullidos y ladridos temibles estallaron de pronto y una voz gritó.
—¡Garra! ¡Colmillo! ¡Lobo! ¡A callar, muchachos!
Frodo y Sam se detuvieron en seco, pero Pippin se adelantó unos pasos. La puerta se abrió y tres perros enormes salieron al camino y se precipitaron sobre los viajeros ladrando fieramente. Pasaron por alto a Pippin; Sam se encogió contra la pared mientras dos perros con aspecto de lobos lo husmeaban con desconfianza y le mostraban los dientes cada vez que se movía. El mayor y más feroz de los tres se detuvo frente a Frodo, erizado y gruñendo. En la puerta apareció un hobbit macizo de cara redonda y roja.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Quiénes pueden ser y qué pueden desear?
—¡Buenas tardes, señor Maggot! —dijo Pippin.
El granjero lo miró detenidamente.
—¡Ah, sí es el señor Pippin; mejor dicho, el señor Peregrin Tuk! —exclamó, trocando su mueca por una amplia sonrisa—. Hace mucho tiempo que no viene por aquí. Es una suerte para usted que lo conozca. Yo ya estaba a punto de azuzar a mis perros. Pasan cosas raras últimamente. Por supuesto, de vez en cuando hay gente extraña rondando. Demasiado cerca del río —dijo, moviendo la cabeza—. Pero ese sujeto era el más extraño que yo haya visto nunca. No volverá a cruzar mi tierra sin permiso, si puedo impedirlo.
—¿A qué sujeto se refiere? —preguntó Pippin.
—¿Entonces no lo vieron? —dijo el granjero—. Tomó el camino a la calzada no hace mucho. Era un parroquiano raro, que hacía preguntas raras. Entre y hablaremos de las últimas novedades. Tengo una pizca de buena cerveza de barril, si usted y sus amigos están de acuerdo, señor Tuk.
Era evidente que el granjero les diría algo más si le daban oportunidad y tiempo, de modo que todos aceptaron la invitación.
—¿Y los perros? —preguntó ansiosamente Frodo.
El granjero rió.
—No le harán daño, a menos que yo lo ordene. ¡Aquí, Garra! ¡Fuera, Colmillo! ¡Lobo! — gritó.
Los perros se alejaron, para alivio de Frodo y Sam.
Pippin presentó sus amigos al granjero.
—El señor Frodo Bolsón —dijo—. No lo recordará, pero vivió en Casa Brandi.
Al oír el nombre de Bolsón, el granjero se sobresaltó y echó a Frodo una mirada penetrante.
Durante un momento Frodo pensó que Maggot había recordado de pronto las setas robadas y que les diría a los perros que lo echasen fuera. Pero el granjero lo tomó por un brazo.
—Bien, ¿no es esto todavía más extraño? —exclamó—. El señor Bolsón, ¿eh? ¡Entren! Tenemos que hablar.
Entraron en la cocina de la granja y se sentaron junto a la amplia chimenea. La señora Maggot trajo cerveza en una enorme jarra y llenó cuatro picheles. Era una buena cerveza y Pippin se sintió más que compensado por no haber ido a La Perca Dorada. Sam sorbió su cerveza con recelo. Tenía una desconfianza natural hacia los habitantes de otras partes de la Comarca y no estaba dispuesto a hacer amistad rápidamente con nadie que hubiese golpeado a su señor, aunque fuera largo tiempo atrás.
Luego de breves observaciones sobre el tiempo y las perspectivas agrícolas, que no eran peores que otras veces, el granjero Maggot dejó su pichel y los miró a uno por uno.
—Ahora, señor Peregrin —dijo—, ¿de dónde vienen y hacia dónde van? ¿Vienen a visitarme? Pues si es así, podrían haber pasado por mi puerta sin que yo los viera.
—Bueno, no —respondió Pippin—. A decir verdad, puesto que lo ha adivinado, hemos llegado al sendero por la otra punta, atravesando los campos de usted, pero fue sólo por accidente. Perdimos el camino en el bosque, cerca de Casa del Bosque, tratando de encontrar un atajo hacia Balsadera.
—Si tienen prisa, les hubiera convenido más tomar el camino —dijo el granjero—. Pero no era esa mi preocupación. Pueden ustedes andar por todas mis tierras, si así lo desean, señor Peregrin. Y usted también, señor Bolsón, aunque supongo que todavía le gustan las setas. —Se rió—. Sí, reconocí el nombre. Recuerdo la época en que el joven Frodo Bolsón era uno de los peores pilluelos de Los Gamos. Pero no estaba pensando en setas. Oí el nombre, Bolsón, poco tiempo antes que ustedes llegaran. ¿Qué creen que me preguntó el extraño parroquiano?
Los hobbits esperaron ansiosamente a que el granjero continuara hablando.
—Bien —dijo el granjero, paladeando la lentitud con que llegaba el asunto—. Vino cabalgando en un caballo negro y enorme, cruzó el portón que estaba abierto y llegó hasta mi puerta. Todo negro, él también y envuelto en una capa y encapuchado como si no quisiera que lo reconociesen. Pensé para mis adentros: «¿Qué querrá en la Comarca?» No vemos mucha gente grande de este lado de la frontera y de todos modos nunca oí hablar de algo parecido a este individuo negro.
«Buen día», le dije acercándome. «Este sendero no lleva a ninguna parte y vaya a donde vaya lo más corto será que vuelva en seguida al camino.» No me gustaba su aspecto y cuando Garra acudió, lo husmeó y soltó un aullido como si lo hubiesen atravesado con una aguja. Se escapó con la cola entre las patas, lloriqueando. El sujeto negro no se inmutó.
»»Vengo de más allá», dijo lentamente, muy tieso, señalando hacia el oeste, sobre mis campos. «¿Ha visto a Bolsón?», me preguntó con una voz rara, inclinándose hacia mí. No pude verle la cara, oculta bajo el capuchón y sentí que una especie de escalofrío me corría por la espalda. Pero no entendía cómo había atravesado mis tierras con tanta audacia, a caballo. »»¡Váyase!», le ordené. «No hay aquí ningún Bolsón. Se ha equivocado de sitio. Es mejor que vuelva a Hobbiton, pero esta vez por la calzada.»
»»Bolsón ha partido», murmuró. «Viene hacia aquí y no está lejos. Deseo encontrarlo. Si pasa, ¿me lo dirá? Volveré con oro.»
»»No, no volverá aquí», repliqué. «Volverá al lugar que le corresponde y rápido. Le doy un minuto antes que llame a todos mis perros.»
»El hombre lanzó una especie de silbido. Quizás era una risa, o no. Luego me echó encima el caballo y salté a un lado justo a tiempo. Llamé a los perros, pero se volvió rápidamente y desapareció por el portón tomando el sendero hacia la calzada, como un relámpago.
»¿Qué piensan de todo esto? —concluyó el granjero.
Frodo se quedó mirando las llamas un rato; no pensaba en otra cosa que en cómo diablos llegaría a Balsadera.
—No sé qué pensar —dijo al fin.
—Entonces yo mismo voy a decírselo —continuó Maggot—. No tendría que haberse mezclado con la gente de Hobbiton, señor Frodo. Son gente rara allá. —Sam se revolvió en su silla y echó al granjero una mirada hostil—. Pero usted siempre ha sido un cabeza dura. Cuando supe que había dejado a los Brandigamo yéndose a vivir con el viejo señor Bilbo, dije que usted las pasaría mal. Oiga bien lo que le digo: todo esto viene de la rara conducta del señor Bilbo. Dicen que obtuvo su dinero de modo extraño, en lugares distantes. Quizás alguien desee saber qué ocurrió con el oro y las joyas que enterró en la colina de Hobbiton, según he oído.
Frodo no respondió; la perspicacia de las hipótesis del granjero era desconcertante.
—Bien, señor Frodo, me alegro de que haya tenido el buen tino de volver a Los Gamos —continuó Maggot—. Mi consejo es: ¡quédese ahí! Y no se mezcle con gente de otros lados. Se hará de amigos en estos lugares. Si algunos de esos sujetos negros vuelve a buscarlo, se las verá conmigo. Diré que usted ha muerto, o que ha abandonado la Comarca, o lo que usted quiera. Lo que será bastante cierto, pues lo más probable es que deseen saber del señor Bilbo y no de usted.
—Quizás esté en lo cierto —dijo Frodo, evitando los ojos del granjero y mirando las llamas.
Maggot lo observó pensativamente.
—Veo que tiene usted sus propias ideas —dijo—. Es claro como el agua que ni usted ni el jinete vinieron en la misma tarde por casualidad y quizá mis noticias no son muy nuevas para usted, después de todo. No le pido que me diga algo que quiera guardar en secreto, pero me doy cuenta de que está preocupado. Tal vez piensa que no le será muy fácil llegar a Balsadera sin que le pongan las manos encima.
—Así es —dijo Frodo—, pero tenemos que intentarlo y no lo conseguiremos si nos quedamos aquí sentados pensando en el asunto. Así pues, temo que debamos partir. ¡Muchas gracias por su amabilidad! Usted y sus perros me han aterrorizado durante casi treinta años, granjero Maggot, aunque se ría al oírlo. Lástima, pues he perdido un buen amigo y ahora lamento tener que partir tan pronto. Quizá vuelva un día, si me acompaña la suerte.
—Será bien recibido —dijo Maggot—. Pero tengo una idea. Ya está anocheciendo y cenaremos de un momento a otro, pues por lo general nos vamos a acostar poco después que el sol. Si usted y el señor Peregrin y todos quisiesen quedarse a tomar un bocado con nosotros, nos sentiríamos muy complacidos.
—¡Nosotros también! —dijo Frodo—. Pero tenemos que partir en seguida.
—¡Ah!, pero un minuto. Iba a decir que después de cenar sacaré una pequeña carreta y los llevaré a todos a Balsadera. Les evitaré una larga caminata y quizá también otras dificultades.
Frodo aceptó agradecido la invitación, para alivio de Pippin y Sam. El sol se había escondido ya tras las colinas del oeste y la luz declinaba. Aparecieron dos de los hijos de Maggot y las tres hijas y sirvieron una cena generosa en la mesa grande. La cocina fue iluminada con velas y reavivaron el fuego. La señora Maggot iba y venía. En seguida entraron uno o dos hobbits del personal de la granja; poco después eran catorce a la mesa. Había cerveza en abundancia y una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras. Los perros estaban sentados junto al fuego, royendo cortezas y triturando huesos.
Terminada la cena, el granjero y sus hijos llevaron fuera un farol y prepararon la carreta. Cuando salieron los invitados, ya había oscurecido. Cargaron bultos en la carreta y subieron. El granjero se sentó en el banco del conductor y azuzó con el látigo a los dos vigorosos poneys. La señora Maggot lo miraba de pie desde la puerta iluminada.
—¡Ten cuidado, Maggot! —exclamó—. ¡No discutas con extraños y vuelve aquí directamente!
—Eso haré —dijo Maggot, cruzando el portón.
La noche era apacible, silenciosa y fresca. Partieron sin luces, lentamente. Luego de una o dos millas llegaron al extremo del camino, cruzaron una fosa profunda y subieron una pequeña cuesta hasta la calzada.
Maggot descendió y miró a ambos lados, norte y sur, pero no se veía nada en la oscuridad y no se oía ningún sonido en el aire quieto. Unas delgadas columnas de niebla flotaban sobre las zanjas y se arrastraban por los campos.
—La niebla será espesa —dijo Maggot—, pero no encenderé mis faroles hasta dejarlos a ustedes. Oiremos cualquier cosa en el camino, antes de tropezamos con ella esta noche.
Balsadera distaba unas cinco millas de la casa de Maggot. Los hobbits se arroparon de pies a cabeza, pero con los oídos atentos a cualquier sonido que se elevase sobre el crujido de las ruedas y el espaciado clop-clop de los poneys. El carro le parecía a Frodo más lento que un caracol. junto a él, Pippin cabeceaba soñoliento, pero Sam clavaba los ojos en la niebla que se alzaba delante.
Por fin llegaron a la entrada de Balsadera, señalada por dos postes blancos que asomaron de pronto a la derecha del camino. El granjero Maggot sujetó los poneys y el carro se detuvo. Estaban comenzando a descargar cuando oyeron lo que tanto temían: unos cascos en el camino allá más adelante. El sonido venía hacia ellos.
Maggot bajó de un salto y sostuvo firmemente la cabeza de los poneys, escudriñando la oscuridad. Clip-clop, clip-clop; el jinete se acercaba. El golpe de los cascos resonaba en el aire callado y neblinoso.
—Es mejor que se oculte, señor Frodo —dijo Sam ansiosamente—. Usted acuéstese en la cama y cúbrase con la manta. ¡Nosotros nos ocuparemos del jinete!
Bajó y se unió al granjero. Los Jinetes Negros tendrían que pasar por encima de él para acercarse a la carreta. Clip-clop, clip-clop.
El jinete estaba casi sobre ellos.
—¡Eh, ahí! —llamó el granjero Maggot.
El ruido de cascos se detuvo. Creyeron vislumbrar entre la bruma una sombra oscura y embozada, uno o dos metros más adelante.
—¡Cuidado! —dijo el granjero arrojándole las riendas a Sam y adelantándose. ¡No dé ni un paso más! ¿Qué busca y a dónde va?
—Busco al señor Bolsón, ¿lo ha visto? —dijo una voz apagada: la voz de Merry Brandigamo. Se encendió una linterna y la luz cayó sobre la cara asombrada del granjero.
—¡Señor Merry! —gritó.
—¡Sí, por supuesto! ¿Quién creía que era? —exclamó Merry acercándose.
Cuando Merry salió de la bruma y los temores de los otros se apaciguaron, pareció que la figura se le empequeñecía hasta tener la talla común de un hobbit. Iba montado en un poney y una bufanda que le envolvía el cuello hasta la barbilla le protegía de la niebla.
Frodo saltó de la carreta para saludarlo.
—¡Así que aquí estás por fin! —dijo Merry—. Comenzaba a preguntarme si aparecerías hoy y ya me iba a cenar. Cuando se levantó la niebla fui a Cepeda a ver si habías caído en un pantano. Maldito si sé por dónde has venido. ¿Dónde los encontró, señor Maggot? ¿En la laguna de los patos?
—No. Los descubrí merodeando —dijo el granjero—, y casi les suelto los perros, pero sin duda ellos le contarán toda la historia. Ahora, si me permiten, señor Merry, señor Frodo y todos, lo mejor es que vuelva a casa. La señora Maggot estará preocupada, con esta cerrazón.
Hizo retroceder la carreta y dio media vuelta.
—Buenas noches a todos —dijo—. Ha sido un extraño día, sin ninguna duda. Pero todo está bien cuando termina bien. Aunque quizá nosotros no podamos decirlo hasta que cada uno llegue a su casa. No negaré que me sentiré feliz entonces.
Encendió los faroles y se levantó. De pronto sacó de debajo del asiento una canasta grande.
—Casi lo olvidaba —dijo—. La señora Maggot lo preparó para el señor Bolsón, con sus recuerdos.
Tendió la canasta y se alejó, seguido por un coro de gracias y buenas noches.
Los hobbits se quedaron mirando los pálidos halos de luz de los faroles, que se perdían en la noche brumosa. De repente, Frodo se echó a reír; de la canasta cubierta que tenía en las manos subía un olor a hongos.