Eternal Stars - 14. Un grupo pintoresco
Jessica corrió a abrir la puerta cuando el timbre sonó. Fuera, se encontraba Aedris. Vestido con una camisa pegada negra y pantalones largos del mismo color. Llevaba un cinturón morado con el acople donde reposaba su libro. Jessica frunció el ceño al verlo.
—Althis, ¿Qué hora es? —Preguntó Jessica extrañada.
«Son las diez y cinco de la mañana» Respondió la inteligencia artificial a través de un altavoz en algún lugar del rellano. Se suponía que en un futuro cercano debería servir para bastantes más cosas que decirte la hora o poner una alarma. Se diseñó con el propósito de que pudiera analizar las Estrellas y catalogarlas mediante diferentes algoritmos de aprendizaje. Jessica había participado directamente en el desarrollo. La chica de pelo blaco podía ser extremadamente infantil, pero le encantaba cualquier cosa que tuviera que ver con nuevos avances en la ciencia o ingeniería. Y según los investigadores con los que trabajaba, no se le daba nada mal.
—Aún faltan veinticinco minutos para la reunión. ¿Qué haces aquí tan temprano?
—Quería comprobar cómo os encontrabais, y de paso, ver cómo se está adaptando Alexander —respondió Aedris, parecía cansado aún—. Temo que el niño se encuentre reticente a interactuar, después de…
—¡Jessica! ¡Las patatas, que se queman las patatas! —Gritó Alex desde el interior, cortando a Aedris.
—¡Oh! —se sorprendió Jessica —¡Ya voy!
—¿Estáis cocinando tan tempra…?— Aedris volvió a quedarse con la palabra en la boca cuando Jessica salió correteando hacia el interior de la casa, dejándolo plantado en la entrada.
Aedris suspiró y entró, cerrando la puerta tras de sí. La casa era de un blanco impoluto. El suelo de mármol hacía que se mantuviera fresca incluso en verano. En la casa no había ninguna esquina, todos los giros estaban redondeados, de manera que parecía que las estancias y pasillos fluían entre sí en lugar de estar separados. Dos columnas, también de mármol, abrían la entrada al gran salón. La arquitectura de cada una de sus casas habían sido decididas por ellos mismos, y construidas al pie de la letra. Jessica había optado por algo parecido a la solemne arquitectura de la antigua roma. Sin embargo, la sensación de antigüedad desaparecía al observar esas finas franjas de leds que avanzaban por las paredes.
A Aedris le pareció sumamente conveniente. Aquella casa era un reflejo perfecto de su propietaria. Con esa luminosidad entrando por todas las cristaleras, que hacía brillar aún más el blanco. Y con el toque de colores reconocible en ella.
Pasó al salón en el que Jessica había entrado, y no se sorprendió al ver la cantidad de cachivaches que lo decoraban todo. En las estanterías reposaban todo tipo de objetos. Una pelota de cristal que lanzaba rayos desde su núcleo a donde apoyaras la mano, una de esas lámparas de lava, un acuario con peces de todos los colores, unas extrañas esferas de cristal que tenían dentro pequeños trozos de rubí o esmeralda, los cuales brillaban con una extraña luz irregular… Todo eso era rematado por unas vías de un tren de juguete que zigzagueaba entre los objetos, subía y bajaba de estantes, daba loops y rodeaba la habitación. El pequeño tren de juguete repetía el recorrido en bucle.
En medio de la habitación, Jessica y Alex estaban sentados en unos cojines que habían puesto en el suelo. Tenían unos mandos en la mano, y en la gran televisión frente a ellos se mostraba una cocina vista desde arriba, con dos personajes que andaban de un lado a otro cogiendo ingredientes y sirviendolos.
Ah, esas eran las patatas que se quemaban, pensó Aedris.
—¿No se suponía que estaban sin stock en todos lados? —Preguntó Aedris señalando con la cabeza a la consola blanca que se encontraba al lado de la tele, su diseño pegaba sorprendentemente bien con la casa. —¿Cómo la has conseguido?
—A veces, deberías aprovechar más las ventajas que nos da Constelación por ser sus superhéroes —dijo Jessica sonriendo.
«Os creeis una especie de héroes trágicos que cargan con un peso mayor del que pueden soportar» Las palabras de Melisandra cayeron como un jarro de agua fría sobre la cabeza de Aedris.
Alexander se levantó corriendo al escuchar el reconocible tono de voz, dejó el mando a un lado y se lanzó en un abrazo hacia Aedris.
—¡Aedris! —gritó Alexander. —Gracias por traerme. He pasado un poco de miedo viendo las imágenes en la tele, no me hubiera gustado estar allí.
Aedris le removió el pelo, tratando de despeinarlo. Era lo que se solía hacer con los niños como muestra de afecto, quien sabe porqué. Pero el niño tenía el pelo demasiado corto para despeinar nada.
—¡Alex, que se nos van los clientes! ¡Hay cuatro platos esperando que los sirvas!
—¡Perdón, perdón! —El niño soltó a Aedris y se volvió a sentar rápidamente junto a Jessica, poniéndose a jugar de nuevo.
Aedris se sentó en el sofá de detrás, esperando a que terminaran mientras observaba la frenética partida.
Un rato después Aedris y Jessica paseaban junto al lago. Caminaban por el arcén de la carretera en dirección a los edificios principales de Constelación. Tenían unos vehículos asignados para poder moverse dentro del recinto, una especie de buggy eléctrico, pero Jessica había insistido en ir caminando.
Aedris paseaba mirando a la cristalina agua del lago. La cabeza aún le daba punzadas. Debería haber dormido muchas horas más. Podían ser las personas más poderosas de la tierra, pero las Estrellas eran exigentes con sus cuerpos y sus mentes. Siempre que las usaban necesitaban una buena cama en la que estar durante unas horas. Más aún si forzaban tanto tus poderes como el día anterior.
Aedris volvió a repasar una vez más la pelea de ayer. Buscando pistas, indicaciones. Algo que les dijera por dónde continuar, cómo frenarlos.
Jessica le arrancó la tirita que llevaba en la mejilla de un fuerte tirón, sacándolo de sus pensamientos.
—¿Para qué la llevas? No podemos contraer infecciones. Además, estropea tu aire de superioridad. —Dijo Jessica haciendo una pelotilla con la tirita entre sus dedos.
Aedris se llevó la mano al pequeño corte.
—Hacía tiempo que no me herían —dijo Aedris pensativo —. Seis meses, concretamente. Cuando Shahid me rompió el brazo en un entrenamiento.
—Eso te pasa por no ir en serio. Piensas que somos de cristal y pasa lo que pasa.
—Tengo que tener mucho cuidado, Jess. Ya lo sabes.
—¿Desde cuando me llamas “Jess”? —Preguntó sonriendo.
—Desde que estoy tan cansado.
Jessica lo miró apenada, ocultando su propia fatiga. Ya tendría tiempo esta noche de descansar. Realmente le causaba conmoción ver al perfecto e invencible Aedris caminando de capa caída y con grandes ojeras. No quiso obligarlo a hablar más, a Jessica podría encantarle chinchar a la gente, pero también sabía reconocer cuando no hacerlo.
—No —susurró Aedris.
—¿No, qué?
—Que no me estaba conteniendo en el entrenamiento contra Shahid —admitió —De verdad es más poderoso que yo. Combatiendo, al menos.
Jessica asintió en silencio. La Estrella Lunar, que portaba Shahid, era de rango A. Menor aún que la de ella. Y aún así, la había dominado a tal nivel que podía plantarle cara a un portador cuatro rangos por encima y vencerlo.
—¿Cómo lo supiste? —dijo Aedris tras un largo silencio.
—Aedris, estoy intentando cuidarme de no hablar, porque pareces menos vivo que mis cuidadores del orfanato —dijo Jessica.
Aedris se paró, y la miró.
—Tus cuidadores del orfanato están muertos.
—Exacto. ¿Cómo supe qué?
Aedris parpadeó y reanudó la marcha, incapaz de ver la gracia al… ¿Se suponía que era un chiste?
—Cuando saliste de esa esfera quiero decir. ¿Cómo supiste que no era Alexander quien estaba ahí?
—No lo sabía —contestó ella despreocupada.
—Entonces, ¿Decidiste que valía la pena sacrificarlo por intentar acabar con ellos?
—Claro que no, tonto —dijo Jessica poniendole mala cara, como una madre molesta por tener que explicarle algo básico a un niño. —De saber que era Alexander, no hubiera disparado.
—Pero acabas de decir que no sabías si era él.
—Bueno, no. No lo sabía. Pero me lo prometiste, ¿no? Me prometiste que no lo pondrías en peligro —dijo distraída, como si no se hubiera jugado la vida de una persona a una promesa. —Solo confié en ti.
Aedris asintió. Por eso debían tener fe ciega los unos en los otros. Porque un segundo de duda en ese momento hubiera supuesto quizás una derrota. Aedris notó algo latir en su interior. ¿Emoción, tal vez? Emoción por haberse convertido en lo que tanto tiempo llevaba buscando: una persona en la que poder confiar.
Jessica no se había enterado hasta hacía unas horas, de que Aedris había mandado a Alex a Constelación a las pocas horas de sacarlo del orfanato. Lo que había estado con ellos esos días no era más que un clon creado por la Estrella de la Infinidad, para usarlo como cebo.
—Aedris, —Él se giró a mirarla. —cuando… bueno, cuando lo maté… él…
—No, —negó Aedris —no te preocupes por eso. No era como uno de los fragmentos de Oliver. Alexander no sabía de la existencia del otro, ni notó cuando murió. Solo era un constructo, sin mente, sin alma. Un cascarón vacío que solo podía obedecer órdenes, porque ni siquiera podía pensar.
Aedris vió la duda en la cara de su compañera. Así que le dio un codazo, copiando lo que ella solía hacerle a la gente que se preocupaba demasiado.
—De verdad, no has matado a nadie. No tengo la capacidad de crear vida —echó una mirada a la Estrella de la Infinidad, y recordó la conclusión a la que habían llegado. «No tiene límites». —O si la tengo, puedo asegurarte que eso no estaba vivo.
Jessica pareció aceptar la respuesta, porque su manera de caminar volvió a ser la de siempre. Tan vivaz y dando saltitos.
—Gracias por intervenir para que se quedara en mi casa por un tiempo.
—Me pareció lo adecuado —dijo Aedris.
Al fin llegaron, y entraron en un gran edificio, no era el de administración, que tenía unas increíbles constelaciones dibujadas por todo el exterior, este era más tosco, aunque no por ello menos moderno. Se trataba de una gran nave donde los portadores realizaban gran parte de sus entrenamientos. Todo recto desde la entrada, se encontraba una enorme estancia, del tamaño de un estadio de fútbol. Allí había todo tipo de aparatos para medir sus habilidades y controlar a qué ritmo progresaban.
Pero no se dirigieron allí, tomaron un giro a la izquierda por un pasillo, y subieron unas escaleras. En esa nave solo había dos estancias más aparte del campo de entrenamiento: unos baños (para no tener que volver a sus casas si las necesidades básicas acuciaban) y una gran sala de reuniones.
Llegaron a esta última, después de subir otro montón de escaleras. La sala se conformaba de una gran mesa redonda, con veinte cómodas sillas a su alrededor, y una gran pantalla que solía estar replegada contra el techo. Esta vez, la pantalla estaba desplegada frente a la gran cristalera que daba al campo de entrenamientos.
El Oráculo miraba a través de esa ventana, con sus manos cogidas a la espalda, pensativo. Aedris se fijó en las veinte sillas, de las cuales solo una estaba ocupada. Aedris entendía la razón, o más bien, el simbolismo, de que cada portador tuviera una silla en aquella sala. Pero con diez hubieran bastado, la mitad de ellos siempre andaba por alguna parte del mundo. No recordaba la última vez que se habían reunido todos, de hecho, no creyó que hubiera pasado. Siempre faltaba alguno.
Oliver levantó la cabeza al escuchar los pasos en la puerta.
—¿No deberías estar descansando? —preguntó al ver a Aedris.
Lo miró directamente a los ojos, sin titubear, sin un ápice de duda. Por una parte a Aedris le molestaba que alguien fuera capaz de mantenerle la mirada, no se trataba de ego, era solo una norma universal que solo Oliver se atrevía a romper. Por otro lado, se sentía reconfortado de que si alguien podía hacerlo, estuviera en su equipo.
—Lo mismo te digo. Viniste a una misión nada más despertar de la anterior, y según me han contado, no fue para nada sencilla.
—Tampoco hice mucho ayer, fuiste tú el que utilizó seis o siete singularidades.
—Si no me equivoco, alcanzaste tu límite de fragmentación. A eso no lo llamaría “no hacer mucho”.
—Eh, chicos —interrumpió Jessica indignada—. Yo también llegué a mi límite ¿Ninguno va a decirme a mí que debería estar descansando?
Los dos se giraron hacia ella.
—Tú vas a hacer lo que te dé la gana —dijeron al unísono.
Jessica hinchó los mofletes molesta y los fulminó con la mirada. Ambos se prepararon para una ristra de insultos cuando abrió la boca. Habían cabreado a la bestia. Se acabó, ese iba a ser el final de ambos.
—Bah, si tenéis razón —dijo desinflándose. Y caminó tan feliz hacia su silla.
Aedris iba a comenzar a andar hacia su asiento también, cuando saltaron chispas de un enchufe a su derecha. La Estrella de la Infinidad salió de su funda como un resorte y se abrió a su lado en un instante. Aedris extendió una mano en esa dirección que emitió un peligroso fulgor rojo. A escasos centímetros de su palma se materializó la cara de una chica, desde la misma electricidad.
Trastabilló asustada hacia atrás mientras los rayos terminaban de formar su cuerpo. Y Aedris bajó la mano mientras la luz se apagaba.
—Lo siento, Reiko. —Agarró el libro y lo metió en su funda de nuevo.
Reiko tragó saliva asustada. La chica japonesa era la más joven de todos, y la más nueva también. Su pelo era castaño y rizado, lo llevaba corto, a la altura de los hombros. Vestía con una camiseta azul de Constelación y una falda negra con calcetas que subían por encima de sus rodillas.
—No pretendía asustarte, —dijo, aún pegada a la pared —perdóname.
Aedris negó con la cabeza en señal de que no pasaba nada.
—Todos estamos un poco nerviosos ante los últimos acontecimientos. —La voz del Oráculo sonó rotunda mientras se giraba a mirar al resto de la sala. —Os ruego que os relajéis y toméis asiento.
—Vaya, Aedris —comentó Jessica —. Si sigues así vamos a tener que cambiarte el mote de “Dios de la serenidad y frialdad”.
Jessica se sentó junto a Oliver mientras reía. Aedris le hizo caso omiso, y tomó asiento tal y como el Oráculo había indicado, dejando una silla libre entre ellos. Mientras que la chica nueva estaba en el lado opuesto a todos. Toda la mesa redonda era también una pantalla táctil. Al sentarse, colocaron las manos sobre ella, con un rápido escáner, desbloquearon el acceso a todos los archivos del mundo. Desde aquella sala, y con su identificación, podían revisar cualquier información de los países afiliados a Constelación. Que venían a ser casi todos.
—Reiko, —llamó Oliver — ¿No se suponía que Kimala había vuelto contigo?
—Eh… sí, volvimos anoche de Tailandia. No… no se donde puede estar.
—¿Empezamos sin ella? —preguntó Jessica al Oráculo.
—Estará al llegar —respondió él mientras trasteaba con distintos archivos en la pantalla de la mesa.
—Son y treinta y dos. No tiene excusa para llegar tarde, teniendo aquí una marca. —Añadió Aedris mirando al pequeño corte que había en el respaldo de una de las sillas.
Casi como una respuesta, el corte en la tela del respaldo se cerró, dejando la silla impoluta de nuevo. En ese mismo momento, sobre la silla cayó una mujer. Una mujer que debía tener veintitantos, pero tenía la presencia de una adolescente rebelde. Colocó los pies sobre la mesa, dejando ver unos relucientes y coloridos zapatos de deporte. A Oliver, la marca le sonó a una de estas de las que necesitabas vender un riñón para hacerte con uno de ellos. Sobre sus sueltos pantalones negros, en los muslos, llevaba dos dagas enfundadas, una en cada pierna. Además, llevaba un grueso y pomposo abrigo blanco abierto por delante con el símbolo de Constelación en un lado, dejando visible un llamativo sujetador deportivo. En la cabeza tenía un pañuelo negro con distintas calaveras rosas a modo de emoticono. Y bajo el pañuelo, caía un largo y liso pelo oscuro, que a la altura de sus hombros se degradaba a rosa.
—Siento llegar tarde, —se disculpó —necesitaba comprar un chicle. —Añadió haciendo una pompa con el que mascaba en ese momento.
El piercing de su nariz reflejó la luz cuando giró la cabeza hacia Jessica. La miró con sus grandes ojos, completamente maquillados. Llevaba las sombras rosas. Y… quizá sus ojos no fueran tan grandes como a Oliver le parecía. Pero un buen delineado y algo de rimel podía hacer milagros.
—Hola, cariño —le dijo ensanchando los labios.
Jessica le sonrió emocionada en contestación. Había sido Kimala la que trajo a Jessica a Constelación, unos meses después de que Oliver llegara. Así que tenían una extraña relación de afecto, aunque Oliver nunca las veía juntas.
—Bien, ahora que estamos todos…
—Un segundo —cortó Kimala a Oliver—. Reiko, querida, me he quedado sin batería en el móvil. ¿Puedes hacer algo?
Kimala le tendió el teléfono a Reiko, que lo cogió lentamente.
—Pero… —susurró —la mesa entera es un cargador inalámbrico. Solo con dejarlo encima ya…
—¿Entonces qué gracia tendría tener una batería de tamaño humano? —preguntó Kimala sonriendo.
Un lápiz le golpeó en la frente. No era un lápiz de verdad, sino uno con la punta de plástico para poder escribir o dibujar de manera digital sobre la mesa.
Kimala se giró lentamente hacia su agresor.
—Deja de molestar a la nueva, fósil —la insultó Oliver, Kimala debía tener cuarenta años, aunque gracias a la Estrella de Teletransporte su cuerpo se quedara congelado en la veintena. Y Oliver sabía que su edad real la molestaba —. Y encima que llegas tarde, no interrumpas.
Aedris asintió en aprobación y Jessica soltó una risita. Kimala le lanzó una mala mirada a Oliver, aunque le devolvió su lápiz, que Oliver atrapó al aire.
—Bien, ahora sí —dijo el Oráculo con una ligera sonrisa ante el espectáculo
Kimala bajó los zapatos de la mesa y se sentó adecuadamente en su asiento. La actitud de todos pareció cambiar, volviéndose más seria ante las palabras (excepto Aedris, que en todo momento se mantuvo serio). Necesitaban esos pequeños momentos de relajación por el bien de su salud mental, y el Oráculo lo sabía. Pero ya se acabaron las bromas. Tocaba volver a ser el equipo de élite que defendía a la humanidad.
El Oráculo se levantó de su silla.
—Comencemos.
Fin del arco «Estrella del Control»
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