El señor de los anillos - 11. La Comunidad del Anillo 1 - 6 El bosque viejo
Frodo despertó bruscamente. La habitación estaba todavía a oscuras. Merry estaba allí, de pie, con una vela en una mano y golpeando la puerta con la otra.
—Bien, bien, ¿qué ocurre? —dijo Frodo, todavía tembloroso y aturdido.
—¿Qué ocurre? —exclamó Merry—. Hora de levantarse. Son las cuatro y media y hay mucha niebla. ¡Arriba! Sam está preparando el desayuno. Hasta Pippin está levantado. Voy ahora a ensillar los poneys y elegir el que llevará el equipaje. ¡Despierta a ese Gordo haragán! Que se levante a despedirnos, por lo menos.
Poco después de las seis, los cinco hobbits estaban listos para partir. Gordo Bolger todavía bostezaba. Salieron de la casa en silencio. Merry iba al frente guiando un poney que llevaba el cargamento; tomó un sendero que atravesaba un bosquecillo detrás de la casa y luego cortó por el campo. Las hojas de los árboles centelleaban a la luz y las ramas goteaban; un rocío helado había agrisado las hierbas. Todo estaba tranquilo y los ruidos lejanos parecían lejanos y próximos: unas aves parloteaban en un corral; alguien cerraba una puerta en una casa distante.
Encontraron los poneys en el establo; bestias pequeñas y robustas de la clase que preferían los hobbits; no muy rápidas, pero buenas para una larga jornada. Los hobbits montaron y pronto se encontraron cabalgando en la niebla que parecía abrirse de mala gana y cerrar el paso detrás de ellos. Luego de cabalgar alrededor de una hora, lentamente y sin hablar, una cerca se levantó de pronto delante. Era alta y estaba envuelta en una red de plateadas telarañas.
—¿Cómo vas a atravesarla? —preguntó Fredegar.
—¡Sígueme! —dijo Merry— y ya verás.
Fue hacia la izquierda, a lo largo de la cerca y pronto llegaron a un sitio donde el vallado torcía hacia adentro, corriendo por el borde de una depresión. A cierta distancia de la cerca habían hecho una excavación en pendiente; las paredes de ladrillo se arqueaban hasta formar un túnel que pasaba por debajo de la cerca y desembocaba en la depresión del otro lado.
Aquí Gordo Bolger se detuvo.
—¡Adiós, Frodo! —dijo—. Desearía de veras que no te internaras en el bosque. Espero sólo que no necesites auxilio antes de terminar el día. ¡Buena suerte, hoy y todos los días!
—¡Tendré suerte, si no nos aguarda nada peor que el Bosque Viejo! —dijo Frodo—. Dile a Gandalf que se apresure por el camino del este. Lo retomaremos pronto, e iremos de prisa. —¡Adiós! —gritaron y corrieron cuesta abajo entrando en el túnel y desapareciendo de la vista de Fredegar.
El túnel era oscuro y húmedo; una puerta con barrotes de hierro cerraba el otro extremo. Merry desmontó y la abrió y cuando todos pasaron la empujó hacia atrás. La puerta se cerró con un golpe metálico y el cerrojo cayó otra vez. El sonido fue siniestro.
—¡Ya está! —exclamó Merry—. Hemos dejado la Comarca y estamos fuera en los linderos del Bosque Viejo.
—¿Son ciertas las historias que se cuentan? —preguntó Pippin.
—No sé a qué historias te refieres —respondió Merry—. Si es a esas historias de miedo, que las nodrizas le contaban a Gordo sobre duendes y lobos y cosas así, te diré que no. En todo caso yo no las creo. Pero el Bosque es raro. Todo ahí está más vivo y es más atento a todo lo que ocurre, por así decir, que las cosas de la Comarca. A los árboles no les gustan los extraños te vigilan. Por lo general se contentan con esto, mientras hay luz, y no te molestan demasiado. A veces los más hostiles dejan caer una rama, o levantan una raíz, o te atrapan con una liana. Pero de noche las cosas pueden ser muy alarmantes, según me han dicho. No he estado aquí después de oscurecer sino una o dos veces y sin alejarme del cercado. Me pareció entonces que todos los árboles murmuraban entre sí, contándose noticias y conspirando en un lenguaje ininteligible; y las ramas se balanceaban y rozaban sin ningún viento. Dicen que los árboles se mueven realmente y pueden rodear y envolver a los extraños. En verdad, hace tiempo atacaron la cerca; vinieron y se plantaron al lado, inclinándose hasta cubrirla. Pero los hobbits acudieron y cortaron cientos de árboles e hicieron una gran hoguera en el bosque y quemaron el suelo en una larga franja al este de la cerca. Los árboles dejaron de atacar, pero se volvieron muy hostiles. Hay aún un ancho espacio despejado, no muy adentro, donde hicieron la hoguera.
—¿Sólo los árboles son peligrosos? —dijo Pippin.
—Hay criaturas extrañas que viven en lo profundo del bosque y al otro lado —dijo Merry—, o así me han dicho al menos; yo nunca las vi. Sea como sea, hay senderos entre los árboles. Cuando uno entra en el bosque encuentra sendas abiertas, pero que parecen moverse y cambiar de tanto en tanto de una manera extraña. No lejos de este túnel hay o hubo hace tiempo un camino que llega al Claro de la Hoguera y que continúa aproximadamente en nuestra dirección, hacia el oeste y un poco hacia el norte. Ese es el camino que trataré de encontrar.
Los hobbits dejaron la puerta del túnel y cabalgaron cruzando la ancha depresión. En el extremo opuesto un borroso sendero subía a los terrenos del bosque, unos cien metros más allá de la cerca; pero se desvaneció tan pronto como los llevó bajo los árboles. Mirando adelante sólo podían ver troncos de diferentes formas y tamaños: derechos o inclinados, rechonchos o finos, pulidos o nudosos; y todos eran verdes o grises, cubiertos de musgo y viscosas e hirsutas excrecencias. Sólo Merry parecía todavía animado.
—Es mejor que vayas delante y encuentres esa senda —dijo Frodo—. ¡No nos perdamos los unos a los otros, y no olvidemos de qué lado queda la cerca!
Tomaron un camino entre los árboles y los poneys avanzaron evitando cuidadosamente las raíces entrelazadas y retorcidas. No había maleza. El suelo se elevaba continuamente y a medida que avanzaban parecía que los árboles se hacían más altos, oscuros y espesos. No se oía nada, excepto alguna ocasional gota de humedad que caía entre las hojas inmóviles. Por el momento no había ni un murmullo ni un movimiento entre las ramas; pero todos tenían la incómoda impresión de que alguien estaba observándolos con una creciente desaprobación, que llegaba a ser disgusto y aun hostilidad. Esta impresión fue creciendo hasta que al fin se encontraron echando rápidas miradas hacia arriba o hacia atrás, o por encima del hombro, como si esperasen un golpe repentino.
No había ya indicios de senda y parecía que los árboles les cerraban el paso. Pippin sintió que no podía soportarlo más y gritó de pronto:
—¡Eh! ¡Eh! No haré nada, déjenme pasar, ¿quieren?
Los otros se detuvieron sobrecogidos; pero el grito volvió a ellos como apagado por una cortina espesa; no hubo ecos ni respuesta, aunque el bosque parecía ahora más poblado y atento que antes.
—Si yo fuese tú, no hubiera gritado —dijo Merry—. Nos hace más mal que bien.
Frodo comenzaba a preguntarse si sería posible encontrar un modo de pasar y si había hecho bien en arrastrar a los otros a este bosque abominable. Merry miraba a ambos lados y parecía indeciso acerca del camino que debían tomar. Pippin se dio cuenta.
—No te ha llevado mucho tiempo extraviarnos —dijo.
Pero en ese momento Merry silbó aliviado y señaló adelante.
—Bueno, bueno —dijo—. Estos árboles se mueven de veras. Tenemos ahí enfrente (o así lo espero) el Claro de la Hoguera, ¡pero parece que el sendero se ha ido!
La luz se hacía más clara a medida que avanzaban. De pronto salieron de entre los árboles y se encontraron en un vasto espacio circular. Había un cielo allá arriba, azul y claro, y se sorprendieron, pues bajo el techo del bosque no habían podido ver cómo se levantaba la mañana ni cómo se desvanecía la bruma. El sol no estaba sin embargo bastante alto como para llegar al claro, aunque la luz brillaba sobre los árboles. Al borde del claro las hojas parecían más verdes y espesas, rodeándolo con un muro casi sólido. No crecía allí ningún árbol; sólo pastos duros y muchas plantas altas: gruesos abetos marchitos, perejil silvestre, maleza reseca que se deshacía en ceniza blanca, ortigas y cardos exuberantes. Un lugar melancólico, aunque comparado con la espesura del bosque parecía un jardín encantador y alegre.
Los hobbits recobraron el ánimo y miraron con esperanza la luz creciente en el cielo. En el otro extremo del claro había una abertura en la pared de árboles y más allá se abría una senda. Alcanzaban a ver cómo entraba en el bosque, ancha en algunos sitios y abierta arriba, aunque de vez en cuando los árboles la ensombrecían cubriéndola con ramas oscuras. Siguieron ese camino. Ascendían aún, pero ahora más rápidamente y con mejor ánimo, pues les parecía que el bosque había cedido y que después de todo no se opondría a que pasaran.
Pero al cabo de un rato el aire se hizo pesado y caluroso. Los árboles se cerraron de nuevo a los lados y no podían ver adelante. La malignidad del bosque era ahora todavía más evidente. Había tanto silencio que el ruido de los cascos que aplastaban las hojas secas y a veces golpeaban raíces ocultas les retumbaban de algún modo en los oídos. Frodo trató de cantar para animarlos, pero su voz fue sólo un murmullo: Oh, vagabundos de la tierra en sombras, no desesperéis. Pues aunque oscuros se alcen
todos los bosques terminarán al fin viendo pasar el sol descubierto: el sol poniente, el sol naciente, el fin del día y el principio del día. Al este o al oeste, los bosques acabarán.
Acabarán… en el momento en que Frodo decía esta palabra, se le apagó la voz. El aire parecía pesado, y hablar era fatigoso. Justo detrás de ellos una rama gruesa cayó ruidosamente en el sendero. Adelante los árboles parecían apretarse unos contra otros.
—No les gusta que hables de términos y acabamientos —dijo Merry—. Yo no cantaría más por ahora. Espera a llegar al límite del bosque; ¡y entonces nos volveremos y le cantaremos a coro!
Habló alegremente y si había en él alguna ansiedad, no la demostró. Los demás no respondieron. Se sentían agobiados. Una pesada carga oprimía el corazón de Frodo y a cada paso que daba más lamentaba haber desafiado la amenaza de los árboles. Estaba casi decidido a detenerse y proponerles que se volvieran (si esto era todavía posible) cuando las cosas tomaron un nuevo rumbo. La senda dejó de ascender y ahora corría por un llano. Los árboles oscuros se hicieron a un lado y podían ver que más adelante el camino seguía casi en línea recta. Al frente, a alguna distancia, una colina verde, sin árboles, se alzaba como una cabeza calva por encima del bosque. La senda parecía llevar directamente a la colina.
Apresuraron la marcha, encantados con la idea de trepar por encima del techo de la floresta. El sendero descendió y luego comenzó a subir otra vez, conduciéndolos al pie de la ladera empinada. Allí abandonó los árboles y se internó en el pasto. El bosque rodeaba la colina como una cabellera espesa que terminaba de pronto en un círculo alrededor de una testa rasurada.
Los hobbits cabalgaron cuesta arriba, dando vueltas hasta llegar a la cima de la loma. Allí se detuvieron mirando en torno. El aire era fulgurante, iluminado por la luz del sol, aunque brumoso; no se veía muy lejos. Alrededor la niebla se había disipado casi del todo, aunque aquí y allá cubría las cavidades del bosque y hacia el sur, en un pliegue profundo que atravesaba el bosque de lado a lado, se alzaba aún como cintas de humo blanco o vapor.
—Aquélla —dijo Merry, señalando— es la línea del Tornasauce. Desciende de las lomas y corre al sudeste, atravesando el centro del bosque para unirse al Brandivino más abajo de Fin de la Cerca. ¡No iremos en esa dirección! Dicen que el Valle del Tornasauce es la parte más extraña de todo el bosque, el centro de donde vienen todas las rarezas, por así decir.
Los otros miraron en la dirección que Merry indicaba, pero sólo vieron nieblas que se extendían sobre un valle húmedo y profundo; la mitad meridional de la floresta se perdía en la distancia.
El sol calentaba en la cima de la loma. Serían aproximadamente las once de la mañana, pero la bruma otoñal no dejaba ver mucho en otras direcciones. Hacia el oeste no alcanzaban a distinguir la línea de la cerca ni el valle del Brandivino. En el norte, hacia donde miraban más esperanzados, no veían nada que pudiera ser el gran Camino del Este, que se proponían seguir. Estaban en una isla perdida en un mar de árboles y de horizontes velados.
Al sudeste el suelo descendía abruptamente, como si las laderas de las colinas se internaran bajo los árboles, como playas de islas que en realidad son laderas de montaña elevándose desde aguas profundas. Se sentaron en la orilla verde, mirando por sobre los bosques, mientras almorzaban. A medida que el sol subía y pasaba el meridiano, comenzaron a vislumbrar en el este la línea verde-gris de las colinas que se extendían del otro lado del Bosque Viejo. Esto los animó de veras, pues era bueno ver algo más allá de los lindes del bosque, aunque no pensaban ir en esa dirección, si podían evitarlo. Las Quebradas de los Túmulos tenían entre los hobbits una reputación tan siniestra como el bosque mismo.
Al fin decidieron proseguir el viaje. El sendero que los había llevado a la colina reapareció en el lado norte; pero no lo habían seguido mucho tiempo cuando advirtieron que se desviaba a la derecha. Pronto empezó a descender abruptamente y sospecharon que llevaba al Valle del Tornasauce, que no era de ningún modo la dirección que pensaban tomar. Lo discutieron un rato y al fin resolvieron dejar el sendero y torcer al norte, pues aunque no habían podido verla desde la cima de la loma, la ruta tenía que estar en esa dirección y no muy lejos. También hacia el norte, a la izquierda del sendero, la tierra parecía más seca y abierta, alzándose en pendientes donde los árboles eran más delgados; pinos y abetos reemplazaban a los robles, los fresnos y los extraños árboles desconocidos del bosque más espeso.
Al comienzo la elección pareció buena; marchaban a paso vivo, aunque cada vez que divisaban el sol en un claro creían haber virado hacia el este, no sabían cómo. Luego los árboles comenzaron a cerrarse (en la distancia les habían parecido más delgados y menos enmarañados), y de pronto descubrieron unas fallas profundas e inesperadas en el terreno, como surcos de ruedas gigantescas o anchos fosos y caminos borrosos y en desuso, obstruidos por las zarzas. La mayoría de estos repliegues cruzaban perpendicularmente la dirección que seguían los hobbits y sólo podían franquearlos ayudándose con pies y manos, lo que era incómodo y difícil a causa de los poneys. Cada vez que descendían encontraban la cavidad cubierta por espesos matorrales y zarzas, que por alguna razón no cedían a la izquierda y sólo permitían el paso si los viajeros se volvían a la derecha; tenían que andar un rato por el fondo de la cavidad antes de encontrar el modo de trepar al otro lado. Cada vez que subían, la arboleda parecía más profunda y oscura; y siempre hacia la izquierda y hacia arriba era más difícil abrirse paso. Tenían que ir siempre hacia la derecha, bajando.
Al cabo de una hora o dos habían perdido todo sentido claro de la orientación, aunque sabían que desde hacía tiempo ya no iban hacia el norte. Marchaban sin rumbo, siguiendo un itinerario que otros habían elegido para ellos; al este y al sur, hacia el corazón del bosque y no hacia una salida.
La tarde declinaba cuando descendieron arrastrándose y tropezando a un repliegue más ancho y profundo que todos los anteriores. Era tan empinado y abrupto que no había modo de salir por un lado o por el otro sin abandonar los poneys y el equipaje. Todo lo que podían hacer era seguir el curso descendente de la falla. El suelo era más blando ahora, y a trechos pantanoso. En los terraplenes aparecieron manantiales y pronto se encontraron marchando a orillas de un arroyo que se escurría y murmuraba sobre un lecho de hierbas salvajes. Luego el suelo empezó a descender rápidamente y el arroyo se hizo más sonoro y caudaloso, bajando a saltos a lo largo de la pendiente. Estaban en una profunda y oscura hondonada, cubierta por una alta bóveda de árboles.
Marcharon un rato tropezando a lo largo del arroyo y de pronto salieron de las tinieblas como a través de una puerta y vieron delante la luz del sol. Saliendo al claro descubrieron que habían venido caminando por una hendidura en una barranca empinada, casi un acantilado. Allá abajo había un ancho espacio de hierba y cañas y a lo lejos se veía otra pared, también escarpada. El oro de un sol tardío se extendía cálido y pesado entre las dos paredes. En medio serpenteaba un río de aguas pardas y perezosas bordeado por viejos sauces caídos y moteado por miles de hojas de sauce marchitas. Las hojas espesaban el aire; caían revoloteando, amarillas; una brisa tibia y dulce soplaba en la hondonada; las cañas murmuraban y las ramas de los sauces crujían.
—¡Bueno, por lo menos ahora tengo una idea de donde estamos! —dijo Merry. Hemos venido en dirección contraria a lo previsto. ¡Este es el río Tornasauce! Iré a explorarlo. Salió a la luz y desapareció entre las hierbas altas. Poco después reapareció, informando que el suelo era bastante firme entre el pie del acantilado y el río; en algunos sitios una hierba apretada bajaba al borde del agua.
—Más aún —dijo—. Parece haber algo semejante a un sendero sinuoso a lo largo de esta orilla. Si doblamos hacia la izquierda y lo seguimos, creo que saldremos del bosque por el lado este.
—Pienso lo mismo —comentó Pippin—. Es decir…. si la huella llega hasta allí y no nos deja en algún pantano. ¿Quién puede haber trazado esta senda, decidme, y por qué? Estoy seguro de que no para nuestro beneficio. Comienzo a desconfiar de veras de este bosque y de todo lo que hay en él y ya creo en todas las historias que se cuentan. ¿Tienes alguna idea de la distancia que debemos recorrer hacia el este?
—No —dijo Merry—, no la tengo. Ignoro del todo a qué altura del Tornasauce nos encontramos, ni quién pudo haber venido aquí con tanta frecuencia como para trazar una senda a lo largo del río. Pero no veo ni imagino otra salida.
No habiendo alternativa, partieron uno detrás de otro y Merry los llevó al sendero que había descubierto. Las hierbas y las cañas eran en todas partes lozanas y altas y en algunos lugares crecían muy por encima de la cabeza de los viajeros; pero una vez encontrado el sendero era fácil de seguir en sus vueltas y revueltas, siempre por terreno firme, evitando ciénagas y pantanos. Aquí y allá atravesaba otros arroyos que venían de las tierras boscosas y altas y descendían por hondonadas hasta el Tornasauce y en estos puntos y puestos allí con cuidado, había unos troncos de árboles o unos manojos de ramas que iban de orilla a orilla y ayudaban a cruzar.
Los hobbits comenzaron a sentir mucho calor. Ejércitos de moscas de toda especie les zumbaban en las orejas y el sol de la tarde les quemaba las espaldas. Inesperadamente entraron en una tenue sombra; grandes ramas grises se extendían por encima del sendero. Cada paso adelante les costaba un poco más que el anterior. Parecía que una somnolencia furtiva les subía por las piernas desde el suelo y les caía dulcemente desde el aire sobre la cabeza y los ojos.
Frodo sintió que cabeceaba. Justo delante de él, Pippin cayó de rodillas. Frodo se detuvo.
Es inútil —oyó que Merry decía—. Imposible dar otro paso sin antes descansar un poco. Necesitamos una siesta. Está fresco bajo los sauces. ¡Hay menos moscas!
El tono de estas palabras no le gustó a Frodo.
—¡Adelante! —gritó—. No podemos dormir todavía. Primero tenemos que salir del bosque.
Pero los otros estaban ya demasiado adormilados para preocuparse. Junto a ellos Sam bostezaba y parpadeaba con aire estúpido.
De pronto Frodo mismo se sintió dominado por la modorra. La cabeza se le bamboleaba. Apenas se oía un sonido en el aire. Las moscas habían dejado de zumbar. Sólo un leve susurro apenas audible, como si alguien cantara entre dientes una canción, parecía revolotear allá arriba, en las ramas. Frodo alzó pesadamente los ojos y vio un sauce enorme, viejo y blanquecino, que se inclinaba sobre él. El árbol parecía inmenso; las largas ramas apuntaban como brazos tendidos, con muchas manos de dedos largos y el tronco nudoso y retorcido se abría en anchas hendiduras que crujían débilmente con el movimiento de las ramas. Las hojas que se estremecían bajo el cielo brillante deslumbraron a Frodo; se tambaleó y cayó allí sobre las hierbas.
Merry y Pippin se arrastraron hacia adelante y se tendieron apoyándose de espaldas contra el tronco del sauce. Detrás de ellos las grandes hendiduras se abrieron para recibirlos y el árbol se balanceó y crujió. Miraron hacia arriba y vieron las hojas grises y amarillas que se movían apenas contra la luz y cantaban. Cerraron los ojos y les pareció que casi oían palabras, palabras frescas que hablaban del agua y del sueño. Se abandonaron a aquel sortilegio y cayeron en un sueño profundo al pie del enorme sauce gris.
Frodo luchó un rato contra el sueño que lo aplastaba; al fin se incorporó de nuevo trabajosamente. Tenía unas ganas irresistibles de agua fresca.
—Espérame, Sam —balbució—. Tengo que mojarme los pies un instante. Medio dormido fue hacia el lado del árbol que daba al río, donde unas grandes raíces nudosas entraban en el agua, como dragones retorcidos que estiraban los cuellos para beber. Montó a horcajadas sobre una de las ramas, hundió los pies en el agua parda y fresca y se durmió en seguida, recostado contra el árbol.
Sam se sentó y se rascó la cabeza, bostezando como una caverna. Estaba preocupado. La tarde declinaba y esta somnolencia repentina le parecía inquietante. «Hay otra cosa aquí además del sol y el aire cálido», se susurró a sí mismo. «Este árbol enorme no me gusta nada. No le tengo confianza. ¡Escucha cómo canta invitando al sueño! ¡No me convencerá!» Se puso de pie con mucho trabajo y fue tambaleándose a ver cómo estaban los poneys. Dos de ellos se habían alejado por el sendero; acababa de atraparlos y de traerlos junto a los otros cuando oyó dos ruidos: uno fuerte, el otro leve pero claro. Uno era el chapoteo de algo pesado que había caído al agua; el otro parecía el sonido de una cerradura en una puerta que se cierra despacio.
Sam se precipitó hacia la orilla. Frodo estaba en el agua, cerca del borde, bajo una enorme raíz que parecía mantenerlo sumergido, pero no se resistía. Sam lo tomó por la chaqueta y tironeó sacándolo de debajo de la raíz; luego lo arrastró como pudo hasta la orilla. Frodo se despertó casi inmediatamente, tosiendo y farfullando.
¿Sabes tú, Sam —dijo al fin—, que ese árbol maldito me arrojó al agua? Lo sentí. ¡La raíz me envolvió el cuerpo y me hizo perder el equilibrio!
—Estaba usted soñando sin duda, señor Frodo —dijo Sam—. No debiera haberse sentado en un lugar semejante, si tenía ganas de dormir.
—¿Y los demás? —inquirió Frodo—. Me pregunto qué clase de sueños tendrán…
Fueron al otro lado del árbol y Sam entendió entonces por qué había creído oír el sonido de una cerradura. Pippin había desaparecido. La abertura junto a la cual se había acostado se había cerrado del todo y no se veía ni siquiera una grieta. Merry estaba atrapado; otra de las hendiduras del árbol se le había cerrado alrededor del cuerpo; tenía las piernas fuera, pero el resto estaba dentro de la abertura negra y los bordes lo apretaban como tenazas.
Frodo y Sam comenzaron por golpear el tronco en el lugar donde había estado Pippin. Luego lucharon frenéticamente tratando de separar las mandíbulas de la grieta que sujetaba al pobre Merry. Todo fue inútil.
—¡Qué cosa espantosa! —gritó Frodo—. ¿Por qué habremos venido a este bosque horrible? ¡Ojalá estuviéramos todos de vuelta en Cricava!
Pateó el árbol con todas sus fuerzas, sin prestar atención al dolor que sentía en el pie. Un estremecimiento apenas perceptible subió por el tronco hacia las ramas; las hojas se sacudieron y murmuraron, pero ahora con el sonido de una risa lejana y débil.
—¿No hemos traído un hacha en nuestro equipaje, señor Frodo? —preguntó Sam.
—Traje un hacha pequeña para cortar leña —dijo Frodo—. No nos serviría de mucho.
—¡Un momento! —gritó Sam, pues la mención de la leña le había dado una idea—.
¡Podríamos recurrir al fuego!
—Podríamos —dijo Frodo, titubeando—. Podríamos asar vivo a Pippin dentro del tronco.
—Podríamos también, para empezar, hacer daño al árbol o asustarlo —dijo Sam fieramente—. Si no los suelta lo echaré abajo, aunque sea a mordiscos.
Corrió hacia los poneys y pronto volvió con dos yesqueros y un hacha.
Juntaron rápidamente hierbas y hojas secas y trozos de corteza; luego apilaron ramas rotas y astillas. Amontonaron todo contra el tronco en el lado opuesto al de los prisioneros. Tan pronto como Sam consiguió encender la yesca, las hierbas secas comenzaron a arder y una columna de fuego y humo se alzó en el aire. Las ramitas crujieron. Unas lengüitas de fuego lamieron la corteza seca y estriada del árbol, chamuscándola. Un estremecimiento recorrió todo el sauce. Las hojas parecían sisear allá arriba con un sonido de dolor y rabia. Merry gritó y desde dentro del árbol llegó un aullido apagado de Pippin.
—¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo! —gritó Merry—. ¡Me partirá en dos, si así no lo hacen! ¡Él lo dice!
—¿Quién? ¿Qué? —exclamó Frodo, corriendo al otro lado del árbol.
—¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo! —suplicó Merry.
Las ramas del sauce comenzaron a balancearse con violencia. Se oyó un rumor como de viento que se alzaba y se extendía a las ramas de los otros árboles de alrededor, como si hubiesen arrojado una piedra a la quietud soñolienta del valle del río, desencadenando unas ondas coléricas que invadían todo el bosque. Sam pateó la pequeña hoguera y apagó las brasas. Pero Frodo, sin tener una idea clara de por qué lo hacía, o qué esperaba, corrió a lo largo del sendero gritando:
¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —Tenía la impresión de que apenas alcanzaba a oír el sonido agudo de su propia voz, como si el viento del sauce se la llevara en seguida ahogándola en un clamor de hojas. Se sintió desesperado, perdido y al borde mismo de la locura.
De pronto se detuvo. Había una respuesta, o al menos así lo creyó, pero parecía venir de detrás de él, del sendero que atravesaba el bosque. Se volvió y escuchó y pronto no tuvo ninguna duda; alguien cantaba una canción; una voz profunda y alegre cantaba descuidada y feliz, pero las palabras no tenían ningún sentido.
¡Hola, dol! ¡Feliz, dol! ¡Toca un don diló!
¡Toca un don! ¡Salta! ¡Sauce del fal lo!
¡Tom Bom, alegre Tom, Tom Bombadillo!
Mitad esperanzados, mitad temerosos de un nuevo peligro, Frodo y Sam se quedaron muy quietos. De pronto, luego de una larga tirada de palabras sin sentido (o así parecía), la voz se oyó fuerte y clara.
¡Hola, ven alegre dol, querida derry dol!
Ligeros son el viento y el alado estornino. Allá abajo al pie de la colina, brillando al sol, esperando a la puerta la luz de las estrellas, está mi hermosa dama, hija de la dama del río, delgada como vara de sauce, clara como el agua. El viejo Tom Bombadil trayendo lirios de agua vuelve saltando a casa. ¿Lo oyes cómo canta? ¡Hola, ven alegre dol, derry dol, alegre oh, Baya de Oro, Baya de Oro, alegre baya amarilla.
Pobre viejo Hombre-Sauce, ¡retira tus raíces!
Tom tiene prisa ahora. La noche sucede al día.
Tom vuelve de nuevo trayendo lirios de agua.
¡Hola, ven derry dol! ¿Me oyes cómo canto?
Frodo y Sam parecían como hechizados. El viento echó una última bocanada. Las hojas colgaron de nuevo silenciosas en las ramas tiesas. La canción estalló otra vez y luego, de pronto, saltando y bailando a lo largo del sendero, por encima de las cañas, asomó un viejo y estropeado sombrero de copa alta y larga pluma azul sujeta a la cinta. Un nuevo brinco y un salto y un hombre apareció a la vista, o por lo menos algo semejante a un hombre; demasiado grande y pesado para ser un hobbit y no bastante alto como para pertenecer a la Gente Grande, aunque hacía bastante ruido, calzado con grandes botas amarillas, tranqueando entre las hierbas y los juncos como una vaca que baja a beber. Tenía una chaqueta azul y larga barba castaña; los ojos eran azules y brillantes y la cara roja como una manzana madura, pero plegada en cientos de arrugas de risa. En las manos, sobre una hoja grande, como en una bandeja, traía un montoncito de lirios de agua blancos.
—¡Socorro! —gritó Frodo y Sam corrió hacia el hombre adelantando las manos.
—¡Ho, ho! ¡Quietos! —gritó el personaje alzando una mano y los hobbits se detuvieron en seco como paralizados—. Bien, mis amiguitos, ¿a dónde vais, resoplando como fuelles? ¿Qué pasa aquí? ¿Sabéis quién soy? Soy Tom Bombadil. Decidme cuál es el problema. Tom tiene prisa. ¡No me aplastéis los lirios!
Mis amigos están atrapados en el sauce —exclamó Frodo sin aliento.
—¡Una hendidura está triturando al señor Merry! —gritó Sam.
—¿Cómo? —gritó Tom Bombadil dando un salto—. ¿El viejo Hombre-Sauce? Nada peor, ¿eh? Eso tiene fácil arreglo. Conozco la cancioneta que le hace falta. ¡Viejo y gríseo Hombre-Sauce! Le helaré la médula, si no se comporta bien. Le cantaré hasta sacarle afuera las raíces. Le cantaré un viento que le arrancará hojas y ramas. ¡Viejo Hombre-Sauce!
Depositando con cuidado los lirios de agua en el suelo, Tom Bombadil corrió hacia el árbol. Allí vio los pies de Merry que aún sobresalían. El resto ya había sido arrastrado al interior. Tom acercó la boca a la hendidura y se puso a cantar en voz baja. Los dos hobbits no alcanzaban a oír las palabras, pero la reanimación de Merry fue evidente. Las piernas patearon el aire. Tom se apartó de un salto y arrancando una rama que colgaba a un costado, azotó el flanco del sauce.
—¡Déjalo salir, viejo Hombre-Sauce! ¿Qué pretendes? No tendrías que estar despierto. ¡Come tierra! ¡Cava hondo! ¡Bebe agua! ¡Duerme! ¡Bombadil habla!
Tomó entonces los pies de Merry y lo sacó de la hendidura que se había ensanchado de pronto.
Se oyó el sonido de algo que se desgarra y la otra grieta se abrió también y Pippin saltó fuera, como si lo hubiesen pateado. En seguida, con un sonoro chasquido, las dos fisuras volvieron a cerrarse. Un estremecimiento recorrió el árbol de las raíces a la copa, y siguió un completo silencio.
—¡Gracias! —dijeron los hobbits, uno tras otro.
Tom Bombadil se echó a reír.
—¡Bueno, mis amiguitos! —dijo inclinándose para mirarles las caras—. Vendréis a casa conmigo. Hay en mi mesa un cargamento de crema amarilla, panal de miel, manteca y pan blanco. Baya de Oro nos espera. Ya habrá tiempo para preguntas mientras cenamos. ¡Seguidme tan rápido como podáis!
Luego de esto Tom Bombadil recogió los lirios y se fue saltando y bailando por el camino hacia el este, llamándolos con la mano, cantando otra vez en voz alta una canción que no tenía sentido.
Demasiado sorprendidos y demasiado aliviados para hablar, los hobbits lo siguieron tan rápidamente como podían. Pero esto no bastaba. Tom desapareció muy pronto delante de ellos y el sonido del canto se hizo más lejano y débil. Pero de súbito la voz volvió flotando como un poderoso llamado.
¡Saltad, amiguitos, a lo largo del Tornasauce!
Tom va adelante a encender las velas.
El sol se oculta pronto marcharéis a ciegas. Cuando caiga la noche, las puertas se abrirán, y en las ventanas brillará una luz amarilla. No tengáis miedo ni de alisos ni de sauces, ni de raíces ni de ramas. Tom va adelante. ¡Hola, ahora, alegre dol! ¡Bienvenidos a casa!
Luego los hobbits no oyeron más. Casi en seguida pareció que el sol se hundía entre los árboles, detrás de ellos. Recordaron la luz oblicua de la tarde que brillaba sobre el río
Brandivino y las ventanas de Gamoburgo que comenzaban a iluminarse con cientos de luces.
Grandes sombras caían ahora alrededor; los troncos y las ramas, negros y amenazantes, se inclinaban sobre el sendero. Unas nieblas blancas comenzaban a alzarse ondulándose en la superficie del río, esparciéndose entre las raíces de los árboles, en las orillas. Del suelo a los pies de los hobbits, un vapor tenebroso subía confundiéndose con el crepúsculo, que caía rápidamente.
Se hizo difícil seguir el sendero y todos estaban muy cansados. Las piernas les pesaban como plomo. Unos ruidos raros y furtivos corrían entre los matorrales y juncos a los lados del camino y si alzaban los ojos veían unas caras extrañas, retorcidas y nudosas, como sombras dibujadas en el cielo del crepúsculo, que los miraban asomándose a las barrancas y a los límites del bosque. Empezaban a tener la impresión de que todo aquel país era irreal y que avanzaban tropezando por un sueño ominoso que no llevaba a ninguna vigilia.
En el momento en que ya aminoraban el paso y parecía que iban a detenerse, advirtieron que el suelo se elevaba poco a poco. Las aguas murmuraban ahora. Alcanzaron a vislumbrar en la penumbra el resplandor blanco de la espuma del río que se precipitaba en una pequeña cascada. En seguida los árboles terminaron y la niebla quedó atrás. Salieron del bosque y se encontraron en una amplia extensión de hierbas. El río, estrecho y rápido, saltaba hacia ellos alegremente, reflejando aquí y allá la luz de las estrellas que ya brillaba en el cielo.
La hierba era allí corta y suave, como si la hubiesen segado. Detrás, los bordes del bosque parecían recortados como un cerco. El sendero era llano, estaba bien cuidado y bordeado de piedras y subía serpenteando a la cima de una loma herbosa, grisácea bajo el pálido cielo estrellado. Allí arriba en otra ladera parpadeaban las luces de una casa. El sendero bajó y subió de nuevo por una larga pendiente de césped hacia la luz. De pronto un rayo amarillo salió brillantemente de una puerta que acababa de abrirse. Era la casa de Tom Bombadil, sobre y bajo la colina. Detrás el terreno se elevaba gris y desnudo y más allá las sombras oscuras de las Quebradas se perdían en la noche del este.
Hobbits y poneys se precipitaron hacia adelante. Ya se habían quitado de encima la mitad de la fatiga y todo temor. ¡Hola, venid, alegre dol! llegó a ellos la canción, como una bienvenida.
¡Hola, venid, alegre dol! ¡Bravos míos, saltad!
¡Hobbits, poneys, y todos, a la fiesta!
¡Que la alegría empiece! ¡Cantemos todos juntos!
Luego, otra voz, clara, joven y antigua como la primavera, como el canto de un agua gozosa que baja a la noche desde una mañana brillante en las colinas, cayó como plata hasta ellos:
¡Que los cantos empiecen! Cantemos todos juntos, el sol y las estrellas, la luna, las nubes y la lluvia, la luz en los capullos, el rocío en la pluma, el viento en la colina, la campana en los brezos, las cañas en la orilla, los lirios en el agua,
¡el viejo Tom Bombadil y la Hija del Río!
Y con esta canción los hobbits llegaron al umbral, envueltos todos en una luz dorada.