El señor de los anillos - 12. La Comunidad del Anillo 1 - 7 En casa de Tom Bombadil
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Los cuatro hobbits franquearon el ancho umbral de piedra y se detuvieron, parpadeando. La habitación era larga y baja, iluminada por unas lámparas que colgaban de las vigas del cielo raso y en la mesa de madera oscura y pulida había muchas velas altas y amarillas, de llama brillante.
En el extremo opuesto de la habitación, mirando a la puerta de entrada, estaba sentada una mujer. Los cabellos rubios le caían en largas ondas sobre los hombros; llevaba una túnica verde, verde como las cañas jóvenes, salpicada con cuentas de plata como gotas de rocío y el cinturón era de oro, labrado como una cadena de azucenas y adornado con ojos de nomeolvides, azules y claros. A sus pies, en vasijas de cerámica verde y castaña, flotaban unos lirios de agua, de modo que la mujer parecía entronizada en medio de un estanque.
—¡Adelante, mis buenos invitados! —dijo y los hobbits supieron que era aquella voz clara la que habían oído en el camino. Se adelantaron tímidamente unos pasos, haciendo reverencias, sintiéndose de algún modo sorprendidos y torpes, como gentes que habiendo golpeado una puerta para pedir un poco de agua, se encuentran de pronto ante una reina élfica, joven y hermosa, vestida con flores frescas. Pero antes de que pudieran pronunciar una palabra, la joven saltó ágilmente por encima de las fuentes de lirios y corrió riendo hacia ellos; y mientras corría la túnica verde susurraba como el viento en las riberas floridas de un río.
—¡Venid, queridos amigos! —dijo ella tomando a Frodo por la mano—. ¡Reíd y alegraos! Soy Baya de Oro, Hija del Río. —En seguida pasó rápidamente ante ellos y habiendo cerrado la puerta se volvió otra vez, extendiendo los brazos blancos—. ¡Cerremos las puertas a la noche! —dijo—. Quizá todavía tenéis miedo de la niebla, la sombra de los árboles, el agua profunda, las criaturas del bosque. ¡No temáis! Pues esta noche estáis bajo techo en casa de Tom Bombadil.
Los hobbits la miraron asombrados y ella los observó a su vez, uno a uno, sonriendo.
—¡Hermosa dama Baya de Oro! —dijo Frodo al fin, sintiendo en el corazón una alegría que no alcanzaba a entender. Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces escuchando las hermosas voces de los elfos, pero ahora el encantamiento era diferente, menos punzante y menos sublime, pero más profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no ajeno—. ¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de esas canciones que oímos.
¡Oh delgada como vara de sauce! ¡Oh más clara que el agua clara!
¡Oh junco a orillas del estanque! ¡Hermosa Hija del Río!
¡Oh tiempo de primavera y tiempo de verano, y otra vez primavera!
¡Oh viento en la cascada y risa entre las hojas!
Frodo calló de pronto, balbuciendo, sorprendido al oírse decir esas palabras. Pero Baya de Oro rió.
—¡Bienvenido! —dijo—. No había oído que la gente de la Comarca fuera de lengua tan dulce. Pero entiendo que eres amigo de los elfos; así lo dicen la luz de tus ojos y el timbre de tu voz. ¡Un feliz encuentro! ¡Sentaos y esperemos al Señor de la casa! No tardará. Está atendiendo a vuestros animales cansados.
Los hobbits se sentaron complacidos en unas sillas bajas de mimbre, mientras Baya de Oro se ocupaba alrededor de la mesa; y los ojos de ellos seguían con deleite la fina gracia de los movimientos de la joven. De algún sitio detrás de la casa llegó el sonido de un canto. De cuando en cuando alcanzaban a oír, entre muchos derry dol, alegre dol, y toca un don dilló, unas palabras que se repetían:
El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo, de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.
Hermosa dama! —dijo Frodo al cabo de un rato—. Decidme, si mi pregunta no os parece tonta, ¿quién es Tom Bombadil?
—Es él —dijo Baya de Oro, dejando de moverse y sonriendo.
Frodo la miró inquisitivamente.
—Es como lo has visto —dijo ella respondiendo a la mirada de Frodo—. Es el Señor de la madera, el agua y las colinas.
—¿Entonces estas tierras extrañas le pertenecen?
—De ningún modo —dijo ella y la sonrisa se le apagó—. Eso sería en verdad una carga —susurró—. Los árboles y las hierbas y todas las cosas que crecen o viven en la región no tienen otro dueño que ellas mismas. Tom Bombadil es el Señor. Nadie ha atrapado nunca al viejo Tom caminando en el bosque, vadeando el río, saltando en lo alto de las colinas, a la luz o a la sombra. Tom Bombadil no tiene miedo. Es el Señor.
Se abrió una puerta y entró Tom Bombadil. Se había sacado el sombrero y unas hojas otoñales le coronaban los espesos cabellos castaños. Rió y yendo hacia Baya de Oro le tomó la mano.
—¡He aquí a mi hermosa señora! —dijo inclinándose hacia los hobbits—. ¡He aquí a mi Baya de Oro vestida de verde y plata con flores en la cintura! ¿Está la mesa puesta? Veo crema amarilla y panales, y pan blanco y manteca, leche, queso, hierbas verdes y cerezas maduras. ¿Alcanza para todos? ¿Está la cena lista?
—Está —respondió Baya de Oro—, pero quizá los huéspedes no lo estén.
Tom golpeó las manos y gritó:
—¡Tom, Tom! ¡Tus huéspedes están cansados y tú casi lo olvidaste! ¡Venid mis alegres amigos y Tom os refrescará! Os limpiaréis las manos sucias y os lavaréis las caras cansadas. Fuera esos abrigos embarcados. Peinad esas melenas enmarañadas.
Abrió la puerta y los hobbits lo siguieron por un corto pasadizo que doblaba a la derecha. Llegaron así a una habitación baja, de techo inclinado (un cobertizo, parecía, añadido al ala norte de la casa). Los muros eran de piedra, cubiertos en su mayor parte con esteras verdes y cortinas amarillas. El suelo era de losa, y encima habían puesto unos juncos verdes. A un lado, tendidos en el piso, había cuatro gruesos colchones recubiertos con mantas blancas. Contra el muro opuesto un banco largo sostenía unas cubetas de carro, y al lado se alineaban unas vasijas oscuras llenas de agua; algunas con agua fría y otras con agua caliente. Unas chinelas verdes esperaban junto a cada cama.
Al cabo de un rato, lavados y refrescados, los hobbits se sentaron a la mesa, dos a cada lado y en los extremos Baya de Oro y el Señor. Fue una comida larga y alegre. No faltó nada, aunque los hobbits comieron como sólo pueden comer unos hobbits famélicos. La bebida que en los tazones parecía ser simple agua fresca, se les subió a los corazones como vino y les desató las lenguas. Los invitados advirtieron de pronto que estaban cantando alegremente, como si eso fuera más fácil y natural que hablar. Luego, Tom y Baya de Oro se levantaron y limpiaron rápidamente la mesa. Les ordenaron a los huéspedes que se quedaran quietos y los sentaron en sillas, los pies apoyados en un escabel. Un fuego llameaba ante ellos en la vasta chimenea, con un olor dulce, como madera de manzano. Cuando todo estuvo en orden, apagaron las luces de la habitación excepto una lámpara y un par de velas en los extremos de la chimenea. Baya de Oro se les acercó entonces con una vela en la mano y les deseó a cada uno una buena noche y un sueño profundo.
—Tened paz ahora —dijo—, ¡hasta la mañana! No prestéis atención a ningún ruido nocturno. Pues nada entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres. ¡Buenas noches!
Baya de Oro dejó la habitación con un centelleo y un susurro y sus pasos se alejaron como un arroyo que desciende dulcemente de una colina sobre piedras frescas en la quietud de la noche. Tom se sentó en silencio mientras los hobbits titubeaban pensando en las preguntas que no se habían animado a hacer durante la cena. El sueño les pesaba en los párpados. Al fin Frodo habló:
—¿Oísteis mi llamada, Señor, o llegasteis a nosotros sólo por casualidad?
Tom se movió como un hombre al que sacan de un sueño agradable. ¿Eh? ¿Qué? — dijo—. ¿Si oí tu llamada? No, no oí nada, estaba ocupado cantando. Fue la casualidad lo que me llevó allí, si quieres llamarlo casualidad. No estaba en mis planes, aunque os estaba esperando. Habíamos oído hablar de vosotros y sabíamos que andabais por el bosque, y que no tardaríais en llegar a orillas del río. Todos los senderos vienen hacia aquí, hacia el Tornasauce. El viejo Hombre-Sauce gris es un cantor poderoso y la gente pequeña escapa difícilmente de sus arteros laberintos. Pero Tom tenía que cumplir allí una misión y él no se hubiera atrevido a oponerse.
Tom cabeceó como luchando contra el sueño, pero continuó con una dulce voz:
Yo tenía allí una misión: recoger lirios de agua,
hojas verdes y lirios blancos para complacer a mi hermosa dama, los últimos del año y preservarlos así del invierno, para que florezcan a sus pies antes que las nieves se fundan. Todos los años al fin del verano los busco para ella, en una laguna profunda y clara, lejos bajando por el río; allí se abren los primeros en primavera y allí duran más.
junto a esa laguna encontré hace tiempo a la Hija del Río, la hermosa y joven Baya de Oro, sentada entre los juncos, cantando dulcemente, y el corazón le golpeaba.
Tom abrió los ojos y miró a los hobbits con un repentino centelleo azul. Y esto fue bueno para vosotros, pues ahora no volveré a descender a lo largo de las aguas del bosque, mientras el año sea viejo. Ni pasaré otra vez junto a la casa del viejo Hombre-Sauce antes de la gozosa primavera, cuando la Hija del Río baje bailando entre los mimbres a bañarse en el agua.
Tom calló de nuevo, pero Frodo no pudo dejar de hacer otra pregunta, aquella cuya respuesta más deseaba oír.
—Habladnos, Señor —dijo—, del Hombre-sauce. ¿Qué es? Nunca oí nada de él.
—¡No, no! —dijeron juntos Merry y Pippin, enderezándose bruscamente—. ¡No ahora! ¡No hasta la mañana!
—¡Tenéis razón! —dijo el viejo—. Es tiempo de descansar. No es bueno hablar de ciertas cosas cuando las sombras reinan en el mundo. Dormid hasta que amanezca, reposad la cabeza en las almohadas. ¡No prestéis atención a ningún ruido nocturno! ¡No temáis al sauce gris!
Y diciendo esto bajó la lámpara y la apagó con un soplido y tomando una vela en cada mano llevó a los hobbits fuera de la habitación.
Los colchones y las almohadas tenían la dulzura de la pluma y las coberturas eran de lana blanca. Acababan de tenderse en los lechos blandos y de acomodarse las mantas cuando se quedaron dormidos.
En la noche profunda, Frodo tuvo un sueño sin luz. Luego vio que se elevaba la luna nueva y a la tenue claridad apareció ante él un muro de piedra oscura, atravesado por un arco sombrío parecido a una gran puerta. Le pareció a Frodo que lo llevaban por el aire y vio entonces que la pared era un círculo de lomas que encerraban una planicie; en el centro se elevaba un pináculo de piedra, semejante a una torre, pero no obra de artífices. En la cima había una forma humana. La luna subió y durante un momento pareció estar suspendida sobre la cabeza de la figura, reflejándose en los cabellos blancos, movidos por el viento. De la planicie en tinieblas se levantó un clamor de voces feroces y el aullido de muchos lobos. De pronto una sombra, como grandes alas, pasó delante de la luna. La figura alzó los brazos y del bastón que tenía en la mano brotó una luz. Un águila enorme bajó entonces del cielo y se llevó a la figura. Las voces gimieron y los lobos aullaron. Hubo un ruido como si soplara un viento huracanado y con él llegó el sonido de unos cascos que galopaban, galopaban, galopaban desde el este. «¡Los Jinetes Negros!», pensó Frodo despertando y con el golpeteo de los cascos resonándole aún en la cabeza. Se preguntó si tendría alguna vez el coraje de dejar la seguridad de esos muros de piedra. Se quedó quieto, escuchando todavía, pero todo estaba en silencio ahora y al fin se volvió y se durmió otra vez, o se perdió en un sueño que no le dejó ningún recuerdo.
Al lado, Pippin dormía hundido en sueños agradables, pero algo cambió de pronto y se volvió en la cama gruñendo. En seguida despertó, o pensó que había despertado y sin embargo oía aún en la oscuridad el sonido que lo había perturbado mientras dormía: tip-tap, cuic; era como el susurro de unas ramas que se rozan con el viento, dedos de ramitas que rascaban la ventana y la pared: cric, cric, cric. Se preguntó si habría sauces cerca de la casa y de pronto tuvo la horrible impresión de que no estaba en una casa común sino dentro del sauce, oyendo aquella espantosa voz, seca y chirriante, que otra vez se reía de él. Se incorporó y sintió la almohada blanda en las manos y se acostó otra vez con alivio. Le pareció oír el eco de unas palabras: «¡Nada temas! ¡Duerme en paz hasta la mañana! ¡No prestes atención a los ruidos nocturnos!» Volvió a dormirse.
Era el murmullo de un agua que cae lo que Merry oía en su sueño tranquilo: agua que fluía dulcemente y luego se extendía y se extendía alrededor de la casa en un estanque oscuro y sin límites. Gorgoteaba bajo las paredes y subía lenta pero firmemente. «¡Me ahogaré!», pensó. «Entrará en la casa y entonces me ahogaré.» Sintió que estaba acostado en un pantano blando y viscoso, e incorporándose de un salto puso el pie en una losa dura y fría. Recordó entonces dónde estaba y se acostó de nuevo. Creía oír o recordaba haber oído: «Nada entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres.» Una brisa leve y dulce movió las cortinas. Respiró profundamente y se durmió otra vez.
Al día siguiente Sam sólo recordaba que había dormido toda la noche, muy satisfecho, si los troncos duermen satisfechos.
Despertaron los cuatro a la vez, con la luz de la mañana. Tom andaba por la habitación silbando como un estornino. Oyendo que los hobbits se movían, golpeó las manos y gritó:
—¡Hola! ¡Ven alegre dol, derry dol! ¡Mis bravos!
Descorrió las cortinas amarillas y aparecieron las ventanas, a ambos lados del aposento: una miraba al este y la otra al oeste.
Los hobbits se levantaron de un salto, renovados. Frodo corrió a la ventana oriental y se encontró mirando una huerta, gris de rocío. Casi había esperado ver una franja de césped entre la casa y los muros, césped marcado con huellas de cascos. En verdad, no podía ver muy lejos, a causa de una alta estacada de habas, pero por encima y a lo lejos la cresta gris de la colina se alzaba a la luz del amanecer. Era una mañana pálida; en el este, detrás de unas nubes largas como hilos de lana sucia, teñida de rojo en los bordes, centelleaban unos profundos piélagos amarillos. El cielo anunciaba lluvia, pero la luz se extendía rápidamente, y las flores rojas de las habas comenzaban a brillar entre las hojas verdes y húmedas.
Pippin miró por la ventana occidental y vio un estanque de bruma. Una niebla cubría el bosque. Era como mirar desde arriba un techo de nubes en pendiente. Había un pliegue o canal donde la bruma se quebraba en penachos y ondas: el Valle del Tornasauce. El arroyo descendía por la ladera izquierda y se desvanecía entre las sombras blancas. Junto a la casa había un jardín de flores y un cerco recortado, envuelto en una red de plata y más allá una hierba corta y gris, empalidecida por gotas de rocío. No se veía ningún sauce.
—¡Buenos días, alegres amigos! —gritó Tom abriendo de par en par la ventana del este. Un aire fresco entró en el cuarto, trayendo olor a lluvia—. Hoy el sol no mostrará mucho la cara, se me ocurre. He estado caminando, subiendo a las cumbres de las lomas, desde que empezó el alba gris, olfateando el viento y el tiempo: hierba húmeda a mis pies, cielo húmedo arriba. Desperté a Baya de Oro cantando bajo su ventana, pero nada despierta a los hobbits a la mañana temprano. Las personitas despiertan de noche en la oscuridad y se duermen cuando llega la luz. ¡Tocad un don diló! ¡Despertad, alegres amigos! ¡Olvidad los ruidos nocturnos! ¡Tocad un don diló del, mis bravos! Si os dais prisa, encontraréis el desayuno servido. ¡Si tardáis tendréis pasto y agua de lluvia!
Inútil decir que aunque la amenaza de Tom no parecía muy seria los hobbits se apresuraron y dejaron la mesa tarde, cuando ya empezaba a parecer vacía. Ni Tom ni Baya de Oro estaban allí. Podía oírse a Tom que se movía por la casa, afanándose en la cocina, subiendo y bajando las escaleras y cantando afuera, aquí y allá. La habitación daba al oeste sobre el valle neblinoso y la ventana estaba abierta. El agua goteaba desde los aleros de paja. Antes que terminaran de desayunar, las nubes se habían unido formando un techo uniforme y una lluvia gris cayó verticalmente con una dulce regularidad. La espesa cortina no dejaba ver el bosque.
Mientras miraban por la ventana, la voz clara de Baya de Oro descendió dulcemente, como si bajara con la lluvia, desde el cielo. No oían sino unas pocas palabras, pero les pareció evidente que la canción era una canción de lluvia, dulce como un chaparrón sobre las lomas secas y que contaba la historia de un río desde el manantial en las tierras altas hasta el océano distante, allá abajo. Los hobbits escuchaban deleitados y Frodo sentía alegría en el corazón y bendecía la lluvia bienhechora que les demoraba la partida. La idea de que tenían que irse le estaba pesando desde que abrieran los ojos, pero sospechaba ahora que ese día no irían más lejos.
El viento alto se estableció en el oeste y unas nubes más densas y más húmedas se elevaron rodando para verter la carga de lluvia en las cimas desnudas de las Quebradas. No se veía nada alrededor de la casa, excepto agua que caía. Frodo estaba de pie junto a la puerta abierta observando el blanco sendero gredoso que descendía burbujeando al valle, transformado en un arroyo de leche. Tom Bombadil apareció trotando en una esquina de la casa, moviendo los brazos como para apartar la lluvia y en realidad cuando saltó al umbral parecía perfectamente seco, excepto las botas. Se las quitó y las puso en un rincón de la chimenea. Luego se sentó en la silla más grande y pidió a los hobbits que se le acercaran.
—Es el día de lavado de Baya de Oro —dijo—, y también de la limpieza de otoño. Llueve demasiado para los hobbits, ¡que descansen mientras les sea posible! Día bueno para cuentos largos, para preguntas y respuestas, de modo que Tom iniciará la charla.
Les contó entonces muchas historias notables, a veces como hablándose a sí mismo y a veces mirándolos de pronto con ojos azules y brillantes bajo las cejas tupidas. A menudo la voz se le cambiaba en canto y se levantaba entonces de la silla para bailar alrededor. Les habló de abejas y de flores, de las costumbres de los árboles y las extrañas criaturas del bosque, de cosas malignas y de cosas benignas, cosas amigas y cosas enemigas, cosas crueles y cosas amables y de secretos que se ocultaban bajo las zarzas.
A medida que escuchaban, los hobbits empezaron a entender las vidas del bosque, distintas de las suyas, sintiéndose en verdad extranjeros allí donde todas las cosas estaban en su sitio. El viejo Hombre-Sauce aparecía y desaparecía en la charla, una y otra vez y Frodo aprendió bastante como para sentirse satisfecho, en verdad más que bastante, pues las cosas de que se iba enterando no eran tranquilizadoras. Las palabras de Tom desnudaban los corazones y los pensamientos de los árboles, pensamientos que eran a menudo oscuros y extravíos, colmados de odio por todas las criaturas que se mueven libremente sobre la tierra, arañando, mordiendo, rompiendo, cortando, quemando: destructoras y usurpadoras. No se le llamaba el Bosque Viejo sin motivo, pues era antiguo de veras, sobreviviente de vastos bosques olvidados; y en él vivían aún, envejeciendo tan lentamente como las colinas, los padres de los padres de los árboles, recordando la época en que eran señores. Los años innumerables les habían dado orgullo y sabiduría enraizada en la tierra y malicia. Ninguno, sin embargo, era más peligroso que el Gran Sauce: tenía el corazón podrido, pero una fuerza todavía verde; y era astuto, y ordenaba los vientos, y su canto y su pensamiento corrían entre los árboles de ambos lados del río. El espíritu gríseo y sediento del Sauce sacaba fuerzas de la tierra, extendiéndose como una red de raíces en el suelo y como dedos invisibles en el aire, hasta tener dominio sobre casi todos los árboles del bosque desde la Cerca a las Quebradas.
De pronto la charla de Tom dejó los árboles para remontar el joven arroyo, por encima de cascadas burbujeantes, guijarros y rocas erosionadas y entre florecitas que se abrían en la hierba apretada y en grietas húmedas, trepando así hasta las Quebradas. Los hobbits oyeron hablar de los Grandes Túmulos y de los montículos verdes y de los círculos de piedra sobre las colinas y en los bajos. Las ovejas balaron en rebaños. Se levantaron muros blancos y verdes. Había fortalezas en las alturas. Reyes de pequeños reinos se batieron entre ellos y el joven sol brilló como el fuego sobre el rojo metal de las espadas codiciosas y nuevas. Hubo victorias y derrotas; y se derrumbaron torres, se quemaron fortalezas y las llamas subieron al cielo. El oro se apiló sobre los catafalcos de reyes y reinas, y unos montículos los cubrieron y las puertas de piedra se cerraron y la hierba creció encima. Las ovejas pacieron allí un tiempo, pero pronto las colinas estuvieron desnudas otra vez. De sitios lejanos y oscuros vino una sombra, los huesos se agitaron en las tumbas. Los Tumularios se paseaban por las oquedades con un tintineo de anillos en los dedos fríos y cadenas de oro al viento. Los círculos de piedra salieron a la superficie de la tierra como dientes rotos a la luz de la luna.
Los hobbits se estremecieron. Hasta en la misma Comarca se había oído hablar de los Tumularios, que frecuentaban las Quebradas de los Túmulos, más allá del bosque. Pero no era esta una historia que complaciese a los hobbits, ni siquiera junto a una lejana chimenea. La alegría de la casa los había distraído, pero ahora los cuatro recordaron de pronto: la casa de Tom Bombadil se apoyaba en el hombro mismo de las temibles Quebradas. Perdieron el hilo del relato y se movieron inquietos, mirándose a hurtadillas.
Cuando volvieron a prestar atención, descubrieron que Tom deambulaba ahora por regiones extrañas, más allá de la memoria y los pensamientos de los hobbits, en días en que el mundo era más ancho y los mares golpeaban la costa del oeste; y siempre yendo y viniendo Tom cantó la luz de las estrellas antiguas, cuando sólo los ancianos elfos estaban despiertos. De pronto hizo una pausa y vieron que cabeceaba como atacado por el sueño. Los hobbits se quedaron sentados, frente a él, como hechizados; y bajo el encantamiento de aquellas palabras les pareció que el viento se había ido y las nubes se habían secado y el día se había retirado y la oscuridad había venido del este y del oeste: en el cielo resplandecía una claridad de estrellas blancas. Frodo no hubiese podido decir si había pasado la mañana y la noche de un solo día o de muchos días. No se sentía ni hambriento ni cansado, sólo colmado de asombro. Las estrellas brillaban del otro lado de la ventana y el silencio de los cielos parecía rodearlo. Al fin ese mismo asombro y un miedo repentino al silencio que había sobrevenido lo llevaron a preguntar:
—¿Quién sois, Señor?
—¿Eh? ¿Qué? —dijo Tom enderezándose y los ojos le brillaron en la oscuridad—. ¿Todavía no sabes cómo me llamo? Esa es la única respuesta. Dime, ¿quién eres tú, solo, tú mismo y sin nombre? Pero tú eres joven, y yo soy viejo. El Antiguo, eso es lo que soy. Prestad atención, amigos míos: Tom estaba aquí antes que el río y los árboles. Tom recuerda la primera gota de lluvia y la primera bellota. Abrió senderos antes que la Gente Grande y vio llegar a la Gente Pequeña. Estaba aquí antes que los Reyes y las tumbas y los Tumularios. Cuando los elfos fueron hacia el oeste, Tom ya estaba aquí, antes que los mares se replegaran. Conoció la oscuridad bajo las estrellas antes que apareciera el miedo, antes que el Señor Oscuro viniera de Afuera.
Pareció que una sombra pasaba por la ventana y los hobbits echaron una rápida mirada a través de los vidrios. Cuando se volvieron, Baya de Oro estaba en la puerta de atrás, enmarcada en luz. Traía una vela encendida que protegía del aire con la mano y la luz se filtraba a través de la mano como el sol a través de una concha blanca.
—La lluvia ha cesado —dijo— y las aguas nuevas corren por la falda de la colina, a la luz de las estrellas. ¡Riamos y alegrémonos!
—¡Y comamos y bebamos! —gritó Tom—. Las historias largas dan sed. Y escuchar mucho tiempo es una tarea que da hambre, ¡mañana, mediodía y noche!
Diciendo esto se incorporó de un salto, tomó una vela de la repisa de la chimenea y la encendió en la llama que traía Baya de Oro y se puso a bailar alrededor de la mesa. De súbito atravesó de un salto la puerta y desapareció.
Regresó pronto, trayendo una gran bandeja cargada. Luego él y Baya de Oro pusieron la mesa, y los hobbits se quedaron sentados, mirándolos, en parte maravillados y en parte riendo: tan hermosa era la gracia de Baya de Oro y tan alegres y estrafalarias las cabriolas de Tom. Sin embargo, de algún modo, los dos parecían tejer una sola danza, no molestándose entre sí, entrando y saliendo y alrededor de la mesa; y los alimentos, los recipientes y las luces fueron prontamente dispuestos. Las velas blancas y amarillas se reflejaron en los platos. Tom hizo una reverencia a los huéspedes.
—La cena está servida —dijo Baya de Oro y los hobbits vieron ahora que ella estaba vestida toda de plata y con un cinturón blanco y que los zapatos eran como escamas de pescado. Pero Tom tenía un traje de color azul puro, azul como los nomeolvides lavados por la lluvia, y medias verdes.
La comida fue todavía mejor que la anterior. Quizá bajo el encanto de las palabras de Tom los hobbits hubieran podido saltarse una comida o dos, pero cuando tuvieron el alimento ante ellos pareció que no comían desde hacía una semana. No cantaron ni siquiera hablaron mucho durante un rato, del todo dedicados a la tarea. Pero al cabo de un tiempo el corazón y el espíritu se les animaron otra vez y las voces resonaron, en alegría y risas.
Luego de la cena, Baya de Oro cantó muchas canciones para ellos, canciones que comenzaban felizmente en las colinas y recaían dulcemente en el silencio y en los silencios vieron imágenes de estanques y aguas más vastos que todos los conocidos y observando esas aguas vieron el cielo abajo y las estrellas como joyas en los abismos. Luego, una vez más, Baya de Oro les dio a todos las buenas noches y los dejó junto a la chimenea. Pero Tom estaba ahora muy despierto y los acosó a preguntas.
Descubrieron entonces que ya sabía mucho de ellos y de sus familias y que conocía la historia y costumbres de la Comarca desde tiempos que los hobbits mismos recordaban apenas. Esto no los sorprendió, pero Tom no ocultó que una buena parte de sus conocimientos le venía del granjero Maggot, a quien parecía atribuir una importancia que los hobbits no habían imaginado.
—Hay tierra bajo los pies del viejo Maggot y tiene arcilla en las manos, sabiduría en los huesos y muy abiertos los dos ojos. —Fue también evidente que Tom había tenido tratos con los elfos y que de alguna manera se había enterado por Gildor de la huida de Frodo.
En verdad tanto sabía Tom y sus preguntas eran tan hábiles, que Frodo se encontró hablándole de Bilbo y de sus propias esperanzas y temores como no se había atrevido a hacerlo ni siquiera con Gandalf. Tom asentía con movimientos de cabeza y los ojos le brillaron cuando oyó nombrar a los Jinetes.
—¡Muéstrame ese precioso Anillo! —dijo de repente en medio de la historia: y Frodo, él mismo asombrado, sacó la cadena y desprendiendo el Anillo se lo alcanzó en seguida a Tom.
Pareció que el Anillo se hacía más grande un momento en la manaza morena de Tom. De pronto Tom alzó el Anillo y lo miró de cerca y se rió. Durante un segundo los hobbits tuvieron una visión a la vez cómica y alarmante: el ojo azul de Tom brillando a través de un círculo de oro. Luego Tom se puso el Anillo en el extremo del dedo meñique y lo acercó a la luz de la vela. Durante un momento los hobbits no advirtieron nada extraño. En seguida se quedaron sin aliento. ¡Tom no había desaparecido!
Tom rió otra vez y echó el Anillo al aire y el Anillo se desvaneció con un resplandor. Frodo dio un grito y Tom se inclinó hacia adelante y le devolvió el Anillo con una sonrisa.
Frodo miró el Anillo de cerca y con cierta desconfianza (como quien ha prestado un dije a un prestidigitador). Era el mismo Anillo, o tenía el mismo aspecto y pesaba lo mismo; siempre le había parecido a Frodo que el Anillo era curiosamente pesado. Pero no estaba seguro y tenía que cerciorarse. Quizás estaba un poco molesto con Tom a causa de la ligereza con que había tratado algo que para el mismo Gandalf era de una importancia tan peligrosa. Esperó la oportunidad, ahora que la charla se había reanudado y Tom contaba una absurda historia de tejones y sus raras costumbres, y se deslizó el Anillo en el dedo.
Merry se volvió hacia él para decirle algo y tuvo un sobresalto, reprimiendo una exclamación. Frodo estaba contento (en cierto modo); era en verdad el mismo Anillo, pues Merry clavaba los ojos en la silla y obviamente no podía verlo. Frodo se puso de pie y se escurrió hacia la puerta exterior, alejándose de la chimenea.
—¡Eh, tú! —gritó Tom volviendo hacia él unos ojos brillantes que parecían verlo perfectamente—. ¡Eh! ¡Ven Frodo, ven aquí! ¿Adónde te ibas? El viejo Tom Bombadil todavía no está tan ciego. ¡Sácate ese Anillo dorado! Te queda mejor la mano desnuda. ¡Ven aquí! ¡Deja ese juego y siéntate a mi lado! Tenemos que hablar un poco más y pensar en la mañana. Tom te enseñará el camino justo, ahorrándote extravíos.
Frodo se rió (tratando de parecer complacido) y sacándose el Anillo se acercó y se sentó de nuevo. Tom les dijo entonces que el sol brillaría al día siguiente y que sería una hermosa mañana y que la partida se presentaba bajo los mejores auspicios. Pero convendría que salieran temprano, pues el tiempo en aquellas regiones era algo de lo que ni siquiera Tom podía estar seguro y a veces cambiaba con más rapidez de lo que él tardaba en cambiarse la chaqueta.
—No soy dueño del clima —les dijo—, como ningún ser que camine en dos patas.
De acuerdo con el consejo de Tom decidieron ir hacia el norte desde la casa, por las laderas orientales y más bajas de las Quebradas. De ese modo era posible que llegaran al camino del este en una jornada, evitando los Túmulos. Les dijo que no se asustaran y que atendieran a sus propios asuntos.
—No dejéis la hierba verde. No os acerquéis a las piedras antiguas ni a los fríos Tumularios, ni espiéis los Túmulos, a menos que seáis gente fuerte y de ánimo firme.
Dijo esto una vez más y les aconsejó que pasaran los Túmulos por el lado oeste, si se extraviaban y se acercaban demasiado. Luego les enseñó a cantar una canción, para el caso de que tuvieran mala suerte y cayeran al día siguiente en alguna dificultad.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce, por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos! ¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!
Los hobbits cantaron juntos la canción después de él, y Tom les palmeó las espaldas a todos y tomando unas velas los llevó de vuelta al dormitorio.