El señor de los anillos - 13. La Comunidad del Anillo 1 - 8 Niebla en las Quebradas de los Túmulos
- Casa
- El señor de los anillos
- 13. La Comunidad del Anillo 1 - 8 Niebla en las Quebradas de los Túmulos
Aquella noche no oyeron ruidos. Pero en sueños o fuera de los sueños, no hubiera podido decirlo, Frodo oyó un canto dulce que le rondaba en la mente: una canción que parecía venir como una luz pálida del otro lado de una cortina de lluvia gris y que creciendo cambiaba el velo en cristal y plata, hasta que al fin el velo se abrió y un país lejano y verde apareció ante él a la luz de un rápido amanecer.
La visión se fundió en el despertar; y allí estaba Tom silbando como un árbol colmado de pájaros; y el sol ya caía oblicuamente por la colina y a través de la ventana abierta. Afuera todo era verde y oro pálido. Luego del desayuno, que tomaron de nuevo solos, se prepararon para despedirse, el corazón tan oprimido como era posible en una mañana semejante: fría, brillante y limpia bajo un lavado cielo otoñal de un ligero azul. El aire llegaba fresco del noroeste. Los pacíficos poneys estaban casi retozones, bufando y moviéndose inquietos. Tom salió de la casa, movió el sombrero y bailó en el umbral, invitando a los hobbits a ponerse de pie, a partir y a marchar a buen paso.
Cabalgaron a lo largo de un sendero que subía zigzagueando hacia el extremo norte de la loma en que se apoyaba la casa. Acababan de desmontar para ayudar a los poneys en la última pendiente empinada, cuando de pronto Frodo se detuvo.
—¡Baya de Oro! —gritó—. ¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No nos hemos despedido y no la hemos visto desde anoche!
Se sentía tan desolado que quiso volver atrás, pero en ese momento una llamada cristalina descendió hacia ellos como un rizo de agua. Allá en la cima de la loma Baya de Oro les hacía señas; los cabellos sueltos le flotaban en el aire, centelleando al sol. Una luz parecida al reflejo del agua en la hierba húmeda de rocío le brillaba bajo los pies, que bailaban.
Subieron de prisa la última pendiente y se detuvieron sin aliento junto a ella. La saludaron inclinándose, pero con un movimiento de la mano ella los invitó a mirar alrededor; y desde aquella cumbre ellos miraron las tierras a la luz de la mañana. El aire era ahora tan claro y transparente como había sido velado y brumoso cuando llegaron al cerro del bosque, que ahora se erguía pálido y verde entre los árboles oscuros del oeste. Allí la tierra se elevaba en repliegues boscosos, verdes, amarillos, rosados a la luz del sol, y más allá se escondía el Valle del Brandivino. Hacia el sur, sobre la línea del Tornasauce, había un resplandor lejano como un pálido espejo y el río Brandivino se torcía en un lazo sobre las tierras bajas y se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits. Hacia el norte, más allá de las quebradas decrecientes, la tierra se extendía en llanos y protuberancias de pálidos colores terrosos y grises y verdes, hasta desvanecerse en una lejanía oscura e indistinta. Al este se elevaban las Quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de vista hasta no ser más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco que se confundía con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en recuerdos y viejas historias, unas montañas altas y distantes.
Aspiraron una profunda bocanada de aire y tuvieron la impresión de que un brinco y algunas pocas y firmes zancadas los llevarían a donde quisieran. Parecía propio de pusilánimes dar vueltas y vueltas a lo largo de las quebradas hasta llegar así al camino, cuando en cambio podían saltar tan limpiamente como Tom sobre las estribaciones y llegar directamente a las montañas.
Baya de Oro les habló, atrayendo de nuevo las miradas y pensamientos de los hobbits.
—¡Apresuraos ahora, mis buenos huéspedes! —dijo—. ¡Y mantened firme vuestro propósito! ¡El norte con el viento en el ojo izquierdo y benditos sean vuestros pasos! ¡De prisa, mientras brilla el sol! —Y a Frodo le dijo—: ¡Adiós, amigo de los elfos, fue un encuentro feliz!
Pero Frodo no supo qué responder. Hizo una profunda reverencia, montó en el poney y seguido por sus amigos partió trotando a lo largo de la suave pendiente que bajaba detrás de la loma. La casa de Tom Bombadil y el valle y el bosque desaparecieron de la vista de los hobbits. El aire se hizo más cálido entre los muros verdes de las lomas y el aroma del pasto era fuerte y dulce. Cuando llegaron al fondo de la hondonada verde se volvieron y miraron a Baya de Oro, ahora pequeña y delgada como una flor iluminada por el sol sobre un fondo de cielo; estaba de pie, todavía mirándolos, con las manos tendidas hacia ellos. Mientras la miraban, ella llamó con voz clara y levantando la mano se volvió y desapareció detrás de la colina.
El camino serpenteaba a lo largo de la hondonada, bordeando el pie verde de una colina escarpada hasta entrar en un valle más profundo y más ancho, y luego pasaba sobre otras cimas, descendiendo por las largas estribaciones y subiendo otra vez por las faldas lisas hasta otras cumbres, para bajar luego a otros valles. No había árboles ni ninguna agua visible: era un paisaje de hierbas y de pastos cortos y elásticos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en los montículos y los gritos agudos y solitarios de unas aves extrañas. A medida que caminaban, el sol iba subiendo en el cielo y hacía más calor. Cada vez que llegaban a una cumbre, la brisa parecía haber disminuido. Cuando vislumbraron al fin las regiones orientales, el bosque lejano parecía humear, como si la lluvia reciente estuviera subiendo en humo desde las hojas, las raíces y el suelo. Una sombra se extendía ahora a lo largo del horizonte, una niebla oscura sobre la que el cielo era como un casquete azul, caliente y pesado.
Alrededor del mediodía llegaron a una loma cuya cumbre era ancha y aplastada, como un plato plano de reborde elevado y verde. Dentro no corría aire y el cielo parecía al alcance de la mano. Atravesaron este espacio y miraron hacia el norte, y se sintieron animados, pues era evidente que ya estaban más lejos de lo que habían creído. La bruma, por cierto, no permitía apreciar las distancias, pero no había duda de que las Quebradas estaban llegando a su fin.
Allá abajo se extendía un largo valle, torciendo hacia el norte hasta alcanzar una abertura entre dos salientes empinadas. Más allá, parecía, no había más lomas. En el norte alcanzaba a divisarse una larga línea oscura.
—Eso es una línea de árboles —dijo Merry—, y seguramente señala el camino. Los árboles crecen todo a lo largo, durante muchas leguas al este del Puente. Algunos dicen que los plantaron en los viejos días.
—Espléndido —dijo Frodo—. Si seguimos marchando como hasta ahora, habremos dejado las Quebradas antes que se ponga el sol y buscaremos un buen sitio para acampar.
Pero aún mientras hablaba se volvió para mirar hacia el este y vio que de aquel lado las lomas eran más altas y se alzaban por encima de ellos; y todas esas lomas estaban coronadas de montículos verdes y en algunas había piedras verticales que apuntaban al aire, como dientes mellados que asomaban en encías verdes.
De algún modo esta vista era inquietante; se volvieron y descendieron a la depresión circular. En el centro se erguía una única piedra, alta bajo el sol, y a esa hora no echaba ninguna sombra. Era una piedra informe y sin embargo significativa: como un mojón, o un dedo guardián, o más aún una advertencia. Pero ellos tenían hambre y el sol estaba aún en el mediodía, donde no había nada que temer, de modo que se sentaron recostando las espaldas en el lado este de la piedra. Estaba fresca, como si el sol no hubiera sido capaz de calentarla, pero a esa hora les pareció agradable. Allí comieron y bebieron y fue aquel un almuerzo al aire libre que hubiese contentado a cualquiera, pues el alimento venía de «bajo la colina». Tom los había aprovisionado como para toda la jornada. Los poneys desensillados retozaban en el pasto.
La cabalgata por las lomas, la comida abundante, el sol tibio y el aroma de la hierba, un descanso algo prolongado con las piernas estiradas, de cara al cielo: estas cosas quizá bastan para explicar lo que ocurrió. De cualquier manera los hobbits despertaron de pronto, incómodos, de un sueño que no había sido voluntario. La piedra elevada estaba fría y arrojaba una larga sombra pálida que se extendía sobre ellos hacia el este. El sol, de un amarillo claro y acuoso, brillaba entre las nieblas justo por encima de la pared oeste de la depresión. Al norte, al sur y al este, más allá de la pared, la niebla era espesa, fría y blanca. El aire era silencioso, pesado y glacial. Los poneys se apretaban unos contra otros, las cabezas bajas.
Los hobbits se incorporaron de un salto, alarmados y corrieron hacia el reborde oriental. Descubrieron que estaban en una isla, rodeados de niebla. Miraban aún consternados la luz crepuscular, cuando el sol se puso ante ellos hundiéndose en un mar blanco y una sombra fría y gris subió detrás en el este. La niebla trepó por las paredes y se alzó sobre ellos y mientras subía se replegó hasta formar un techo: estaban encerrados en una sala de niebla cuya columna central era la piedra vertical. Tuvieron la impresión de que una trampa se cerraba sobre ellos, pero no se desanimaron del todo. Recordaban todavía la prometedora visión de la línea del camino y no habían olvidado la dirección en que se encontraba. De todos modos se sentían ahora tan a disgusto en aquella depresión alrededor de la piedra, que no tenían la menor intención de quedarse. Empacaron con toda la rapidez que les fue posible, los dedos entumecidos por el frío.
Pronto estuvieron conduciendo los poneys en fila por sobre el reborde y descendieron por la falda norte de la loma, hacia el mar de nieblas. A medida que bajaban la niebla se hacía más fría y más húmeda, y los cabellos les colgaban chorreando sobre la frente. Cuando llegaron abajo hacía tanto frío que se detuvieron para sacar mantas y capuchones que pronto se cubrieron de gotas grises. Luego, montando los poneys, continuaron marchando lentamente, siguiendo las subidas y bajadas del terreno. Se encaminaban, o así les parecía, hacia la abertura en forma de puerta que habían visto a la mañana en el extremo norte del largo valle. Una vez allí tenían que continuar en línea recta, tanto como les fuera posible y de un modo o de otro llegarían así al camino. No pensaban en lo que vendría luego, aunque esperaban quizá que más allá de las Quebradas no habría niebla.
La marcha era muy lenta. Para evitar separarse y extraviarse en direcciones diferentes iban todos en fila, con Frodo adelante. Sam marchaba detrás, y luego Pippin, y luego Merry. El valle parecía interminable. De pronto Frodo vio una señal de esperanza. A un lado y a otro una sombra comenzó a asomar en la niebla; y se le ocurrió que estaban acercándose al fin a la abertura entre las colinas, la puerta norte de las Quebradas de los Túmulos. Una vez del otro lado estarían libres.
—¡Adelante! ¡Seguidme! —llamó por encima del hombro y corrió hacia adelante.
Pero la esperanza se convirtió pronto en alarma y confusión. Las manchas oscuras se oscurecieron todavía más, pero encogiéndose; y de pronto, alzándose ominosas ante él y algo inclinadas la una hacia la otra como pilares de una puerta descabezada, Frodo vio dos piedras enormes clavadas en tierra. No recordaba haber visto ningún signo parecido en el valle, cuando había mirado a la mañana desde lo alto de la loma. Ya había pasado casi entre ellas cuando se dio cuenta y en ese mismo momento la oscuridad pareció caer alrededor. El poney se encabritó relinchando y Frodo rodó por el suelo. Cuando miró atrás descubrió que estaba solo; los otros no lo habían seguido.
—¡Sam! —llamó—. ¡Pippin! ¡Merry! ¡Venid! ¿Por qué os quedáis atrás?
No hubo respuesta. Frodo sintió que el miedo lo dominaba y volvió corriendo entre las piedras, dando gritos:
—¡Sam! ¡Sam! ¡Merry! ¡Pippin! —El poney desapareció brincando en la niebla. A lo lejos creyó oír un llamado—: ¡Eh, Frodo, eh! —Venía del este, a la izquierda de las grandes piedras y Frodo clavó los ojos en la oscuridad, tratando de ver. Al fin echó a andar en la dirección de la llamada y se encontró subiendo una cuesta empinada.
Mientras se adelantaba trabajosamente, llamó de nuevo y continuó llamando cada vez más desesperado, pero durante un tiempo no oyó ninguna respuesta y luego le llegó débil y lejana, de adelante y por encima de él.
—¡Eh, Frodo! —decían las vocecitas que venían de la bruma: y luego un grito que sonaba como socorro, socorro, repetido muchas veces y terminando con un último socorro que se arrastró en un largo quejido interrumpido de súbito. Se precipitó tambaleándose hacia los gritos, pero ya no había luz y la noche se había cerrado alrededor, de modo que no era posible orientarse. Le parecía que estaba subiendo todo el tiempo, más y más.
Sólo el cambio en el nivel del suelo le indicó que había llegado a la cima de un cerro o de una loma. Estaba cansado, sudoroso y sin embargo helado. La oscuridad era completa. —¿Dónde estáis? —gritó como en un lamento.
Nadie respondió. Frodo se detuvo, escuchando. De pronto cayó en la cuenta de que hacía mucho frío y que allí arriba se levantaba un viento, un viento helado. El tiempo estaba cambiando. La niebla se dispersaba en andrajos y jirones. El aliento le brotaba como un humo y las tinieblas parecían menos próximas y espesas. Alzó los ojos y vio con sorpresa que unas estrellas débiles aparecían entre hebras presurosas de niebla y nubes. El viento comenzó a sisear sobre la hierba.
Creyó oír entonces un grito ahogado y fue hacia él y mientras avanzaba la niebla se replegó apartándose y descubriendo un cielo estrellado. Una mirada le mostró que estaba ahora cara al sur y sobre una colina redonda a la que había subido desde el norte. El viento penetrante soplaba del este. La sombra negra de un túmulo se destacaba a la derecha sobre el fondo de las estrellas orientales.
—¿Dónde estáis? —gritó de nuevo a la vez irritado y temeroso.
—¡Aquí! —dijo una voz, profunda y fría, que parecía salir del suelo—. ¡Estoy esperándote!
—¡No! —dijo Frodo, pero no echó a correr. Se le doblaron las rodillas y cayó por tierra. Nada ocurrió y no hubo ningún sonido. Alzó los ojos, temblando, a tiempo para ver una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba contra las estrellas. La sombra se inclinó. Frodo creyó ver dos ojos fríos, aunque iluminados por una luz débil que parecía venir de muy lejos. En seguida sintió el apretón de una garra más fuerte y fría que el acero. El contacto glacial le heló los huesos y ya no supo más.
Cuando recobró el conocimiento, lo único que podía recordar era un sentimiento de pavor. De pronto entendió que estaba encerrado, preso sin remedio en el interior de un túmulo. Había caído en las garras de un Tumulario y sin duda ya estaba sometido a los terribles encantamientos de los Tumularios de que hablaban las leyendas. No se atrevió a moverse y se quedó como estaba, tendido de espaldas en una piedra fría con las manos sobre el pecho.
Aunque su miedo era tan enorme que parecía confundirse con las tinieblas mismas que lo rodeaban, descubrió así tendido que estaba pensando en Bilbo Bolsón y sus historias, en los paseos que habían hecho juntos por los prados de la Comarca, charlando de caminos y de aventuras. Hay una semilla de coraje oculta (a menudo profundamente, es cierto) en el corazón del más gordo y tímido de los hobbits, esperando a que algún peligro desesperado y último la haga germinar. Frodo no era ni muy gordo ni muy tímido; en verdad, aunque él no lo sabía, Bilbo (y Gandalf) habían opinado que era el mejor hobbit de toda la Comarca. Pensaba haber llegado al fin de su aventura, a un fin terrible, pero este pensamiento lo fortaleció. Sintió que se endurecía, como para un salto final; ya no era más una presa fláccida y desvalida.
Tendido allí, pensando y recobrándose, advirtió en seguida que las tinieblas cedían lentamente: una clara luz verdosa crecía alrededor. No le mostró al principio en qué clase de sitio se encontraba, pues era como si la luz le saliera del cuerpo y viniera del suelo, y no había alcanzado aún el techo y las paredes. Se volvió y allí acostados junto a él, a la luz fría, vio a Sam, Pippin y Merry. Estaban de espaldas, vestidos de blanco y las caras tenían una palidez mortal. Alrededor había muchos tesoros, de oro quizás, aunque en aquella luz parecían fríos y poco atractivos. Llevaban diademas en las cabezas, cadenas de oro alrededor de la cintura y muchos anillos en los dedos. Había espadas junto a ellos y escudos a sus pies. Pero sobre los tres cuellos se veía una larga espada desnuda.
De pronto comenzó un canto: un murmullo frío, que subía y bajaba. La voz parecía distante e inconmensurablemente triste; a veces era tenue y flotaba en el aire; a veces venía del suelo como un gemido sordo. En la corriente informe de lastimosos pero horribles sonidos, de cuando en cuando tomaban forma algunas ristras de palabras: penosas, duras, frías, crueles, desdichadas palabras. La noche se quejaba de la mañana que le habían quitado y el frío maldecía el deseado calor. Frodo estaba helado hasta la médula. Al cabo de un rato el canto se hizo más claro y con espanto en el corazón Frodo advirtió que era ahora un encantamiento: Que se te enfríen las manos, el corazón y los huesos, que se te enfríe el sueño bajo la piedra:
que no despiertes nunca en el lecho de piedra, hasta que el Sol se apague y la Luna muera. En el oscuro viento morirán las estrellas, y que en el oro todavía descanses hasta que el señor oscuro alce la mano sobre el océano muerto y la tierra reseca.
Frodo oyó detrás de su cabeza un rasguño y un crujido. Incorporándose sobre un brazo se volvió y vio a la luz pálida que estaban en una especie de pasaje, que detrás de ellos se doblaba en un codo. Allí un brazo largo caminaba a tientas apoyándose en los dedos y venía hacia Sam, que estaba más cerca, y hacia la empuñadura de la espada puesta sobre él.
Al principio Frodo tuvo la impresión de que el encantamiento lo había transformado de veras en piedra. En seguida sintió un deseo furioso de escapar. Se preguntó hasta qué punto, si se ponía el Anillo, el Tumulario dejaría de verlo y si encontraría entonces un modo de escapar. Se vio a sí mismo corriendo por la hierba, lamentándose por Merry y Sam y Pippin, pero libre y con vida. Gandalf mismo admitiría que no había otra cosa que hacer.
Pero el coraje que había despertado en él era ahora demasiado fuerte: no podía abandonar a sus amigos con tanta facilidad. Titubeó la mano tanteando el bolsillo y en seguida luchó de nuevo consigo mismo, mientras el brazo continuaba avanzando. De pronto ya no dudó y echando mano a una espada corta que había junto a él, se arrodilló inclinándose sobre los cuerpos de sus compañeros. Alzó la espada y la descargó con fuerza sobre el brazo, cerca de la muñeca; la mano se desprendió, pero el arma voló en pedazos hasta la empuñadura. Hubo un grito penetrante y la luz se apagó. Un gruñido resonó en la oscuridad.
Frodo cayó hacia adelante, sobre Merry, y la cara de Merry estaba fría. Luego recordó; lo había olvidado desde la primera aparición de la niebla, pero ahora recordaba de nuevo: la casa al pie de la loma y el canto de Tom. Recordó los versos que Tom les había enseñado. Con una vocecita desesperada se puso a cantar:
—¡Oh, Tom Bombadil! —y al pronunciar el nombre la voz se le hizo más fuerte y se alzó animada y plena y en el recinto oscuro se oyó como un eco de trompetas y tambores.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce, por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos! ¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!
Hubo un repentino y profundo silencio y Frodo alcanzó a oír los latidos de su propio corazón. Al cabo de un rato largo y lento, le llegó claramente, pero de muy lejos, como a través de la tierra o unas gruesas paredes, una voz que respondía cantando. El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo, de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos. Nadie lo ha atrapado nunca, Tom Bombadil es el amo:
sus canciones son más fuertes, y sus pasos son más rápidos.
Se oyó un ruido atronador, como de piedras que caen rodando y de pronto la luz entró a raudales, luz verdadera, la pura luz del día. Una abertura baja parecida a una puerta apareció en el extremo de la cámara, más allá de los pies de Frodo; y allí estaba la cabeza de Tom (con sombrero, pluma y el resto), recortada en la luz roja del sol que se alzaba detrás. La luz inundó el piso y las caras de los tres hobbits acostados junto a Frodo. No se movían aún, pero habían perdido aquel tinte enfermizo. Ahora sólo parecía que estuvieran sumidos en un sueño profundo.
Tom se agachó, se sacó el sombrero y entró en el recinto oscuro cantando:
¡Fuera, viejo Tumulario! ¡Desaparece a la luz! ¡Encógete como la niebla fría, llora como el viento en las tierras estériles, más allá de los montes!
¡No regreses aquí! ¡Deja vacío el túmulo! Perdido y olvidado, más sombrío que la sombra, quédate donde las puertas están cerradas para siempre, hasta los tiempos de un mundo mejor.
A estas palabras respondió un grito y una parte del extremo de la cámara se derrumbó con estrépito. Luego se oyó un largo chillido arrastrado que se perdió en una distancia inimaginable y en seguida silencio.
—¡Ven, amigo Frodo! —dijo Tom—. ¡Salgamos a la hierba limpia! Ayúdame a transportarlos.
Juntos llevaron afuera a Merry, Pippin y Sam. Frodo dejaba el túmulo por última vez cuando creyó ver una mano cortada que se retorcía aún como una araña herida sobre un montón de tierra. Tom entró de nuevo y se oyeron muchos pisoteos y golpes sordos. Cuando salió traía en los brazos una carga de tesoros: objetos de oro, plata, cobre y bronce, y numerosas perlas y cadenas y ornamentos enjoyados. Trepó al túmulo verde y dejó todo arriba a la luz del sol.
Allí se quedó, de pie, inmóvil, con el sombrero en la mano y los cabellos al viento, mirando a los tres hobbits que habían sido depositados de espaldas sobre la hierba, en el lado oeste del montículo. Alzando al fin la mano derecha dijo en una voz clara y perentoria:
¡Despertad ahora, mis felices muchachos! ¡Despertad y oíd mi llamada!
¡Que el calor de la vida vuelva a los corazones y a los miembros!
La puerta oscura no se cierra; la mano muerta se ha quebrado.
La noche huyó bajo la Noche, ¡y el Portal está abierto!
Para gran alegría de Frodo, los hobbits se movieron, extendieron los brazos, se frotaron los ojos y se levantaron de un salto. Miraron alrededor asombrados, primero a Frodo y luego a Tom, de pie sobre el túmulo, por encima de ellos y al fin se miraron a sí mismos, vestidos con tenues andrajos blancos, coronas y cinturones de oro pálido y adornos tintineantes.
—¿Qué es esto, por todos los misterios? —comenzó Merry sintiendo la diadema dorada que le había caído sobre un ojo. En seguida se detuvo y una sombra le cruzó la cara y cerró los ojos—. ¡Claro, ya recuerdo! —dijo—. Los hombres de Carn Dûm cayeron sobre nosotros de noche y nos derrotaron. ¡Ah, esa espada en el corazón! —Se llevó las manos al pecho—. ¡No! ¡No! —dijo, abriendo los ojos—. ¿Qué digo? He estado soñando. ¿De dónde vienes, Frodo?
—Me creí perdido —dijo Frodo—, pero no quiero hablar de eso. ¡Pensemos en lo que haremos ahora! ¡En marcha otra vez!
—¿Vestido así, señor? —dijo Sam—. ¿Dónde están mis ropas?
Tiró la diadema, el cinturón y los anillos al pasto y miró impaciente alrededor, como si esperara encontrar el manto, la chaqueta, los pantalones y las otras ropas hobbits allí cerca, al alcance de la mano.
—No encontraréis vuestras ropas —dijo Tom bajando de un salto desde el montículo, y riendo y bailando alrededor a la luz del sol. Uno hubiera pensado que nada horrible ni peligroso había ocurrido y en verdad el horror se les borró de los corazones tan pronto como miraron a Tom y le vieron los ojos que centelleaban, felices.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Pippin mirándolo, entre perplejo y divertido. ¿Por qué no?
Pero Tom movió la cabeza diciendo:
—Habéis vuelto a encontraros a vosotros mismos, saliendo de las aguas profundas. Las ropas son una pequeña pérdida, cuando uno se salva de morir ahogado. ¡Alegraos, mis alegres amigos y dejad que la luz del sol os caliente los corazones y los miembros! ¡Libraos de esos andrajos fríos! ¡Corred desnudos por el pasto, mientras Tom va de caza!
Bajó a saltos la pendiente de la loma, silbando y llamando. Frodo lo siguió con la mirada y lo vio correr hacia el sur a lo largo de la verde hondonada que los separaba de la loma siguiente, silbando siempre y gritando:
¡Eh, ahora! ¡Ven, ahora! ¿Por dónde vas ahora?
¿Arriba, abajo, cerca, lejos, aquí, allí, o más allá? ¡Oreja-Fina, Nariz-Aguda, Cola-Viva y Rocino, mi amigo Medias Blancas, mi Gordo Terronillo!
Así cantaba, corriendo, echando el sombrero al aire y recogiéndolo otra vez, hasta que desapareció detrás de una elevación del terreno; pero durante un tiempo los ¡eh, ahora! ¡ven, ahora! les llegaron traídos por el viento, que soplaba del sur.
El aire era de nuevo muy caliente. Los hobbits corrieron un rato por la hierba, como Tom les había dicho. Luego se tendieron al sol con el deleite de quienes han pasado de pronto de un crudo invierno a un clima agradable, o de las gentes que luego de haber guardado cama mucho tiempo, despiertan una mañana descubriendo que se sienten inesperadamente bien y que el día está otra vez colmado de promesas.
Cuando Tom regresó se sentían ya fuertes (y hambrientos). Tom reapareció y lo primero que se vio fue el sombrero, sobre la cresta de la colina y detrás de él, y en fila obediente, seis poneys: los cinco de ellos y uno más. El último, obviamente, era el viejo Gordo Terronillo: más grande, fuerte, gordo (y viejo) que los poneys de los hobbits. Merry, a quien pertenecían los otros, no les había dado en verdad tales nombres, pero desde entonces respondieron siempre a los nombres que Tom les había asignado. Tom los llamó uno por uno y los poneys treparon la cuesta y esperaron en fila. Luego Tom se inclinó ante los hobbits.
—¡Aquí están vuestros poneys! —dijo—. Tienen más sentido (de algún modo) que vosotros mismos, hobbits vagabundos; más sentido del olfato. Pues husmean de lejos el peligro en que vosotros os metéis directamente; y si corren para salvarse, corren en la dirección correcta. Tenéis que perdonarlos, pues aunque fieles de corazón, no están hechos para enfrentar el terror de los Tumularios. ¡Mirad, aquí están de nuevo, la carga completa!
Merry, Sam y Pippin se vistieron con ropas de repuesto, que sacaron de los paquetes; y pronto sintieron demasiado calor, pues tuvieron que ponerse las cosas más gruesas y abrigadas, que habían traído para protegerse del invierno próximo.
—¿De dónde viene ese otro viejo animal, ese Gordo Terronillo? —preguntó Frodo.
—Es mío —dijo Tom—. Mi amigo cuadrúpedo; aunque lo monto poco y anda libre por las lomas y a veces se va lejos. Cuando vuestros poneys estaban en mi casa, conocieron allí a mi Terronillo; lo olfatearon en la noche y corrieron rápidos a buscarlo. Pensé que él los buscaría y que les sacaría todo el miedo, con palabras sabias. Pero ahora, mi bravo Terronillo, el viejo Tom va a montarte. ¡Eh! Irá con vosotros sólo para poneros en camino y necesita un poney. Pues no es fácil hablar con hobbits que van cabalgando, cuando uno tiene que trotar a pie junto a ellos.
Los hobbits se sintieron muy contentos oyendo esto, y le dieron las gracias a Tom muchas veces, pero él se rió y dijo que ellos tenían tanta habilidad para perderse que no se sentiría feliz hasta que los viera a salvo más allá de los límites de su dominio.
—Tengo cosas que hacer —les dijo—. Mis composiciones y mi canto, mis discursos y mis paseos y la vigilancia de mis tierras. Tom no puede estar siempre cerca para abrir puertas y hendiduras de sauces. Tom tiene que cuidar la casa y Baya de Oro espera.
Era todavía bastante temprano, entre las nueve y las diez de la mañana, y los hobbits empezaron a pensar en la comida. La última vez que habían probado alimento había sido el almuerzo del día anterior, junto a la piedra erecta. Desayunaron ahora el resto de las provisiones de Tom, destinadas a la cena, con agregados que Tom había traído consigo. No fue una comida abundante (considerando los hábitos de los hobbits y las circunstancias), pero se sintieron mucho mejor. Mientras comían, Tom subió al montículo y examinó los tesoros. Dispuso la mayor parte en una pila que brillaba y relumbraba sobre la hierba. Les pidió que los dejaran allí, «para cualquiera que los encontrara, pájaros, bestias, elfos y hombres y todas las criaturas bondadosas»; pues así se rompería el maleficio del túmulo y ningún Tumulario volvería a ese sitio. Eligió para sí mismo un broche adornado con piedras azules de muchos reflejos, como flores de lino o alas de mariposas azules. Lo miró largamente, como si le recordase algo, moviendo la cabeza, y al fin dijo:
—¡He aquí un hermoso juguete para Tom y su dama! Hermosa era quien lo llevó en el hombro, mucho tiempo atrás. Baya de Oro lo llevará ahora, ¡y no olvidaremos a la otra! Para cada uno de los hobbits eligió una daga, larga y afilada como una brizna de hierba, de maravillosa orfebrería, tallada con figuras de serpientes doradas y rojas. Las dagas centellearon cuando las sacó de las vainas negras, de algún raro metal fuerte y liviano y con incrustaciones de piedras refulgentes. Ya fuese por alguna virtud de estas vainas o por el hechizo que pesaba en el túmulo, parecía que las hojas no hubiesen sido tocadas por el tiempo; sin manchas de herrumbre, afiladas, brillantes al sol.
—Los viejos puñales son bastante largos para los hobbits, y pueden llevarlos como espadas —dijo Tom—. Las hojas afiladas son convenientes si la gente de la Comarca camina hacia el este, el sur o lejos en la oscuridad y el peligro.
Luego les dijo que estas hojas habían sido forjadas mucho tiempo atrás por los hombres de Oesternesse; eran enemigos del Señor Oscuro, pero habían sido vencidos por el malvado rey de Carn Dûm en la Tierra de Angmar.
—Muy pocos los recuerdan —murmuró Tom—, pero algunos andan todavía por el mundo, hijos de reyes olvidados que marchan en soledad, protegiendo del mal a los incautos.
Los hobbits no entendieron estas palabras, pero mientras Tom hablaba tuvieron una visión, una vasta extensión de años que había quedado atrás, como una inmensa llanura sombría cruzada a grandes trancos por formas de hombres, altos y torvos, armados con espadas brillantes; y el último llevaba una estrella en la frente. Luego la visión se desvaneció y se encontraron de nuevo en el mundo soleado. Era hora de reiniciar la marcha. Se prepararon, empaquetando y cargando los poneys. Las nuevas armas las colgaron de los cinturones de cuero bajo las chaquetas, encontrándolas muy incómodas y preguntándose si servirían de algo. Ninguno de ellos había considerado hasta entonces la posibilidad de un combate, entre las aventuras que les estaban destinadas en esta huida.
Partieron al fin. Llevaron los poneys loma abajo, y pronto montaron y trotaron rápidamente a lo largo del valle. Dándose vuelta, vieron la cima del viejo túmulo sobre la loma y el reflejo del sol en el oro se alzaba como una llama amarilla. Luego bordearon una saliente de las Quebradas y ya no vieron más la loma.
Aunque Frodo miraba a un lado y a otro no vio en ninguna parte aquellas grandes piedras que se levantaban como una puerta, y poco tiempo después llegaban a la abertura del norte y la franqueaban rápidamente. El terreno descendía ahora. Era un buen viaje, con Tom Bombadil que trotaba alegremente al lado, o delante, montado en Gordo Terronillo, capaz de moverse con una rapidez que no se hubiera esperado de él, dado su volumen. Tom cantaba la mayor parte del tiempo, pero sobre todo cosas que no tenían sentido, o quizás en una lengua extranjera que los hobbits no conocían, una lengua antigua con palabras que eran casi todas de alegría y maravilla.
Avanzaban a paso firme, pero pronto advirtieron que el Camino estaba más lejos de lo que habían imaginado. Aun sin niebla, la siesta del mediodía les hubiera impedido llegar allí antes de la caída de la noche, el día anterior. La línea oscura que habían visto no era una línea de árboles, sino una línea de matorrales que crecían al borde de una fosa profunda con una pared escarpada del otro lado. Tom comentó que había sido la frontera de un reino, pero en tiempos muy lejanos. Pareció que le recordaba algo triste y no dijo mucho.
Bajaron a la fosa y subieron trabajosamente pasando por una abertura en la pared y luego Tom se volvió hacia el norte, pues habían estado desviándose un poco hacia el oeste. El terreno era abierto y bastante llano y apresuraron la marcha, aunque el sol ya estaba poniéndose cuando vieron delante una línea de árboles y supieron que habían llegado de vuelta al camino, luego de muchas inesperadas aventuras. Recorrieron al galope las últimas millas y se detuvieron a la sombra alargada de los árboles. Estaban en la cima de una pendiente y el camino, ahora borroso a la luz del atardecer, se alejaba zigzagueando allá abajo; corría casi del sudoeste al nordeste y a la derecha caía abruptamente hacia una ancha hondonada. Lo atravesaban numerosos surcos y aquí y allá había rastros de los últimos chaparrones: charcos y hoyos de agua.
Descendieron por la pendiente mirando arriba y abajo. No había nada que ver.
—¡Bueno, aquí estamos de vuelta al fin! —dijo Frodo—. ¡El atajo por el bosque nos demoró quizá dos días! Pero este atraso puede sernos útil. Quizá nos perdieron el rastro.
Los otros lo miraron. La sombra del miedo a los Jinetes Negros los alcanzó de pronto otra vez. Desde que entraran en el bosque casi no habían pensado otra cosa que en volver al camino; ahora que ya estaban en él, recordaban de nuevo el peligro que los perseguía y que muy probablemente estaría esperándolos en el camino mismo. Se volvieron inquietos hacia el sol poniente; el camino era pardo y estaba desierto.
—¿Creéis —preguntó Pippin con una voz titubeante—, creéis que nos perseguirán esta misma noche?
—No, no esta noche, espero —respondió Tom Bombadil—, ni quizá mañana. Pero no confíes en mi presentimiento, pues no podría afirmarlo. De lo que se extiende al este nada sé. Tom no es señor de los Jinetes de la Tierra Tenebrosa, más allá de los lindes de este país.
Los hobbits, de todos modos, hubieran querido que Tom los acompañara. Tenían la impresión de que nadie como él hubiese podido enfrentar a los Jinetes Negros. Pronto iban a internarse en tierras que les eran totalmente extrañas y más allá de todo lo conocido excepto en leyendas vagas y distantes; y en la tarde que caía tuvieron nostalgias del hogar. Una profunda soledad y un sentimiento de pérdida los invadió a todos. Se quedaron allí de pie, en silencio, resistiéndose a la separación final y sólo lentamente fueron dándose cuenta de que Tom estaba despidiéndose, diciéndoles que no perdieran el ánimo y que cabalgaran sin detenerse hasta bien entrada la noche.
—Los consejos de Tom os serán útiles hasta que el día termine. Luego tendréis que fiaros de vuestra propia buena suerte. A cuatro millas del camino encontraréis una aldea: Bree, al pie de la colina de Bree, cuyas puertas miran al oeste. Allí encontraréis una vieja posada, El Poney Pisador; Cebadilla Mantecona es el afortunado propietario. Podréis pasar allí la noche y luego la mañana os pondrá otra vez en camino. ¡Valor, pero cuidado! ¡Animo en los corazones y no dejéis escapar la buena fortuna!
Los hobbits le rogaron que los acompañase al menos hasta la posada y que bebiera con ellos una vez más, pero Tom se rió y rehusó diciendo:
Las tierras de Tom terminan aquí; no traspasará las fronteras.
Tiene que ocuparse de su casa, ¡y Baya de Oro está esperando!
Luego se volvió, arrojó al aire el sombrero, saltó sobre el lomo de Terronillo y se fue barranca arriba cantando en el crepúsculo.
Los hobbits treparon detrás y lo observaron hasta que se perdió de vista.
—Lamento tener que dejar al señor Bombadil —dijo Sam—. Curioso ejemplar y no me equivoco. Digo que andaremos mucho todavía y no encontraremos nada mejor, ni más raro. Pero no niego que me gustará ver ese Poney Pisador de que habló. ¡Espero que se parezca al Dragón Verde de nuestra tierra! ¿Qué clase de gente vive en Bree?
—Hay hobbits en Bree —dijo Merry—, y también Gente Grande. Me atrevo a decir que estaremos casi como en casa. El Poney es una buena posada, desde todo punto de vista. Los míos van allí de cuando en cuando.
—Puede ser todo lo que deseamos —dijo Frodo—, pero de cualquier modo está fuera de la Comarca. ¡No os sintáis demasiado en casa! Recordad todos por favor que el nombre de Bolsón no ha de mencionarse. Si es necesario darme un nombre, soy el señor Sotomonte.
Montaron los poneys y fueron en silencio hacia la noche. La oscuridad cayó rápidamente mientras subían y bajaban las lomas, hasta que al fin vieron luces que resplandecían a lo lejos.
Delante, cerrándoles el paso, se levantó la colina de Bree, una masa oscura contra las estrellas neblinosas; bajo el flanco oeste anidaba una aldea grande. Fueron hacia allí de prisa, sólo deseando encontrar un fuego y una puerta que los separara de la noche.