El señor de los anillos - 14. La Comunidad del Anillo 1 - 9 Bajo la enseña del Poney Pisador
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Bree era la villa principal de las tierras de Bree, pequeña región habitada, semejante a una isla en medio de las tierras desiertas de alrededor. Las otras poblaciones eran Entibo, junto a Bree, del otro lado de la loma; Combe, en un valle profundo un poco más al este, y Archet, en los límites del Bosque de Chet. Alrededor de la loma de Bree y de las villas había una pequeña región de campos y bosques cultivados, de unas pocas millas de extensión.
Los hombres de Bree eran de cabellos castaños, morrudos y no muy altos, alegres e independientes; no servían a nadie, aunque se mostraban amables y hospitalarios con los hobbits, enanos, elfos y otros habitantes del mundo próximo, lo que no era (o es) habitual en la Gente Grande. De acuerdo con sus propias leyendas, descendían de los primeros hombres que se habían aventurado a alejarse hacia el oeste de la Tierra Media y eran los habitantes originales del lugar. Pocos habían sobrevivido a los conflictos de los Días Antiguos, pero cuando los Reyes volvieron cruzando de nuevo las Grandes Aguas, encontraron a los hombres de Bree todavía allí, donde continúan estando ahora, cuando el recuerdo de los viejos Reyes ya se ha borrado en la hierba.
En aquellos días ningún otro hombre se había afincado tan al oeste, ni a menos de cien leguas de la Comarca; pero en las tierras salvajes más allá de Bree había nómadas misteriosos. La gente de Bree los llamaba los Montaraces y no sabía de dónde venían. Eran más altos y morenos que los hombres de Bree y se los creía capaces de ver y oír cosas extrañas y de entender el lenguaje de las bestias y los pájaros. Iban de un lado a otro hacia el sur y el este, casi hasta las Montañas Nubladas, pero ahora eran pocos y rara vez se los veía. Cuando aparecían traían noticias de muy lejos y contaban extrañas historias olvidadas que eran escuchadas con mucho interés; pero las gentes de Bree no hacían buenas migas con ellos.
Había también numerosas familias de hobbits en el país de Bree y pretendían ser el grupo de hobbits más antiguo del mundo, establecidos allí mucho antes del cruce del Brandivino y la colonización de la Comarca. La mayoría vivía en Entibo, aunque había algunos en Bree, especialmente en las laderas más altas de la colina, por encima de las casas de los hombres. La Gente Grande y la Gente Pequeña (como se llamaban unos a otros) estaban en buenas relaciones, ocupándose de sus propios asuntos y cada uno a su manera, pero considerándose todos parte necesaria de la población de Bree. En ninguna otra parte del mundo hubiera podido encontrarse este arreglo peculiar (aunque excelente).
La gente de Bree, Grande y Pequeña, no viajaba mucho y no había para ellos nada más importante que los asuntos de las cuatro villas. De cuando en cuando los hobbits de Bree iban hasta Los Gamos o la Cuaderna del Este, pero aunque esta pequeña región no estaba a más de una jornada a caballo desde el Puente del Brandivino, los hobbits de la Comarca la visitaban poco ahora. Algún habitante de Los Gamos o algún intrépido Tuk venía en ocasiones a pasar una noche o dos en la posada, pero aun esto era cada vez más raro.
Los hobbits de la Comarca llamaban a los de Bree y a todos los que vivían más allá de las fronteras Gentes del Exterior y se interesaban poco en ellos, considerándolos rústicos y bárbaros. En esa época y al este del mundo había probablemente muchas Gentes del Exterior que los hobbits de la Comarca no conocían. Algunos, sin duda, no eran sino vagabundos, siempre dispuestos a cavar un agujero en cualquier barranca y quedarse allí mientras se sintieran cómodos. Pero en las tierras de Bree, al menos, los hobbits eran decentes y prósperos y no más rústicos que la mayoría de los parientes lejanos del interior. No se había olvidado aún que en otro tiempo las idas y venidas entre la Comarca y Bree habían sido cosa frecuente. Era opinión común que había sangre de Bree en los Brandigamo.
La aldea de Bree comprendía un centenar de casas de piedra de Gentes Grandes, la mayoría sobre el camino en el flanco de la loma, con ventanas que daban al oeste. En este lado, describiendo algo más de medio círculo, desde la loma y de vuelta, había un foso profundo con un seto espeso sobre la pared interior. El camino franqueaba el seto por medio de una calzada, pero en el lugar donde atravesaba el seto una puerta de trancas cerraba el paso. Había otra en el extremo sur, donde el camino dejaba la villa. Las puertas se cerraban a la caída de la noche, pero en el lado de adentro había unos refugios pequeños para los guardianes.
Junto al camino, donde doblaba a la derecha bordeando la colina, se levantaba una posada grande. Había sido construida en tiempos remotos cuando el tránsito en los caminos era mucho mayor. Pues Bree estaba situada en una vieja encrucijada; otro antiguo camino cruzaba el Camino del Este junto al foso, en el extremo oeste de la villa; y muchos hombres y gentes de distintas clases habían pasado por allí en tiempos lejanos. Extraño como noticias de Bree era todavía una expresión corriente en la Cuaderna del Este y se remontaba a la época en que noticias del Norte, el Sur y el Este podían oírse aún en la posada, donde los hobbits de la Comarca iban más a menudo a oírlas. Pero las tierras del norte estaban desiertas desde hacía tiempo y el Camino del Norte se usaba poco ahora; estaba cubierto de hierba y la gente de Bree lo llamaba el Camino Verde.
La posada de Bree estaba todavía allí, sin embargo, y el posadero era una persona importante. La casa era lugar de reunión para los habitantes ociosos, charlatanes y curiosos, grandes y pequeños, de las cuatro aldeas y un refugio para los montaraces y otros trotamundos y para aquellos viajeros (en su mayoría enanos) que tomaban todavía el Camino del Este para ir a las montañas, o volver de las montañas.
La noche había caído y unas estrellas blancas brillaban en el cielo cuando Frodo y sus compañeros llegaron al fin al cruce del Camino Verde, ya cerca de la aldea. Avanzaron hacia la Puerta del Este y la encontraron cerrada, pero un hombre estaba sentado frente a la casita, del otro lado de la cerca. El hombre se incorporó de un salto, alcanzó una linterna y los miró por encima de la puerta de trancas, sorprendido.
—¿Qué quieren y de dónde vienen? —preguntó con tono áspero.
—Buscamos la posada —respondió Frodo—. Vamos hacia el oeste y no podemos ir más lejos esta noche.
—¡Hobbits! ¡Cuatro hobbits! Y lo que es más, de la Comarca, según parece por el acento —dijo el guardián a media voz y como hablándose a sí mismo.
Los examinó un momento con aire sombrío y luego abrió lentamente la puerta y los dejó entrar.
—No vemos a menudo gente de la Comarca cabalgando por el camino de noche — prosiguió diciendo mientras los hobbits hacían un alto junto a la empalizada—. ¿Me excusarán si les pregunto qué los lleva al este de Bree? ¿Cómo se llaman, si me permiten?
—Nuestros nombres y asuntos son cosa nuestra y éste no parece un buen lugar para discutirlo —dijo Frodo a quien no le gustaba el aspecto del hombre ni el tono de su voz.
—De acuerdo —dijo el hombre—, pero mi obligación es preguntar, después de la caída de la noche.
—Somos hobbits de Los Gamos. Nos gusta viajar y queremos descansar en la posada de aquí —dijo Merry—. Soy el señor Brandigamo. ¿Le basta eso? En otro tiempo la gente de Bree trataba cortésmente a los viajeros, o así he oído.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el hombre—. No quise ofenderlos. Pronto sabrán quizá que no sólo el viejo Herry de la puerta es quien hace preguntas. Hay gente rara por aquí. Si van al Poney descubrirán que no son los únicos huéspedes.
Les deseó buenas noches y no dijo más; pero Frodo alcanzó a ver a la luz de la linterna que el hombre no dejaba de mirarlos. Le alegró oír el golpe de la puerta que se cerraba detrás de ellos, mientras avanzaban. Se preguntó por qué el hombre parecía tan suspicaz y si alguien no habría estado pidiendo noticias de un grupo de hobbits. ¿Gandalf quizá? Tenía tiempo de haber llegado, mientras ellos se demoraban en el bosque y las Quebradas. Pero había habido algo en la mirada y la voz del guardián que lo había inquietado.
El hombre se quedó observando a los hobbits un momento y luego entró en la casa. Tan pronto como volvió la espalda, una figura oscura saltó rápidamente la empalizada y se perdió en las sombras de la calle.
Los hobbits subieron por una pendiente suave, dejaron atrás unas pocas casas dispersas y se detuvieron a las puertas de la posada. Las casas les parecían grandes y extrañas. Sam miró asombrado los tres pisos y las numerosas ventanas del albergue y sintió un desmayo en el corazón. Había imaginado que se las vería con gigantes más altos que árboles y otras criaturas todavía más terribles en algún momento del viaje, pero descubría ahora que este primer encuentro con los hombres y las casas de los hombres le bastaba como prueba, y en verdad era demasiado como término oscuro de una jornada fatigosa. Imaginó caballos negros que esperaban ensillados en las sombras del patio de la posada y Jinetes Negros que espiaban desde las tenebrosas ventanas de arriba.
—No pasaremos aquí la noche, seguro, ¿no, señor? —exclamó—. Si hay gente hobbit por aquí, ¿por qué no buscamos a alguno que quiera recibirnos? Sería algo más hogareño.
—¿Qué tiene de malo la posada? —dijo Frodo—. Nos la recomendó Tom Bombadil. Quizás el interior sea bastante hogareño.
Aun desde afuera la casa tenía un aspecto agradable, para ojos familiarizados con estos edificios. La fachada miraba al camino y las dos alas iban hacia atrás apoyándose en parte en tierras socavadas en la falda de la loma, de modo que las ventanas del segundo piso de atrás se encontraban al nivel del suelo. Una amplia arcada conducía a un patio entre las dos alas y bajo esa arcada a la izquierda había una puerta grande sobre unos pocos y anchos escalones. La puerta estaba abierta y derramaba luz. Sobre la arcada había un farol y debajo se balanceaba un tablero con una figura: un poney blanco encabritado. Encima de la puerta se leía en letras blancas: El Poney Pisador de Cebadilla Mantecona. En las ventanas más bajas se veía luz detrás de espesas cortinas.
Mientras titubeaban allí en la oscuridad, alguien comenzó a entonar adentro una alegre canción y unas voces entusiastas se alzaron en coro. Los hobbits prestaron atención un momento a este sonido alentador y desmontaron. La canción terminó y hubo una explosión de aplausos y risas. Llevaron los poneys bajo la arcada, los dejaron en el patio y subieron los escalones. Frodo abría la marcha y casi se llevó por delante a un hombre bajo, gordo, calvo y de cara roja. Tenía puesto un delantal blanco, e iba de una puerta a otra llevando una bandeja de jarros llenos hasta el borde.
—Podríamos… —comenzó Frodo.
—¡Medio minuto, por favor! —gritó el hombre volviendo la cabeza y desapareció en una babel de voces y nubes de humo. Un momento después estaba de vuelta secándose las manos en el delantal.
—¡Buenos días, pequeño señor! —dijo saludando con una reverencia—. ¿En qué podría servirlo?
—Necesitamos cama para cuatro y albergue para cinco poneys, si es posible. ¿Es usted el señor Mantecona?
—¡Sí, señor! Cebadilla es mi nombre. ¡Cebadilla Mantecona para servirlos! Vienen de la Comarca, ¿eh? —dijo, y de pronto se palmeó la frente, como tratando de recordar—. ¡Hobbits! —exclamó—. ¿Qué me recuerda esto? ¿Pueden decirme cómo se llaman ustedes, señor?
—El señor Tuk y el señor Brandigamo —dijo Frodo— y este es Sam Gamyi. Mi nombre es Sotomonte.
—¡Ya recuerdo! —dijo Mantecona chasqueando los dedos—. No, se me fue otra vez. Pero volverá, cuando tenga un rato para pensarlo. No me alcanzan las manos, pero veré qué puedo hacer por ustedes. La gente de la Comarca no viene aquí muy a menudo y lamentaría no poder atenderlos. Pero esta noche ya hay una multitud en la casa, como no la ha habido desde tiempo atrás. Nunca llueve pero diluvia, como decimos en Bree. ¡Eh! ¡Nob! —gritó—. ¿Dónde estás, camastrón de pies lanudos? ¡Nob!
—¡Voy, señor! ¡Voy!
Un hobbit de cara risueña emergió de una puerta, y viendo a los viajeros se detuvo y se quedó mirándolos con mucho interés.
—¿Dónde está Bob? —preguntó el posadero—. ¿No lo sabes? ¡Bueno, búscalo! ¡Rápido! ¡No tengo seis piernas, ni tampoco seis ojos! Dile a Bob que hay cinco poneys para llevar al establo. Que les encuentre sitio.
Nob se alejó al trote, mostrando los dientes y guiando los ojos.
—Bien, ¿qué iba a decirles? —dijo el señor Mantecona, golpeándose la frente con las puntas de los dedos—. Un clavo saca a otro, como se dice. Estoy tan ocupado esta noche que la cabeza me da vueltas. Hay un grupo que vino anoche del sur por el Camino Verde y esto es ya bastante raro. Luego una tropa de enanos que va al oeste y llegó esta tarde. Y ahora ustedes. Si no fueran hobbits dudo que pudiera alojarlos. Pero tenemos un cuarto o dos en el ala norte, hechos especialmente para hobbits cuando construyeron la casa. En la planta baja, como prefieren ellos, con ventanas redondas y todo lo que les gusta. Creo que estarán ustedes cómodos. Querrán cenar, sin duda. Tan pronto como sea posible. ¡Por aquí ahora!
Los llevó un trecho a lo largo del pasillo y abrió una puerta.
—He aquí una hermosa salita —dijo—. Espero que les convenga. Perdónenme ahora. Estoy tan ocupado. No me sobra tiempo ni para charla. Tengo que irme. Estoy siempre corriendo de un lado a otro, pero no adelgazo. Los veré más tarde. Si necesitan algo, toquen la campanilla y vendrá Nob. Si no viene, ¡toquen y griten!
El hombre se fue dejándolos casi sin aliento. Parecía capaz de derramar un torrente interminable de charla, por más ocupado que estuviera. Se encontraban a la sazón en un cuarto pequeño y agradable. Un fuego ardía en el hogar y enfrente habían dispuesto unas sillas bajas y cómodas. Había también una mesa redonda cubierta con un mantel blanco y encima una gran campanilla. Pero Nob, el sirviente hobbit, apareció antes que llamaran. Trajo velas y una bandeja colmada de platos.
—¿Desean algo para beber, señores? —preguntó—. ¿Quieren que les muestre los dormitorios mientras esperan la cena?
Se habían lavado ya y estaban rodeados de buenos jarros de cerveza cuando el señor Mantecona y Nob aparecieron de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de la Comarca y bastante familiar como para quitarle a Sam los últimos recelos (que la excelencia de la cerveza ya había aliviado bastante).
El posadero se entretuvo allí unos momentos y al fin anunció que se iba.
—No sé si querrán unirse a nosotros después de cenar —dijo desde la puerta. Quizá prefieran acostarse. De cualquier modo nos agradaría mucho que nos acompañaran, si tienen ganas. No recibimos a menudo a Gente del Exterior… perdón, viajeros de la Comarca, quiero decir; y nos gusta enterarnos de las últimas noticias, o quizás oír una historia o una canción, como prefieran. ¡Decidan ustedes! Cualquier cosa que necesiten, ¡toquen la campanilla!
Luego de la cena (que había durado tres cuartos de hora, sin la interrupción de palabras inútiles) Frodo, Pippin y Sam se sintieron tan frescos y animados que decidieron unirse a los otros huéspedes. Merry dijo que el aire del salón debía de ser sofocante.
—Me quedaré aquí un rato sentado junto al fuego y luego quizá salga a tomar un poco de aire. Cuídense y no olviden que hemos escapado en secreto y que aún estamos en camino ¡y no muy lejos de la Comarca!
—¡Bueno, bueno! —dijo Pippin—. ¡Cuídate tú también! ¡No te pierdas y no olvides que adentro estarás más seguro!
Los huéspedes estaban reunidos en el salón común de la posada. La concurrencia era numerosa y heterogénea, descubrió Frodo, cuando los ojos se le acostumbraron a la luz. Esta procedía sobre todo de un llameante fuego de leña, pues los tres faroles que pendían de las vigas eran débiles y estaban velados por el humo. Cebadilla Mantecona, de pie junto al fuego, hablaba con una pareja de enanos y con uno o dos hombres de extraño aspecto. En los bancos había gentes diversas: hombres de Bree, un grupo de hobbits locales sentados juntos, charlando, algunos enanos más y otras figuras difíciles de distinguir en las sombras y rincones.
Tan pronto como los hobbits de la Comarca entraron en el salón, se alzó un coro de voces: Bree les daba la bienvenida. Los extraños, especialmente los que habían venido por el Camino Verde, los miraron con curiosidad. El posadero presentó los recién llegados a la gente de Bree, tan rápidamente que aunque los hobbits entendían los nombres no estaban seguros de saber a quién pertenecía éste y a quién este otro. Todos los hombres de Bree parecían tener nombres botánicos (y bastante raros para la gente de la Comarca), tales como juncales, Madreselva, Matosos, Manzanero, Cardoso y Helechal (y Cebadilla Mantecona). Algunos hobbits tenían nombres similares. Los Artemisa, por ejemplo, parecían numerosos. Pero la mayoría llevaba nombres sacados de accidentes naturales como Bancos, Tejonera, Cuevas, Arenas y Tunelo, muchos de los cuales eran comunes en la Comarca. Había varios Sotomonte de Entibo y como no alcanzaban a imaginar que compartiesen un nombre y no fuesen parientes, tomaron cariñosamente a Frodo por un primo perdido hacía tiempo.
Los hobbits de Bree eran en verdad amables y curiosos y Frodo pronto se dio cuenta de que tendría que dar alguna explicación de lo que hacía. Dijo que le interesaban la geografía y la historia (y aquí hubo muchos cabeceos de asentimiento, aunque estas palabras no eran muy comunes en el dialecto de Bree). Declaró que pensaba escribir un libro (lo que provocó un asombro mudo) y que él y sus amigos deseaban informarse acerca de los hobbits que vivían fuera de la Comarca, sobre todo en las tierras del oeste.
Junto con este anuncio estalló un coro de voces. Si Frodo hubiese querido realmente escribir un libro y hubiera tenido muchas orejas, habría reunido material para varios capítulos en unos pocos minutos. Y como si esto no fuera suficiente le dieron toda una lista de nombres, encabezada por «nuestro viejo Cebadilla», a quienes podía recurrir en busca de más información. Pero al cabo de un rato, como Frodo no diera ninguna señal de querer escribir un libro allí mismo y en seguida, los hobbits de Bree volvieron a hacer preguntas sobre lo que pasaba en la Comarca. Frodo no se mostró muy comunicativo y pronto se encontró solo, sentado en un rincón, escuchando y mirando alrededor.
Los hombres y los enanos hablaban sobre todo de acontecimientos distantes y daban noticias de una especie que era ya demasiado familiar. Había problemas allá en el Sur y parecía que los hombres que habían venido por el Camino Verde habían partido en busca de tierras donde pudieran encontrar un poco de paz. Las gentes de Bree los trataban con simpatía, pero no parecían muy dispuestos a recibir un gran número de extranjeros en aquellos reducidos territorios. Uno de los viajeros, bizco, poco agraciado, pronosticaba que en el futuro cercano más y más gente subiría al norte.
—Si no les encuentran lugar, lo encontrarán ellos mismos. Tienen derecho a vivir, tanto como otros —dijo con voz fuerte. Los habitantes del lugar no parecían muy complacidos con esta perspectiva.
Los hobbits no prestaron mucha atención a todo esto, que por el momento no parecía concernir a la Comarca. Era difícil que la Gente Grande pretendiera alojarse en los agujeros de los hobbits. Estaban aquí más interesados en Sam y Pippin, que ahora se sentían muy cómodos y charlaban animadamente sobre los acontecimientos de la Comarca. Pippin provocó una buena cantidad de carcajadas contando cómo se vino abajo el techo en la alcaldía de Cavada Grande. Will Pieblanco, el alcalde y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna del Oeste, había emergido envuelto en yeso, como un pastel enharinado. Pero se hicieron también muchas preguntas, que inquietaron a Frodo. Uno de los habitantes de Bree, que parecía haber estado varias veces en la Comarca, quiso saber dónde habitaban los Sotomonte y con quién estaban emparentados.
De pronto Frodo notó que un hombre de rostro extraño, curtido por la intemperie, sentado en la sombra cerca de la pared, escuchaba también con atención la charla de los hobbits. Tenía un tazón delante de él y fumaba una pipa de caño largo, curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y estaban ahora cubiertas de barro. Un manto pesado, de color verde oliva, manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo y a pesar del calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin embargo, se le alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los hobbits.
—¿Quién es? —susurró Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—. No recuerdo que usted nos haya presentado.
—¿El? —respondió el posadero en voz baja, apuntando con un ojo y sin volver la cabeza—. No lo sé muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro. Montaraces, los llamamos. Habla raras veces, aunque sabe contar una buena historia cuando tiene ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta aquí de nuevo. Se fue y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo veía desde hace tiempo. El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le conoce como Trancos. Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas que tiene, aunque nadie sabe el porqué de tanta prisa. Pero no hay modo de entender a los del Este y tampoco a los del Oeste, como decimos en Bree, refiriéndonos a los montaraces y a las gentes de la Comarca, con el perdón de usted. Raro que me lo haya preguntado.
Pero en ese momento alguien llamó pidiendo más cerveza y el señor Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.
Frodo notó que Trancos estaba ahora mirándolo, como si hubiera oído o adivinado todo lo que se había dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la mano y un cabeceo, invitó a Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y el hombre se sacó la capucha descubriendo una hirsuta cabellera oscura con mechones canosos y un par de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y severa.
—Me llaman Trancos —dijo con una voz grave—. Me complace conocerlo, señor… Sotomonte, si el viejo Mantecona ha oído bien el nombre de usted.
—Ha oído bien —dijo Frodo tiesamente.
No se sentía nada cómodo bajo la mirada de aquellos ojos penetrantes.
—Bien, señor Sotomonte —dijo Trancos—, si yo fuera usted, trataría de que esos jóvenes amigos no hablaran demasiado. La bebida, el fuego y los conocidos casuales son bastante agradables, pero, bueno… esto no es la Comarca. Hay gente rara por aquí. Aunque usted pensará que no soy yo quien tiene que decirlo —añadió con una sonrisa torcida, viendo la mirada que le echaba Frodo—. Y otros viajeros todavía más extraños han pasado últimamente por Bree —continuó observando la cara del hobbit.
Frodo le devolvió la mirada, pero no replicó y Trancos calló también. Ahora parecía interesado en Pippin. Frodo, alarmado, se dio cuenta de que el ridículo joven Tuk, animado por el éxito que había tenido su historia sobre el alcalde de Cavada Grande, estaba dando una versión cómica de la fiesta de despedida de Bilbo. Imitaba ahora el discurso y se acercaba al momento de la asombrosa desaparición. Frodo se sintió fastidiado. Era sin duda una historia bastante inofensiva para la mayoría de los hobbits locales; sólo una historia rara sobre esas gentes raras que vivían más allá del río; pero algunos (el viejo Mantecona, por ejemplo) no habían nacido ayer y era probable que hubiesen oído algo tiempo atrás acerca de la desaparición de Bilbo. Esto les traería a la memoria el nombre de Bolsón, principalmente si se había preguntado por este nombre en Bree.
Frodo se movió en el asiento, sin saber qué hacer. Pippin disfrutaba ahora de modo evidente del interés que despertaba en los demás y había olvidado el peligro en que se encontraban. Frodo temió de pronto que arrastrado por la historia Pippin llegara a mencionar el Anillo, lo que podía ser desastroso.
—¡Será mejor que haga algo y rápido! —le susurró Trancos al oído.
Frodo se subió de un salto a una mesa y empezó a hablar. Los oyentes de Pippin se volvieron a mirarlo. Algunos hobbits rieron y aplaudieron, pensando que el señor Sotomonte había tomado demasiada cerveza.
Frodo se sintió de pronto ridículo y se encontró (como era su costumbre cuando pronunciaba un discurso) jugueteando con las cosas que llevaba en el bolsillo. Tocó el Anillo y la cadena, e inesperadamente tuvo el deseo de ponérselo en el dedo y desaparecer, escapando así de aquella tonta situación. Le pareció, de algún modo, que la idea le había venido de afuera, de alguien o algo en el cuarto. Resistió firmemente la tentación y apretó el Anillo en la mano, como para asegurarlo e impedirle escapar o hacer algún disparate. De cualquier modo el Anillo no lo inspiró. Pronunció «unas pocas palabras de circunstancias», como hubiesen dicho en la Comarca: Estamos todos muy agradecidos por tanta amabilidad y me atrevo a esperar que mi breve visita ayudará a renovar los viejos lazos de amistad entre la Comarca y Bree; y luego titubeó y tosió.
Todos en la sala estaban ahora mirándolo.
—¡Una canción! —gritó uno de los hobbits—. ¡Una canción! ¡Una canción! —gritaron todos los otros—. ¡Vamos, señor, cántenos algo que no hayamos oído antes!
Durante un rato Frodo se quedó allí, de pie sobre la mesa, boquiabierto. Luego, desesperado, se puso a cantar; era una canción ridícula que Bilbo había estimado bastante (y de la que en realidad se había sentido orgulloso, pues él mismo era el autor de la letra). Se hablaba en ella de una posada y fue esa quizá la razón por la que le vino a la memoria en ese momento. Hela aquí en su totalidad. Hoy, en general, sólo se recuerdan unas pocas palabras.
Hay una posada, una vieja y alegre posada al pie de una vieja colina gris, y allí preparan una cerveza tan oscura que una noche bajó a beberla el Hombre de la Luna. El palafrenero tiene un gato borracho que toca un violín de cinco cuerdas; y el arco se mueve bajando y subiendo, arriba rechinando, abajo ronroneando, y serruchando en el medio. El posadero tiene un perrito que es muy aficionado a las bromas; y cuando en los huéspedes hay alegría, levanta una oreja a todos los chistes y se muere de risa.
Ellos tienen también una vaca cornuda orgullosa como una reina; la música la trastorna como una cerveza y mueve la cola empenachada y baila en la hierba. ¡Oh las pilas de fuentes de plata y el cajón de cucharas de plata! Hay un par especial de domingo que ellos pulen con mucho cuidado la tarde del sábado.
El Hombre de la Luna bebía largamente y el gato se puso a llorar; la fuente y la cuchara bailaban en la consola, y la vaca brincaba en el jardín, y el perrito se mordía la cola. El Hombre de la Luna empinó el codo y luego rodó bajo la silla, y allí durmió soñando con cerveza; hasta que el alba estuvo en el aire y se borraron las estrellas. Luego el palafrenero le dijo al gato ebrio: —Los caballos blancos de la luna tascan los frenos de plata y relinchan pero el amo ha perdido la cabeza, ¡y ya viene el día!
El gato en el violín toca una jiga-jiga que despertaría a los muertos, Chillando, serruchando, apresurando la tonada, y el posadero sacude al Hombre de la Luna, diciendo: ¡Son las tres pasadas!
Llevan al hombre rodando loma arriba y lo arrojan a la luna, mientras que los caballos galopan de espaldas y la vaca cabriola como un ciervo y la fuente se va con la cuchara. Más rápido el violín toca la jiga-jiga; la vaca y los caballos están patas arriba, y el perro lanza un rugido, y los huéspedes ya saltan de la cama y bailan en el piso.
¡Las cuerdas del violín estallan con un pum! La vaca salta por encima de la luna, y el perrito se ríe divertido, y la fuente del sábado se escapa corriendo con la cuchara del domingo.
La luna redonda rueda detrás de la colina, mientras el sol levanta la cabeza, y con ojos de fuego observa estupefacta[3] que aunque es de día todos volvieron a la cama.
El aplauso fue prolongado y ruidoso. Frodo tenía una buena voz y la fantasía de la canción había agradado a todos.
—¿Por dónde anda el viejo Cebadilla? —exclamaron—. Tiene que oírla. Bob podría enseñarle al gato a tocar el violín y tendríamos un baile. —Pidieron una nueva vuelta de cerveza y gritaron—: ¡Cántela otra vez, señor! ¡Vamos! ¡Otra vez!
Hicieron tomar un jarro más a Frodo, que recomenzó la canción y muchos se le unieron, pues la melodía era muy conocida y se les había pegado la letra. Le tocó a Frodo entonces sentirse satisfecho de sí mismo. Zapateaba sobre la mesa y cuando llegó por segunda vez a la vaca salta por encima de la luna, dio un salto en el aire demasiado vigoroso. Frodo cayó, bum, sobre una bandeja repleta de jarros, resbaló y fue a parar bajo la mesa con un estruendo, un alboroto y un golpe sordo. Todos abrieron la boca preparados para reír y se quedaron petrificados en un silencio sin aliento, pues el cantor ya no estaba allí. ¡Había desaparecido como si hubiera pasado directamente a través del piso de la sala sin dejar ni la huella de un agujero!
Los hobbits locales se quedaron mirando mudos de asombro; en seguida se incorporaron de un salto y llamaron a gritos a Cebadilla. Todos se apartaron de Pippin y Sam, que se encontraron solos en un rincón, observados desde lejos con miradas sombrías y desconfiadas. Estaba claro que para la mayoría de la gente ellos eran los compañeros de un mago ambulante con poderes y propósitos desconocidos. Pero había un vecino de Bree, de tez oscura, que los miraba con la expresión de alguien que está sobre aviso y con una cierta ironía; Pippin y Sam se sentían de veras incómodos. Casi en seguida el hombre se escurrió fuera del salón, seguido por el sureño bizco; los dos habían pasado gran parte de la noche hablando juntos en voz baja. Herry, el guardián de la puerta, salió también detrás de ellos.
Frodo se daba cuenta de que había cometido una estupidez. No sabiendo qué hacer, se arrastró por debajo de las mesas hacia el rincón sombrío donde Trancos estaba todavía sentado, impasible. Se apoyó de espaldas contra la pared y se quitó el Anillo. Cómo le había llegado al dedo, no podía recordarlo. Era posible que hubiese estado jugueteando con él en el bolsillo, mientras cantaba y que en el momento de sacar bruscamente la mano para evitar la caída, se le hubiera deslizado de algún modo en el dedo. Durante un instante se preguntó si el Anillo mismo no le había jugado una mala pasada; quizás había tratado de hacerse notar en respuesta al deseo o la orden de alguno de los huéspedes. No le gustaba el aspecto de los hombres que habían dejado el salón.
—¿Bien? —dijo Trancos cuando Frodo reapareció—. ¿Por qué lo hizo? Cualquier indiscreción de los amigos de usted no hubiera sido peor. Ha metido usted la pata. ¿O tendría que decir el dedo?
—No sé a qué se refiere —dijo Frodo molesto y alarmado.
—Oh, sí que lo sabe —respondió Trancos—, pero será mejor esperar a que pase el alboroto. Luego, si usted me permite, señor Bolsón, me agradaría que tuviésemos una charla tranquila.
—¿A propósito de qué? —preguntó Frodo aparentando no haber oído su verdadero nombre.
—A propósito de un asunto de cierta importancia, tanto para usted como para mí — respondió Trancos mirando a Frodo a los ojos—. Quizás oiga algo que le conviene.
—Muy bien —dijo Frodo tratando de mostrarse indiferente—. Hablaré con usted más tarde.
Mientras, junto a la chimenea se desarrollaba una discusión. El señor Mantecona había llegado al trote y ahora trataba de escuchar a la vez varios relatos contradictorios sobre lo que había ocurrido.
—Yo lo vi, señor Mantecona —dijo un hobbit—, por lo menos no lo vi más, si usted me entiende. Se desvaneció en el aire, como quien dice.
—¡No es posible, señor Artemisa! —dijo el posadero, perplejo.
—Sí —replicó Artemisa—. Y además sé lo que digo.
—Hay algún error en alguna parte —dijo Mantecona sacudiendo la cabeza—. Había demasiado de ese señor Sotomonte para que se desvaneciese así en el aire, o en el humo, lo que sería más exacto si ocurrió en esta habitación.
—Bueno, ¿dónde está ahora? —gritaron varias voces.
—¿Cómo podría saberlo? Puede irse a donde quiera, siempre que pague por la mañana. Y aquí está el señor Tuk, que no ha desaparecido.
—Bueno, vi lo que vi y vi lo que no vi —dijo Artemisa, obstinado.
—Y yo digo que hay aquí algún error —repitió Mantecona recogiendo la bandeja y los restos de los jarros.
—¡Claro que hay un error! —dijo Frodo—. No he desaparecido. ¡Aquí estoy! He tenido sólo una pequeña charla con el señor Trancos en el rincón.
Frodo se adelantó a la luz del fuego, pero la mayoría de los huéspedes dio un paso atrás, aún más perturbados que antes. No los satisfacía la explicación de Frodo, según la cual se había arrastrado rápidamente por debajo de las mesas luego de la caída. La mayoría de los hobbits y de las gentes de Bree se apresuraron a irse, sin ganas ya de seguir divirtiéndose esa noche. Unos pocos echaron a Frodo una mirada sombría y partieron murmurando entre ellos. Los enanos y dos o tres hombres extraños que todavía estaban allí se pusieron de pie y dieron las buenas noches al posadero pero no a Frodo y sus amigos. Poco después no quedaba nadie sino Trancos, todavía sentado en las sombras junto a la pared.
El señor Mantecona no parecía muy preocupado. Pensaba, probablemente, que el salón estaría repleto durante muchas noches, hasta que el misterio actual fuera discutido a fondo.
—Y ahora, ¿qué ha estado haciendo, señor Sotomonte? —preguntó—. ¿Asustando a mis clientes y haciendo trizas mis jarros con esas acrobacias?
—Lamento mucho haber causado alguna dificultad —dijo Frodo—. No tuve la menor intención, se lo aseguro. Fue un desgraciado accidente.
—Muy bien, señor Sotomonte. Pero si va usted a intentar otros juegos, o conjuros, o lo que sea, mejor que antes advierta a la gente y que me advierta a mí. Aquí somos un poco recelosos de todo lo que salga de lo común, de todo lo misterioso, si usted me entiende, y tardamos en acostumbrarnos.
—No haré nada parecido otra vez, señor Mantecona, se lo prometo. Y ahora creo que me iré a la cama. Partimos temprano. ¿Podría ordenar que nuestros poneys estén preparados para las ocho?
—¡Muy bien! Pero antes que se vaya quiero tener con usted unas palabras en privado, señor Sotomonte. Acabo de recordar algo que usted tiene que saber. Espero no molestarle.
Cuando haya arreglado una o dos cositas, iré al cuarto de usted, si no le parece mal.
—¡Claro que no! —dijo Frodo, sintiendo que se le encogía el corazón.
Se preguntó cuántas charlas privadas tendría que sobrellevar antes de poder acostarse y qué revelarían. ¿Estaba toda esta gente ligada contra él? Empezaba a sospechar que aun la cara redonda del viejo Mantecona ocultaba unos negros designios.