El señor de los anillos - 16. La Comunidad del Anillo 1 - 11 Un cuchillo en la oscuridad
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Mientras en la posada de Bree se preparaban a dormir, las tinieblas se extendían en Los Gamos: una niebla se movía por las cañadas y las orillas del río. La casa de Cricava se alzaba envuelta en silencio. Gordo Bolger abrió la puerta con precaución y miró afuera. Una inquietud temerosa había estado creciendo en él a lo largo del día y ahora no tenía ganas de descansar ni de irse a la cama: había como una amenaza latente en el aire inmóvil de la noche. Mientras clavaba los ojos en la oscuridad, una sombra negra se escurrió bajo los árboles; la puerta pareció abrirse por sus propios medios y cerrarse sin ruido. Gordo Bolger sintió que el terror lo dominaba. Se encogió, retrocedió y se quedó un momento en el vestíbulo, temblando. Luego cerró la puerta y echó el cerrojo.
La noche se hizo más profunda. Se oyó entonces un sonido de cascos: traían un caballo furtivamente por la senda. Las pisadas se detuvieron a la puerta del jardín y tres formas negras entraron como sombras nocturnas arrastrándose por el suelo. Una de ellas fue a la puerta; las otras dos a los extremos de la casa y allí se quedaron, inmóviles como sombras de piedras, mientras proseguía la noche lentamente. La casa y los árboles silenciosos parecían esperar conteniendo el aliento.
Hubo una leve agitación en las hojas y a la distancia cantó un gallo. Era la hora fría que precede al alba. La figura que estaba junto a la puerta se movió de pronto y en la oscuridad sin luna y sin estrellas brilló una hoja de metal, como si hubiesen desenvainado una luz helada. Se oyó un golpe, sordo pero pesado, y la puerta se estremeció.
—¡Abre, en nombre de Mordor! —dijo una voz atiplada y amenazadora.
Otro golpe y las maderas estallaron y la cerradura saltó en pedazos y la puerta cedió y cayó hacia atrás. Las formas negras entraron precipitadamente.
En ese momento, entre los árboles cercanos, sonó un cuerno. Desgarró la noche como un fuego en lo alto de una loma.
¡DESPERTAD! ¡FUEGO! ¡PELIGRO!
¡ENEMIGOS! ¡DESPERTAD!
Gordo Bolger no había estado inactivo. Tan pronto como vio que las formas oscuras venían arrastrándose por el jardín, supo que tenía que correr, o morir. Y corrió, saliendo por la puerta de atrás, a través del jardín y por los campos. Cuando llegó a la casa más cercana, a más de una milla, se derrumbó en el umbral, gritando:
—¡No, no, no! ¡No, no yo! ¡No lo tengo!
Pasó un tiempo antes que alguien pudiera entender los balbuceos de Bolger. Al fin llegaron a la conclusión de que había enemigos en Los Gamos, una extraña invasión que venía del Bosque Viejo. Y no perdieron más tiempo.
¡PELIGRO! ¡FUEGO! ¡ENEMIGOS!
Los Brandigamo estaban tocando el cuerno de llamada de Los Gamos, que no había sonado desde hacía un siglo, desde el Invierno Cruel cuando habían aparecido los lobos blancos y las aguas del Brandivino estaban heladas.
¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD!
Otros cuernos respondieron a lo lejos. La alarma cundía rápidamente.
Las figuras negras escaparon de la casa. Una de ellas, mientras corría, dejó caer en el umbral un manto de hobbit. Afuera en el sendero se oyó un ruido de cascos y en seguida un galope que se alejó martillando las tinieblas. Todo alrededor de Cricava resonaba la llamada de los cuernos, voces que gritaban y pies que corrían. Pero los Jinetes Negros galopaban como un viento hacia la Puerta del Norte. ¡Dejad que la Gente Pequeña toque los cuernos! Sauron se encargaría de ellos más tarde. Mientras tanto tenían otra misión que cumplir: ahora sabían que la casa estaba vacía y que el Anillo había desaparecido. Cargaron sobre los guardias de la puerta y desaparecieron de la Comarca.
En las primeras horas de la noche, Frodo despertó de pronto de un sueño profundo, como perturbado por algún ruido o alguna presencia. Vio que Trancos seguía sentado y alerta en el sillón, los ojos brillantes a la luz del fuego, que ardía vivamente. Pero Trancos no se movió ni le hizo ninguna seña.
Frodo no tardó en dormirse de nuevo y esta vez creyó oír un ruido de viento y de cascos que galopaban en la noche. El viento parecía rodear la casa y sacudirla y a lo lejos sonó un cuerno, que tocaba furiosamente. Abrió los ojos y oyó el canto vigoroso de un gallo en el corral. Trancos había descorrido las cortinas y ahora empujaba ruidosamente los postigos. Las primeras luces grises del alba iluminaban el cuarto y un viento frío entraba por la ventana abierta.
Luego de haberlos despertado a todos, Trancos los llevó a la alcoba. Cuando la vieron, se alegraron de haberle hecho caso; habían forzado los postigos, que batían al viento; las cortinas ondeaban; las camas estaban todas revueltas, las almohadas abiertas de arriba abajo y tiradas en el suelo y habían hecho pedazos el felpudo.
Trancos fue a buscar en seguida al posadero. El pobre señor Mantecona parecía soñoliento y asustado. Apenas había cerrado los ojos en toda la noche (así dijo), pero no había oído nada.
—¡Nunca me ocurrió una cosa semejante! —gritó alzando horrorizado las manos—. ¡Huéspedes que no pueden dormir en cama y buenas almohadas arruinadas y todo lo demás! ¿Qué tiempos son éstos?
—Tiempos oscuros —dijo Trancos—. Pero por el momento podrás vivir en paz, una vez que te libres de nosotros. Partiremos en seguida. No te preocupes por el desayuno: bastará una taza de algo y un bocado de pie. Empacaremos en unos minutos.
El señor Mantecona corrió a ordenar que tuvieran listos los poneys y a prepararles un
«bocadillo». Pero volvió muy pronto, aterrorizado. ¡Los poneys no estaban! Habían abierto las puertas de los establos durante la noche y los animales habían desaparecido: no sólo los poneys de Merry sino también todas las otras bestias que se encontraban allí.
Frodo se sintió aplastado por la noticia. ¿Cómo podrían llegar a Rivendel a pie, perseguidos por enemigos montados? Tanto valía que trataran de alcanzar la luna. Trancos los miró en silencio un rato, como sopesando la fuerza y el coraje de los hobbits.
—Los poneys no nos ayudarán a escapar de hombres a caballo —dijo al fin con aire pensativo, como si adivinara lo que Frodo tenía en la cabeza—. No iremos más despacio a pie, no por los caminos que yo quisiera tomar. Yo iré caminando de todos modos. Lo que me preocupa son las provisiones y el equipo. No encontraremos nada que comer de aquí a Rivendel, fuera de lo que llevemos con nosotros, y sería necesario contar con bastantes reservas, pues podríamos retrasarnos, obligados a hacer algún rodeo, apartándonos del camino principal. ¿Cuánto estáis dispuestos a cargar vosotros mismos?
—Tanto como sea necesario —dijo Pippin, sintiéndose desfallecer, pero tratando de mostrar que era más fuerte de lo que parecía (o sentía).
—Yo soportaría la carga de dos —dijo Sam con aire desafiante.
—¿No hay nada que hacer, señor Mantecona? —preguntó Frodo—. ¿No podríamos conseguir un par de poneys en la aldea, o por lo menos uno para el equipaje? No pienso que podamos alquilarlos, pero sí quizá comprarlos añadió con un tono indeciso, preguntándose si podría permitirse ese gasto.
—Lo dudo —dijo el posadero tristemente—. Los dos o tres poneys de silla que había en Bree estaban aquí en mi establo y se han ido. En cuanto a otros animales, caballos, poneys de tiro, o lo que sea, hay pocos en Bree y no estarán en venta. Pero haré lo que pueda. Voy a sacar a Bob de la cama, que vaya a averiguar.
—Sí —dijo Trancos de mala gana—, será lo mejor. Temo que sea menester llevar un poney por lo menos. ¡Pero aquí termina toda esperanza de salir temprano y de escurrirnos en silencio! Será casi como si hiciésemos sonar un cuerno anunciando la partida. Esto es parte del plan de ellos, sin duda.
—Queda una miga de consuelo —dijo Merry—, y espero que más de una miga; podemos desayunar mientras esperamos y sentados. Llamemos a Nob.
Al fin fueron más de tres horas de atraso. Bob volvió informando que no había ningún caballo o poney disponible en la vecindad, ni por dinero ni como regalo: excepto uno que Bill Helechal estaría quizá dispuesto a vender.
—Una pobre criatura vieja y famélica —dijo Bob—, pero no quiere separarse de ella por menos de tres veces su valor, teniendo en cuenta la situación en que se encuentran ustedes, lo que no me sorprende en Bill Helechal.
—¿Bill Helechal? —dijo Frodo—. ¿No habrá algún engaño? ¿No volverá el animal a él con todas nuestras cosas, o no ayudará a que nos persigan, o algo?
—Quizá —dijo Trancos—. Pero me cuesta imaginar que un animal vuelva a él, una vez que se ha ido. Pienso que es sólo una ocurrencia de último momento del amable señor Helechal, un modo de sacar más beneficio de este asunto. El peligro principal es que la pobre bestia esté a las puertas de la muerte. Pero no parece haber alternativa. ¿Qué nos pide?
El precio de Bill Helechal era de doce centavos de plata y esto representaba en verdad tres veces el valor de un poney en aquella región. El poney de Helechal resultó ser una bestia huesuda, mal alimentada y floja; pero no parecía que fuera a morirse en seguida. El señor Mantecona lo pagó de su propio bolsillo y ofreció a Merry otras dieciocho monedas como compensación por los animales perdidos. Era un hombre honesto y de buena posición según se decía en Bree, pero treinta centavos de plata fueron para él un golpe duro y haber sido víctima de Bill Helechal aumentaba todavía más el dolor.
En verdad no salió tan mal parado al fin de cuentas. Como descubrió más tarde, sólo tendría que lamentar el robo de un caballo. Los otros habían sido ahuyentados, o habían huido, dominados por el miedo, y los encontraron vagando en diferentes lugares del País de Bree. Los poneys de Merry habían escapado juntos y en definitiva (pues eran animales sensatos) tomaron el camino de las Quebradas en busca de Gordo Terronillo. De modo que pasaron un tiempo al cuidado de Tom Bombadil y estuvieron bien. Pero cuando le llegaron las noticias de lo que había ocurrido en Bree, Tom se los envió en seguida de vuelta al señor Mantecona, que de este modo obtuvo cinco poneys excelentes a muy buen precio. Tuvieron que trabajar mucho más en Bree, pero Bob los trató bien, de modo que en general fueron afortunados: escaparon a un viaje sombrío y peligroso. Pero no llegaron nunca a Rivendel.
Mientras, sin embargo, el señor Mantecona dio el dinero por perdido, para bien o para mal. Y ahora tenía nuevas dificultades. Pues cuando los otros despertaron y se enteraron del asalto a la posada, hubo una gran conmoción. Los viajeros sureños habían perdido varios caballos y culparon al posadero a gritos, hasta que se supo que uno de ellos había desaparecido también en la noche, nada menos que el compañero bizco de Bill Helechal. Las sospechas cayeron sobre él en seguida.
—Si andan en compañía de un ladrón de caballos y lo traen a mi casa —dijo Mantecona, furioso—, son ustedes los que tendrían que pagar todos los daños y no venir a gritarme. ¡Vayan y pregúntenle a Helechal dónde está ese guapo amigo de ustedes!
Pero parecía que el hombre no era amigo de nadie, y nadie podía recordar cuándo se había unido a ellos.
Luego del desayuno los hobbits tuvieron que empacar otra vez y hacer acopio de nuevas provisiones para el viaje más largo que los esperaba ahora. Eran ya cerca de las diez cuando al fin partieron. Por ese entonces ya todo Bree bullía de excitación. El truco de la desaparición de Frodo; la aparición de los Jinetes Negros; el robo en los establos; y no menos la noticia de que Trancos el montaraz se había unido a los misteriosos hobbits: había bastante para alimentar unos cuantos años poco movidos. La mayor parte de los habitantes de Bree y Entibo y aun muchos de Combe y de Archet se habían apretujado a lo largo del camino para ver partir a los viajeros. Los otros huéspedes de la posada estaban en las puertas o se asomaban a las ventanas.
Trancos había cambiado de idea y decidió dejar Bree por el camino principal. Todo intento de salir inmediatamente al campo sólo empeoraría las cosas: la mitad de los habitantes los seguiría para saber a dónde iban e impedir que cruzaran por terrenos privados.
Los hobbits se despidieron de Bob y Nob y agradecieron cordialmente al señor Mantecona.
—Espero que nos encontremos de nuevo un día, cuando haya otra vez felicidad —dijo Frodo—. Nada me gustaría más que pasar un tiempo en paz en la casa de usted.
Partieron a pie, inquietos y deprimidos, bajo las miradas de la multitud. No todas las caras eran amistosas, ni todas las palabras que les gritaban. Pero la mayoría de los habitantes de Bree parecían temer a Trancos y aquellos a quienes él miraba a los ojos cerraban la boca y se alejaban. Trancos marchaba a la cabeza con Frodo; luego venían Merry y Pippin y al fin Sam, que llevaba el poney, cargado con todo el equipaje que se habían animado a ponerle encima; pero el animal parecía ya menos abatido, como si aprobara este cambio de suerte. Sam masticaba una manzana con aire ensimismado. Tenía un bolsillo lleno, regalo de despedida de Bob y Nob. «Manzanas para caminar y una pipa para descansar», se dijo. «Pero tengo la impresión de que me faltarán las dos cosas dentro de poco.»
Los hobbits no prestaron atención a las cabezas inquisitivas que miraban desde el hueco de las puertas, o que asomaban por encima de cercas y muros, mientras pasaban. Pero cuando se aproximaban a la puerta de trancas, Frodo vio una casa sombría y mal cuidada escondida detrás de un seto espeso: la última casa de la villa. En una de las ventanas alcanzó a ver una cara cetrina de ojos oblicuos y taimados, que en seguida desapareció. «¡De modo que es aquí donde se esconde ese sureño!» pensó. «Se parece bastante a un trasgo.»
Por encima del seto, otro hombre los observaba descaradamente. Tenía espesas cejas negras y ojos oscuros y despreciativos y boca grande, torcida en una mueca de desdén.
Fumaba una corta pipa negra. Cuando ellos se acercaron, se la sacó de la boca y escupió.
—¡Buen día, Patas Largas! —dijo—. ¿Partida matinal? ¿Al fin encontraste unos amigos?
Trancos asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada.
—¡Buen día, mis pequeños amigos! —dijo el hombre a los otros—. Supongo que ya saben con quién se han juntado. ¡Don Trancos-sin-escrúpulos, ése es! Aunque he oído otros apodos no tan bonitos. ¡Tengan cuidado, esta noche! ¡Y tú, Sammy, no maltrates a mi pobre y viejo poney! ¡Puf!
El hombre escupió de nuevo. Sam se volvió.
—Y tú, Helechal —dijo—, quita esa horrible facha de mi vista si no quieres que te la aplaste.
Con un movimiento repentino, rápido como un relámpago, una manzana salió de la mano de Sam y golpeó a Bill en plena nariz. Bill se echó a un lado demasiado tarde y detrás de la cerca se oyeron unos juramentos.
—Lástima de manzana —se lamentó Sam y siguió caminando a grandes pasos.
Por último dejaron atrás la aldea. La escolta de niños y vagabundos que venía siguiéndolos se cansó y dio media vuelta en la Puerta del Sur. Ellos continuaron por la calzada durante algunas millas. El camino torcía ahora a la izquierda, volviéndose hacia el este mientras rodeaba la Colina de Bree y descendiendo luego rápidamente hacia una zona boscosa. Alcanzaban a ver a la izquierda algunos agujeros de hobbits y casas de la villa de Entibo en las faldas más suaves del sudeste de la loma. Allá abajo, en lo profundo de un valle, al norte del camino, se elevaban unas cintas de humo; era la aldea de Combe. Archet se ocultaba entre los árboles, más lejos.
Camino abajo, luego de haber dejado atrás la Colina de Bree, alta y parda, llegaron a un sendero estrecho que llevaba al norte.
—Aquí es donde dejaremos el camino abierto y tomaremos el camino encubierto —dijo Trancos.
—Que no sea un atajo —dijo Pippin—. Nuestro último atajo por los bosques casi termina en un desastre.
—Ah, pero todavía no me teníais con vosotros —dijo Trancos riendo—. Mis atajos, largos o cortos, nunca terminan mal.
Echó una mirada al camino, de uno a otro extremo. No había nadie a la vista y los guió rápidamente hacia el valle boscoso.
El plan de Trancos, en la medida en que ellos podían entenderlo sin conocer la región, era encaminarse al principio hacia Archet, pero tomar en seguida a la derecha y dejar atrás la aldea por el este y luego marchar en línea recta todo lo posible por las tierras salvajes hacia la Cima de los Vientos. De este modo, si todo iba bien, podrían ahorrarse una gran vuelta del camino, que más adelante doblaba hacia el sur para evitar los pantanos de Moscagua. Pero por supuesto, tendría que cruzarlos al fin y la descripción que hacía Trancos no era alentadora.
Mientras, sin embargo, no les desagradaba caminar. En verdad, si no hubiese sido por los acontecimientos perturbadores de la noche anterior, habrían disfrutado de esta parte del viaje más que de ninguna otra hasta entonces. El sol brillaba en un cielo despejado, pero no hacía demasiado calor. Los árboles del valle estaban todavía cubiertos de hojas de colores vivos y parecían pacíficos y saludables. Trancos guiaba sin titubear entre los muchos senderos entrecruzados; era evidente que abandonados a ellos mismos los hobbits se hubieran extraviado en seguida. El complicado itinerario tenía muchas vueltas y revueltas, para evitar cualquier persecución.
—Bill Helechal estaba espiándonos sin duda cuando dejamos la calzada —dijo Trancos— , pero no creo que nos haya seguido. Conoce bastante bien la región, pero sabe que no podría rivalizar conmigo en un bosque. Me importa más lo que Helechal podría decir a otros. Se me ocurre que no están muy lejos de aquí. Tanto mejor si piensan que nos encaminamos a Archet.
Ya fuese por la habilidad de Trancos o por alguna otra razón, ese día no vieron señales ni oyeron sonidos de cualquier otra criatura viviente; ni bípedos, excepto pájaros; ni cuadrúpedos, excepto un zorro y unas pocas ardillas. Al día siguiente marcharon en línea recta hacia el oeste y todo estuvo tranquilo y en paz. Al tercer día salieron del bosque de Chet. El terreno había estado descendiendo poco a poco desde que dejaran el camino y ahora entraban en un llano amplio, mucho más difícil de recorrer. Habían dejado muy atrás las fronteras del País de Bree y estaban en un desierto donde no había ningún sendero, ya cerca de los pantanos de Moscagua.
El suelo era cada vez más húmedo, barroso en algunos lugares, y de cuando en cuando tropezaban con charcos y anchas cañadas y juncos donde gorjeaban unos pajaritos escondidos. Tenían que cuidar dónde ponían los pies, para no mojarse y no salirse del curso adecuado. Al principio avanzaron rápidamente, pero luego la marcha se hizo más lenta y peligrosa. Los pantanos los confundían y eran traicioneros y ni siquiera los montaraces habían podido descubrir una senda permanente que cruzara los tembladerales. Las moscas empezaron a atormentarles y en el aire flotaban nubes de mosquitos minúsculos que se les metían por las mangas y pantalones y en el cabello.
—¡Me comen vivo! —gritó Pippin—. ¡Moscagua! ¡Hay más moscas que agua!
—¿De qué viven cuando no tienen un hobbit cerca? —preguntó Sam rascándose el cuello.
Pasaron un día desdichado en aquella región solitaria y desagradable. El sitio donde acamparon era húmedo, frío e incómodo y los insectos no los dejaron dormir. Había también unas criaturas abominables que merodeaban entre las cañas y las hierbas y que por el ruido que hacían parecían parientes endemoniados del grillo. Había miles de ellos, chillando todos alrededor, nicbric, bric-nic, incesantemente, toda la noche, hasta poner frenéticos a los hobbits.
El día siguiente, el cuarto, fue poco mejor, y la noche casi tan incómoda. Aunque los nique-breque (como Sam los llamaba) habían quedado atrás, los mosquitos todavía los perseguían.
Frodo estaba tendido, cansado pero incapaz de cerrar los ojos, cuando creyó ver que en el cielo oriental, muy lejos, aparecía una luz; brillaba y se apagaba, una y otra vez. No era el alba, para la que faltaban todavía algunas horas.
—¿Qué es esa luz? —le preguntó a Trancos, que se había puesto de pie y ahora escrutaba la noche.
—No sé —respondió Trancos—. Está demasiado lejos. Parecerían relámpagos que estallan en las cimas de las colinas.
Frodo se acostó de nuevo, pero durante largo rato continuó viendo las luces blancas y recortándose contra ellas la figura alta y oscura de Trancos, erguida, silenciosa y vigilante. Al fin cayó en un sueño intranquilo.
No habían andado mucho en el quinto día cuando dejaron atrás los últimos charcos y las cañadas de los pantanos. El suelo comenzó a subir otra vez ante ellos. Al este, a lo lejos, podían ver ahora una cadena de colinas. La más alta estaba a la derecha de la cadena y un poco separada de las otras. La cima era cónica, un poco aplastada.
—Aquélla es la Cima de los Vientos —dijo Trancos—. El Viejo Camino que dejamos atrás a la derecha pasa no muy lejos por el lado sur. Llegaremos allí mañana al mediodía, si continuamos en línea recta. Supongo que es lo mejor que podemos hacer.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Frodo.
—Quiero decir que no sabemos a ciencia cierta qué encontraremos allí. Está cerca del camino.
—Pero al menos tenemos la esperanza de encontrar a Gandalf.
—Sí, pero la esperanza es débil. Si viene por este camino, quizá no pase por Bree y no sabría qué ha sido de nosotros. Y de cualquier modo, a menos que por alguna fortuna no lleguemos casi al mismo tiempo, no coincidiremos; sería peligroso para él y para nosotros detenernos mucho. Si los Jinetes no nos encuentran en las tierras salvajes, es probable que ellos también vayan a la Cima de los Vientos. Desde allí se dominan los alrededores. En verdad hay muchos pájaros y bestias de esta región que podrían vernos aquí desde esa cima. No todos los pájaros son de fiar y hay otros espías todavía más malévolos. Los hobbits miraron con inquietud las colinas distantes. Sam alzó los ojos al cielo pálido, temiendo ver allá arriba halcones o águilas de ojos brillantes y hostiles.
—¡No me inquiete usted, señor Trancos! —dijo.
—¿Qué nos aconsejas? —preguntó Frodo.
—Pienso —respondió Trancos lentamente, como si no estuviera del todo seguro—, pienso que lo mejor sería ir hacia el este en línea recta, todo lo posible y llegar así a las colinas evitando la Cima de los Vientos. Allí encontraremos un sendero que conozco y que corre al pie de la Cima y que nos acercará desde el norte de un modo más encubierto. Veremos entonces lo que podemos ver.
Marcharon toda la jornada hasta que cayó la noche, fría y temprana. La tierra se hizo más seca y más árida, pero detrás de ellos flotaban unas nieblas y vapores sobre los pantanos. Unos pocos pájaros melancólicos piaron y se lamentaron hasta que el redondo sol rojo se hundió lentamente en las sombras occidentales; luego siguió un silencio vacío. Los hobbits recordaron la luz dulce del sol poniente que entraba por las alegres ventanas de Bolsón Cerrado allá lejos.
Terminaba el día cuando llegaron a un arroyo que descendía serpenteando desde las lomas y se perdía en las aguas estancadas y lo siguieron aguas arriba mientras hubo luz. Ya era de noche cuando al fin se detuvieron acampando bajo unos alisos achaparrados a orillas del arroyo. Las márgenes desnudas de las colinas se alzaban ahora contra el cielo oscuro. Aquella noche montaron guardia y Trancos, pareció, no cerró los ojos. Había luna creciente y en las primeras horas de la noche una luz fría y gris se extendió sobre el campo.
A la mañana siguiente se pusieron en marcha poco antes de la salida del sol. Había una escarcha en el aire y el cielo era de un pálido color azul. Los hobbits se sentían renovados, como si hubieran dormido toda la noche. Estaban ya acostumbrándose a caminar mucho con la ayuda de raciones escasas, más escasas al menos de las que allá en la Comarca hubiesen considerado apenas suficientes para mantener a un hobbit en pie. Pippin declaró que Frodo parecía alto como dos hobbits.
—Muy raro —dijo Frodo, apretándose el cinturón—, teniendo en cuenta que hay bastante menos de mí. Espero que el proceso de adelgazamiento no continúe de modo indefinido, o me convertiré en un espectro.
—¡No hables de esas cosas! —dijo Trancos rápidamente y con una seriedad que sorprendió a todos. Las colinas estaban más cerca. Eran una cadena ondulante, que se elevaba a menudo a más de trescientas yardas, cayendo aquí y allá en gargantas a pasos bajos que llevaban a las tierras del este. A lo largo de la cresta de la cadena los hobbits alcanzaron a ver los restos de unos muros y calzadas cubiertas de pastos y en las gargantas se alzaban aún las ruinas de unos edificios de piedra. A la noche habían alcanzado el pie de las pendientes del oeste y acamparon allí. Era la noche del cinco de octubre y estaban a seis días de Bree.
A la mañana siguiente y por vez primera desde que habían dejado el Bosque de Chet, descubrieron un sendero claramente trazado. Doblaron a la derecha y lo siguieron hacia el sur. El sendero corría de tal modo que parecía ocultarse a las miradas de cualquiera que se encontrara en las cimas vecinas o en las llanuras del oeste. Se hundía en los valles y bordeaba las estribaciones escarpadas y cuando cruzaba terrenos más llanos y descubiertos tenía a los lados hileras de peñascos y piedras cortadas que ocultaban a los viajeros casi como una cerca.
—Me pregunto quién hizo esta senda y para qué —dijo Merry, mientras marchaban por una de estas avenidas, bordeada de piedras de tamaño insólito, apretadas unas contra otras—. No estoy seguro de que me guste. Me recuerda demasiado la región de los Túmulos. ¿Hay túmulos en la Cima de los Vientos?
—No. No hay túmulos en la Cima de los Vientos, ni en ninguna de estas alturas —dijo Trancos—. Los Hombres del Oeste no vivían aquí, aunque en sus últimos días defendieron un tiempo estas colinas contra el mal que venía de Angmar. Este camino abastecía los fuertes a lo largo de los muros. Pero mucho antes, en los primeros tiempos del Reino del Norte, edificaron una torre de observación en lo más alto de la Cima de los Vientos y la llamaron Amon Sul. Fue incendiada y demolida y nada queda de ella excepto un círculo de piedras desparramadas, como una tosca corona en la cabeza de la vieja colina. Sin embargo, en un tiempo fue alta y hermosa. Se dice que Elendil subió allí a observar la llegada de Gil-galad que venía del Oeste, en los días de la Ultima Alianza.
Los hobbits observaron a Trancos. Parecía muy versado en tradiciones antiguas, tanto como en los modos de vida del desierto.
—¿Quién era Gil-galad? —preguntó Merry, pero Trancos no respondió, como perdido en sus propios pensamientos.
De pronto una voz baja murmuró: Gil-galad era un rey de los elfos; los trovadores lamentaban la suerte del último reino libre y hermoso entre las montañas y el océano.
La espada del rey era larga y afilada la lanza, y el casco brillante se veía de lejos; y en el escudo de plata se reflejaban los astros innumerables de los campos del cielo. Pero hace mucho tiempo se alejó a caballo, y nadie sabe dónde habita ahora; la estrella de Gil-galad cayó en las tinieblas de Mordor, el país de las sombras.
Los otros se volvieron, estupefactos, pues la voz era la de Sam.
—¡No te detengas! —dijo Merry.
—Es todo lo que sé —balbució Sam, enrojeciendo—. La aprendí del señor Bilbo, cuando era muchacho. Acostumbraba contarme historias como esa, sabiendo cómo me gustaba oír cosas de los elfos. Fue el señor Bilbo quien me enseñó a leer y escribir. Era muy sabio, el querido viejo señor Bilbo. Y escribía poesía. Escribió lo que acabo de decir.
—No fue él —dijo Trancos—. Es parte de una balada, La caída de Gil-galad. Bilbo tiene que haberla traducido. Yo no estaba enterado.
—Hay todavía más —dijo Sam—, todo acerca de Mordor. No aprendí esa parte, me da escalofríos. ¡Nunca supuse que yo también tomaría ese camino!
—¡lr a Mordor! —gritó Pippin—. ¡Confío en que no lleguemos a eso!
—¡No pronuncies ese nombre en voz tan alta! —dijo Trancos.
Era ya mediodía cuando se acercaron al extremo sur del camino y vieron ante ellos, a la luz clara y pálida del sol de octubre, una barranca verde-gris que llegaba como un puente a la falda norte de la colina. Decidieron trepar hasta la cima en seguida, mientras había luz. Ya no era posible ocultarse y sólo esperaban que ningún enemigo o espía estuviera observándolos. Nada se movía allá en lo alto. Si Gandalf andaba cerca, no se veía ninguna señal.
En el flanco occidental de la Cima de los Vientos encontraron un hueco abrigado y en el fondo una concavidad con laderas tapizadas de hierba. Dejaron allí a Pippin y Sam con el poney, los bultos y el equipaje. Los otros tres continuaron la marcha. Al cabo de media hora de trabajosa ascensión, Trancos alcanzó la cima; Frodo y Merry llegaron detrás agotados y sin aliento. La última pendiente había sido escarpada y rocosa.
Encontraron arriba, como había dicho Trancos, un amplio círculo de piedras trabajadas, desmoronadas ahora o cubiertas por un pasto secular. Pero en el centro había una pila de piedras rotas, ennegrecidas como por el fuego. Alrededor el pasto había sido quemado hasta las raíces y en todo el interior del anillo las hierbas estaban chamuscadas y resecas, como si las llamas hubieran barrido la cima de la colina; pero no había señal de criaturas vivientes.
Mirando de pie desde el borde del círculo de ruinas se alcanzaba a ver abajo y en torno un amplio panorama, en su mayor parte de tierras áridas y sin ninguna característica, excepto unas manchas de bosques en las lejanías del sur y detrás de los bosques, aquí y allá, el brillo de un agua distante. Abajo, del lado sur, corría como una cinta el Viejo Camino, viniendo del oeste y serpenteando en subidas y bajadas, hasta desaparecer en el este detrás de una estribación oscura. Nada se movía allí. Siguiéndolo con la mirada, vieron las montañas: las elevaciones más cercanas eran de un color castaño y sombrío; detrás se alzaban formas grises y más altas y luego unos picos elevados y blancos que centelleaban entre nubes.
—¡Bueno, aquí estamos! —dijo Merry—. Qué triste e inhospitalario parece todo. No hay agua ni reparo. Y ninguna señal de Gandalf. Pero no lo acuso de no habernos esperado, si es que vino por aquí.
—No estoy seguro —dijo Trancos, mirando pensativo alrededor—. Aunque hubiera llegado a Bree un día o dos después de nosotros, ya podría haber estado aquí. Puede cabalgar muy rápidamente cuando es necesario. —Calló de pronto y se inclinó a mirar la piedra que coronaba la pila; era más chata que las otras y más blanca, como si hubiera escapado al fuego. La recogió y la examinó mirándola por un lado y por otro—.Esta piedra ha sido manipulada hace poco —dijo—. ¿Qué piensas de estas marcas? En la base chata Frodo vio unos rasguños.
—Parece ser un trazo, un punto y tres trazos —dijo.
—El trazo de la izquierda podría ser una G runa ramificada —dijo Trancos—. Quizá sea una señal que nos dejó Gandalf, aunque no podemos estar seguros. Los trazos son finos y sin duda recientes. Pero estas marcas podrían tener un significado completamente distinto y sin ninguna relación con nosotros. Los montaraces usan runas también y a veces vienen aquí.
—¿Qué podrían significar, aun si las hubiera hecho Gandalf?
—Diría —respondió Trancos— que representan G3, e indican que Gandalf estuvo aquí el tres de octubre, esto es hace tres días. Pueden indicar también que tenía prisa y que el peligro no estaba lejos, de modo que no pudo escribir algo más largo o más claro, o no se atrevió. Si es así, hay que estar alerta.
—Quisiera tener la certeza de que fue él quien dejó estas marcas, aunque no sepamos qué significan —dijo Frodo—. Sería un alivio saber que está en camino, delante o detrás de nosotros.
—Quizá —dijo Trancos—. Para mí, estuvo aquí y en peligro. Ha habido un fuego que quemó las hierbas y me viene ahora a la memoria la luz que vimos hace tres días en el cielo del este. Sospecho que atacaron a Gandalf en esta misma cima, pero no podría decir con qué resultado. Ya no está aquí y ahora tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y encaminarnos a Rivendel del mejor modo posible.
—¿A qué distancia está Rivendel? —preguntó Merry, mirando alrededor desanimadamente; el mundo parecía vasto y salvaje visto desde lo alto de la Cima de los Vientos.
—No sé si el camino ha sido alguna vez medido en millas más allá de La Posada Abandonada, a una jornada de marcha al este de Bree —respondió Trancos—. Algunos dicen que está a tal distancia Y otros a tal otra. Es una ruta extraña y las gentes se alegran de llegar a destino, tarde o temprano. Pero sé cuánto me llevaría a mí, a pie, con tiempo bueno y sin contratiempos: doce días desde aquí al Vado de Bruinen, donde el camino cruza el Sonorona que nace en Rivendel. Nos esperan por lo menos dos semanas de marcha, pues no creo que nos convenga tomar el camino.
—¡Dos semanas! —dijo Frodo—. Pueden ocurrir muchas cosas en ese tiempo.
—Así es —dijo Trancos.
Permanecieron un momento en silencio, junto al borde sur de la cima. En aquel sitio solitario Frodo tuvo conciencia por primera vez del desamparo en que se encontraba y de los peligros a que estaba expuesto. Deseó con ardor que el destino le hubiera permitido quedarse en la Comarca apacible y bienamada. Observó desde lo alto el odioso camino, que llevaba de vuelta al oeste, hacia el hogar. De pronto advirtió que dos puntos negros se movían allí lentamente, en el oeste, y mirando de nuevo vio que otros tres avanzaban en sentido contrario. Dio un grito y apretó el brazo de Trancos.
—Mira —dijo, apuntando hacia abajo.
Trancos se arrojó inmediatamente al suelo detrás del círculo de ruinas, tirando de Frodo.
Merry se echó junto a ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó en voz baja.
—No sé —dijo Trancos—, pero temo lo peor.
Se arrastraron de nuevo lentamente hasta el borde del anillo y miraron por un intersticio entre dos piedras dentadas. La luz ya no era brillante, pues la claridad de la mañana se había desvanecido y unas nubes que venían del este cubrían ahora el sol, que comenzaba a declinar. Todos veían los puntos negros, pero Frodo y Merry no distinguían ninguna forma; aunque algo les decía sin embargo que allí abajo, muy lejos, los Jinetes Negros estaban reuniéndose en el camino, más allá de las estribaciones de la colina.
—Sí —dijo Trancos, que tenía ojos penetrantes y para quien no había ninguna duda—. ¡El enemigo está aquí!
Arrastrándose por el flanco sur de la colina, descendieron rápidamente a reunirse con los otros.
Sam y Peregrin no habían perdido el tiempo y habían explorado la cañada y las pendientes vecinas. No muy lejos, en el flanco mismo de la colina, encontraron un manantial de agua clara y al lado unas huellas de pisadas que no tenían más de un día o dos. En la cañada misma había señales de un fuego reciente y otros signos que indicaban un campamento apresurado. Había algunas piedras caídas al borde de la cadena, en el flanco de la colina. Detrás de esas piedras Sam tropezó con una ordenada pila de leña.
—Me pregunto si el viejo Gandalf estuvo aquí —le dijo a Pippin—. Quien haya amontonado esta madera parece que tenía la intención de volver.
Trancos se interesó mucho en estos descubrimientos.
—Ojalá me hubiese quedado aquí un rato a explorar yo mismo el terreno dijo yendo de prisa hacia el manantial a examinar las pisadas.
—Tal como lo temía —dijo al volver—. Sam y Pippin han pisoteado el suelo blando, arruinando o confundiendo las huellas. Unos montaraces han estado aquí últimamente. Son ellos quienes dejaron la leña para el fuego. Pero hay también muchas huellas nuevas que no pertenecen a montaraces. Marcas de botas pesadas de hace un día o dos. Un día por lo menos.
No estoy seguro, pero creo que ha habido muchos pies calzados con botas.
Trancos calló, sumido en inquietos pensamientos.
Cada uno de los hobbits tuvo una imagen mental de los Jinetes, calzados con botas, envueltos en capas. Si ya habían descubierto la cañada, cuanto antes se alejaran de allí, mejor que mejor. Sam contempló la concavidad con mucho desagrado, sabiendo ahora que los enemigos estaban en camino, a unas pocas millas de allí.
—¿No sería mejor que nos alejáramos en seguida, señor Trancos? —preguntó con impaciencia—. Se está haciendo tarde y no me gusta este agujero. Me encoge el corazón, de algún modo.
—Sí, es de veras necesario que nos decidamos enseguida —respondió Trancos alzando los ojos para observar la hora y el estado del tiempo—. Bueno, Sam —dijo al fin—, a mí tampoco me gusta este sitio, pero no conozco ninguno mejor al que podamos llegar antes de la caída de la noche. Al menos aquí estamos al resguardo de todas las miradas y si nos movemos sería muy posible que los espías nos descubrieran en seguida. Todo lo que podemos hacer es retroceder hacia el norte por este lado de los cerros, donde el terreno es bastante parecido al de aquí. El camino está vigilado, pero tendremos que atravesarlo para ocultarnos así en las espesuras del sur. Del lado norte del camino, más allá de las colinas, la tierra es desnuda y llana en una extensión de muchas millas.
—¿Los Jinetes pueden ver? —preguntó Merry—. Quiero decir, parece que se sirven comúnmente más de la nariz que de los ojos y que nos olfatean desde lejos, si olfatear es la palabra exacta, al menos durante el día. Pero tú hiciste que nos echáramos al suelo, cuando los vimos allá abajo y ahora dices que podrían vernos si nos movemos de aquí.
—No tomé bastantes precauciones en la cima —respondió Trancos—. Estaba ansioso por encontrar alguna señal de Gandalf, pero fue un error que subiéramos los tres y que estuviéramos de pie allí arriba tanto tiempo. Pues los caballos negros ven y los Jinetes pueden utilizar hombres y otros seres como espías, como comprobamos en Bree. Ellos mismos no ven el mundo de la luz como nosotros: nuestras formas proyectan sombras en las mentes de los Jinetes, sombras que sólo el sol del mediodía puede destruir, y perciben en la oscuridad signos y formas que se nos escapan y es entonces cuando son más temibles. Y olfatean en cualquier momento la sangre de las criaturas vivientes, deseándola y odiándola; y hay otros sentidos, además de la vista y el olfato. Nosotros mismos podemos sentir la presencia de estos seres; ha perturbado nuestros corazones desde que llegamos aquí y aun antes de verlos; y ellos nos sienten a nosotros más vivamente aún. Además —añadió, bajando la voz hasta que fue un murmullo— el Anillo los atrae.
—¿No hay entonces modo de escapar? —dijo Frodo mirando atentamente alrededor—. Si me muevo, ¡me verán y perseguirán! Si me quedo, ¡los atraeré inexorablemente!
Trancos le puso una mano en el hombro.
—Hay todavía esperanzas —dijo—. No estás solo. Hagamos que esta leña arda como una señal. No hay aquí ni reparo ni defensa, pero el fuego nos servirá como protección. Sauron puede utilizar el fuego para malos designios, como cualquier otra cosa, pero a los Jinetes no les agrada y temen a quienes lo manejan. En las tierras salvajes el fuego es nuestro amigo.
—Quizá —murmuró Sam—. Valdrá tanto como decir «aquí estamos», llamando a gritos.
En lo más profundo de la cañada y en el rincón más abrigado, encendieron un fuego y prepararon una comida. Las sombras de la noche empezaban a caer y el frío aumentaba. Advirtieron de pronto que tenían mucha hambre, pues no habían comido nada desde el desayuno, pero no se atrevieron a preparar otra cosa que una cena frugal. En la región que se extendía ante ellos no había más que pájaros y bestias salvajes; lugares inhóspitos abandonados por todas las razas del mundo. Los montaraces se aventuraban a veces más allá de las colinas, pero eran poco numerosos y no se demoraban allí mucho tiempo. Había otras pocas gentes errantes, de índole maligna: trolls que descendían a veces de los valles septentrionales de las Montañas Nubladas. Los viajeros iban todos por el camino, enanos casi siempre, que pasaban de prisa ocupados en sus propios asuntos y que no se detenían a hablar o ayudar a gente extraña.
—No sé cómo haremos para no agotar las provisiones —dijo Frodo—. Nos hemos cuidado bastante en los últimos días y esta comida no es por cierto un festín, pero si todavía nos quedan dos semanas y quizá más, hemos consumido demasiado.
—Hay comida en el desierto —dijo Trancos—: bayas, raíces, hierbas y tengo algunas habilidades como cazador en apuros. No hay por qué temer que nos muramos de hambre antes que llegue el invierno. Pero buscar y recoger comida es un trabajo largo y cansado, y tenemos prisa. De modo que apretaos los cinturones, ¡y pensad con esperanza en las mesas de la casa de Elrond!
El frío aumentaba junto con la oscuridad. Espiando desde los bordes de la cañada no veían otra cosa que una tierra gris, que ahora se borraba rápidamente hundiéndose en las sombras. El cielo había aclarado de nuevo, puntuado por estrellas centelleantes, más numerosas cada vez. Frodo y los demás se apretaban alrededor del fuego, envueltos en todas las ropas y mantas disponibles, pero Trancos se contentaba con una capa y estaba sentado un poco aparte, aspirando pensativo el humo de la pipa. Cuando caía la noche y el fuego comenzó a arder con llamas brillantes, Trancos se puso a contarles historias a los hobbits, para distraerles y que olvidaran el miedo. Conocía muchas historias y leyendas de otras épocas, de elfos y hombres, y de los acontecimientos fastos y nefastos de los Días Antiguos. Los hobbits se preguntaban cuántos años tendría y dónde habría aprendido todo esto.
—Cuéntanos de Gil-galad —dijo Merry de pronto, cuando Trancos concluyó una historia acerca del Reino de los Elfos e hizo una pausa—. ¿Sabes algo más de esa vieja balada de que hablaste?
—Sí, por cierto —respondió Trancos—. Y también Frodo, pues el asunto nos concierne de veras. Merry y Pippin miraron a Frodo que clavaba los ojos en el fuego.
—Sólo sé lo poco que me contó Gandalf —dijo Frodo lentamente—. Gil-galad fue el último de los grandes Reyes Elfos de la Tierra Media. Gil-galad significa Luz de las Estrellas en la lengua de los elfos. Junto con Elendil, el amigo de los elfos, se encaminó al país de…
—¡No! —dijo Trancos interrumpiendo—. No creo que la historia haya de ser contada ahora, con los sirvientes del enemigo a mano. Si alcanzamos a llegar a la casa de Elrond, podréis oírla allí, del principio al fin.
—Entonces cuéntanos alguna otra historia de los viejos días —suplicó Sam—, una historia de los elfos antes de la declinación. Me gustaría tanto oír más de los elfos; parece que la oscuridad se cerrara sobre nosotros desde todos lados.
—Os contaré la historia de Tinúviel —dijo Trancos—. Resumida, pues es un cuento largo del que no se conoce el fin; y no hay nadie en estos días excepto Elrond que lo recuerde tal como lo contaban antaño. Es una historia hermosa, aunque triste, como todas las historias de la Tierra Media, y sin embargo quizás alivie vuestros corazones.
Trancos calló un tiempo y al fin no habló, pero entonó dulcemente: Las hojas eran largas, la hierba era verde, las umbelas de los abetos altas y hermosas y en el claro se vio una luz de estrellas en la sombra centelleante. Tinúviel bailaba allí, a la música de una flauta invisible, con una luz de estrellas en los cabellos y en las vestiduras brillantes.
Allí llegó Beren desde los montes fríos y anduvo extraviado entre las hojas y donde rodaba el Río de los Elfos, iba afligido a solas.
Espió entre las hojas del abeto y vio maravillado unas flores de oro sobre el manto y las mangas de la joven, y el cabello la seguía como una sombra. El encantamiento le reanimó los pies condenados a errar por las colinas y se precipitó, vigoroso y rápido, a alcanzar los rayos de la luna. Entre los bosques del país de los elfos ella huyó levemente con pies que bailaban y lo dejó a solas errando todavía escuchando en la floresta callada.
Allí escuchó a menudo el sonido volante de los pies tan ligeros como hojas de tilo o la música que fluye bajo tierra y gorjea en huecos ocultos. Ahora yacen marchitas las hojas del abeto y una por una suspirando caen las hojas de las hayas oscilando en el bosque de invierno. La siguió siempre, caminando muy lejos; las hojas de los años eran una alfombra espesa, a la luz de la luna y a los rayos de las estrellas que temblaban en los cielos helados. El manto de la joven brillaba a la luz de la luna mientras allá muy lejos en la cima ella bailaba, llevando alrededor de los pies una bruma de plata estremecida. Cuando el invierno hubo pasado, ella volvió, y como una alondra que sube y una lluvia que cae y un agua que se funde en burbujas su canto liberó la repentina primavera. El vio brotar las flores de los elfos a los pies de la joven, y curado otra vez esperó que ella bailara y cantara sobre los prados de hierbas.
De nuevo ella huyó, pero él vino rápidamente, ¡Tinúviel! ¡Tinúviel! La llamó por su nombre élfico y ella se detuvo entonces, escuchando. Se quedó allí un instante y la voz de él fue como un encantamiento, y el destino cayó sobre Tinúviel y centelleando se abandonó a sus brazos. Mientras Beren la miraba a los ojos entre las sombras de los cabellos vio brillar allí en un espejo la luz temblorosa de las estrellas. Tinúviel la belleza élfica, doncella inmortal de sabiduría élfica lo envolvió con una sombría cabellera y brazos de plata resplandeciente. Larga fue la ruta que les trazó el destino
sobre montañas pedregosas, grises y frías, por habitaciones de hierro y puertas de sombra y florestas nocturnas sin mañana.
Los mares que separan se extendieron entre ellos y sin embargo al fin de nuevo se encontraron y en el bosque cantando sin tristeza desaparecieron hace ya muchos años.
Trancos suspiró e hizo una pausa antes de hablar otra vez.
—Esta es una canción —dijo— en el estilo que los elfos llaman ann-thennath, mas es difícil de traducir a la lengua común y lo que he cantado es apenas un eco muy tosco. La canción habla del encuentro de Beren, hijo de Barahi y Lúthien Tinúviel. Beren era un hombre mortal, pero Lúthien era hija de Thingol, un rey de los elfos en la Tierra Media, cuando el mundo era joven; y ella era la doncella más hermosa que hubiese existido alguna vez entre todas las niñas de este mundo. Como las estrellas sobre las nieblas de las tierras del norte, así era la belleza de Lúthien, de rostro de luz. En aquellos días, el Gran Enemigo, de quien Sauron de Mordor no era más que un siervo, residía en Angband en el Norte y los elfos del Oeste que venían de la Tierra Media le hicieron la guerra para recobrar los Silmarils que él había robado y los padres de los hombres ayudaron a los elfos. Pero el enemigo obtuvo la victoria y Barahir perdió la vida y Beren, escapando de grave peligro, franqueó las Montañas del Terror y pasó al reino oculto de Thingol en la floresta de Neldoreth. Allí descubrió a Lúthien, que cantaba y bailaba en un claro junto al Esgalduin, el río encantado; y la llamó Tinúviel, es decir Ruiseñor en lengua antigua. Muchas penas cayeron sobre ellos desde entonces y estuvieron mucho tiempo separados. Tinúviel libró a Beren de los calabozos de Sauron y juntos pasaron por grandes riesgos y hasta arrebataron el trono al Gran Enemigo y le sacaron de la corona de hierro uno de los tres Silmarils, la más brillante de todas las joyas, y que fue regalo de bodas para Lúthien, de su padre Thingol. Al fin el Lobo, que vino de las puertas de Angband, mató a Beren que murió en brazos de Tinúviel. Pero ella eligió la mortalidad y morir para el mundo, para así poder seguirlo, y aún se canta que se encontraron más allá de los Mares que Separan y que luego de haber marchado un tiempo vivos otra vez por los bosques verdes, se alejaron juntos, hace muchos años, más allá de los confines de este mundo. Así es que Lúthien murió realmente y dejó el mundo, sólo ella de toda la raza élfica, y así perdieron lo que más amaban. Pero por ella la línea de los antiguos señores elfos descendió entre los hombres. Viven todavía, aquellos de quienes Lúthien fue la antecesora y se dice que esta raza no se extinguirá nunca. Elrond de Rivendel pertenece a esa especie. Pues de Beren y Lúthien nació el heredero de Dior Thingol; y de él, Elwing la Blanca, que se casó con Eärendil, quien navegó más allá de las nieblas del mundo internándose en los mares del cielo, llevando el Silmaril en la frente. Y de Eärendil descendieron los Reyes de Númenor, es decir Oesternesse.
Mientras Trancos hablaba, los hobbits le observaban la cara extraña y vehemente, apenas iluminada por el rojo resplandor de la hoguera. Le brillaban los ojos y la voz era cálida y profunda. Por encima de él se extendía un cielo negro y estrellado. De pronto una luz pálida apareció sobre la Cima de los Vientos, detrás de Trancos. La luna creciente subía poco a poco y la colina echaba sombra y las estrellas se desvanecieron en lo alto.
El cuento había concluido. Los hobbits se movieron y estiraron.
—Mirad —dijo Merry—. La luna sube. Está haciéndose tarde.
Los otros alzaron los ojos. En ese momento vieron una silueta pequeña y sombría, que se recortaba a la luz de la luna, sobre la cima del monte. Quizá no era más que una piedra grande o una saliente de roca visible a la luz pálida.
Sam y Merry se pusieron de pie y se alejaron de la hoguera. Frodo y Pippin se quedaron sentados y en silencio. Trancos observaba atentamente la luz de la luna sobre la colina. Todo parecía tranquilo y silencioso, pero Frodo sintió que un miedo frío le invadía el corazón, ahora que Trancos ya no hablaba. Se acurrucó acercándose al fuego. En ese momento Sam volvió corriendo desde el borde de la cañada.
—No sé qué es —dijo—, pero de pronto sentí miedo. No saldría de este agujero por todo el oro del mundo. Sentí que algo trepaba arrastrándose por la pendiente.
—¿No viste nada? —preguntó Frodo incorporándose de un salto.
—No, señor. No vi nada, pero no me detuve a mirar.
—Yo vi algo —dijo Merry—, o así me pareció. Lejos hacia el oeste donde la luz de la luna caía en los llanos, más allá de las sombras de los picos, creí ver dos o tres sombras negras. Parecían moverse hacia aquí.
—¡Acercaos todos al fuego, con las caras hacia afuera! —gritó Trancos—. ¡Tened listos los palos más largos!
Durante un tiempo en que apenas se atrevían a respirar estuvieron allí, alertas y en silencio, de espaldas a la hoguera, mirando las sombras que los rodeaban. Nada ocurrió. No había ningún ruido ni ningún movimiento en la noche. Frodo cambió de posición; tenía que romper el silencio y gritar.
—¡Calla! —murmuró Trancos.
—¿Qué es eso? —jadeó Pippin al mismo tiempo.
Sobre el borde de la pequeña cañada, del lado opuesto a la colina, sintieron, más que vieron, que se alzaba una sombra, una sombra o más. Miraron con atención y les pareció que las sombras crecían. Pronto no hubo ninguna duda: tres o cuatro figuras altas estaban allí, de pie en la pendiente, mirándolos. Tan negras eran que parecían agujeros negros en la sombra oscura que los circundaba. Frodo creyó oír un débil siseo, como un aliento venenoso, y sintió que se le helaban los huesos. En seguida las sombras avanzaron lentamente.
El terror dominó a Pippin y a Merry que se arrojaron de cara al suelo. Sam se encogió junto a Frodo. Frodo estaba apenas menos aterrorizado que los demás; temblaba de pies a cabeza, como atacado por un frío intenso, pero la repentina tentación de ponerse en seguida el Anillo se sobrepuso a todo y ya no pudo pensar en otra cosa. No había olvidado las Quebradas, ni el aviso de Gandalf, pero algo parecía impulsarlo a desoír todas las advertencias y dejarse llevar. No con la esperanza de huir, o de obtener algo, malo o bueno. Sentía simplemente que tenía que sacar el anillo y ponérselo en el dedo. No podía hablar. Sabía que Sam lo miraba, como dándose cuenta de que su amo pasaba en ese momento por una prueba muy dura, pero no era capaz de volverse hacia él. Cerró los ojos y luchó un rato y al fin la resistencia se hizo insoportable y tiró lentamente de la cadena y se deslizó el Anillo en el índice de la mano izquierda.
Inmediatamente, aunque todo lo demás continuó como antes, indistinto y sombrío, las sombras se hicieron terriblemente nítidas. Podía verlas ahora bajo las negras envolturas. Eran cinco figuras altas: dos de pie al borde de la concavidad, tres avanzando. En las caras blancas ardían unos ojos penetrantes y despiadados; bajo los mantos llevaban unas vestiduras largas y grises; yelmos de plata cubrían las cabelleras canosas y las manos macilentas sostenían espadas de acero. Los ojos cayeron sobre Frodo y lo traspasaron, las figuras se precipitaron hacia él. Desesperado, Frodo sacó la espada y le pareció que emitía una luz roja y vacilante, como un tizón encendido. Dos de las figuras se detuvieron. La tercera era más alta que las otras; tenía una cabellera brillante y larga y sobre el yelmo llevaba una corona. En una mano sostenía una espada y en la otra un cuchillo y tanto el cuchillo como la mano resplandecían con una pálida luz. La forma acometió, echándose sobre Frodo.
En ese momento Frodo se arrojó al suelo y se oyó gritar en voz alta:
—¡O Elbereth! ¡Gilthoniel! —Al mismo tiempo lanzó un golpe contra los pies del enemigo. Un grito agudo se elevó en la noche; y Frodo sintió un dolor, como si un dardo de hielo envenenado le hubiese traspasado el hombro izquierdo. En el mismo instante en que perdía el conocimiento y como a través de un torbellino de niebla, alcanzó a ver a Trancos que salía saltando de la oscuridad, esgrimiendo un tizón ardiente en cada mano. Haciendo un último esfuerzo, Frodo se sacó el Anillo del dedo y lo apretó en la mano derecha.